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Para Heidegger lo que caracteriza a nuestro mundo es una cierta situación de relación con el ser, de vinculación, lo que en términos más rigurosos llamaríamos una particular ontología que es una metafísica que Heidegger describe de distintas maneras en
Caminos del bosque. Resulta en ese sentido significativo el texto “La época de la imagen del mundo” que viene a resaltar una idea muy sencilla: que lo que caracteriza a nuestra época es que en ella se da una
imagen del mundo. Algo tan obvio para nosotros, como es el tener una imagen del mundo, que puede ser tal o cual imagen tal o cual sistema, ideología, cultura o cosmovisión, no es algo que haya ocurrido siempre a los hombres. Heidegger asocia este fenómeno a la Modernidad, y considera que anteriormente, en la Edad Media, no había, contra lo que tanto y tan tópicamente se sostiene, un todo homogéneo al modo de un paisaje que muestra una clara panorámica que refleja, como un rostro, una época.
Es falso que antes de la Modernidad y sobre todo, de la Ilustración, el mundo se diera de tal modo
representativo, pues ser imagen es justamente eso, ser representado, aparecer como una apariencia, como una fotografía que se muestra. Esto ocurre sólo si la realidad se hace exterior que se muestra y manifiesta. El manifestarse, a su vez, forma parte de un binomio que implica un
quiénal cual la cosa u objeto se manifiesta. Este
quién es el sujeto, que se erige en rey de la modernidad. Es a esta pareja sujeto y objeto a la que Heidegger da vueltas en su libro mostrando que protagoniza la historia de un ocultamiento esencial, de una bruma, de una espesura densa e impenetrable con paradójica apariencia de diáfana claridad. La modernidad, en el fondo, es este simulacro, esta caída, esta metafísica que en este escrito tiene como centro a Descartes. Porque será la ciencia la que exija este sacrificio, este orden mutilante, este ocaso del ser. La causalidad, la búsqueda de fundamento, la conquista del mundo, la prospección más allá de la apariencia en pos del
eidósplatónico, todo ello son dinámicas por las que lo ente se agota en lo ente, por las que lo ente no es visto en cuanto ente, en su entidad, sino objetivado, tal cual se presenta, no como (lo que viene a la) presencia, sino como presente. Este fortalecimiento de lo objetual implica, hemos dicho y resalta a menudo Heidegger, un fortalecimiento de lo subjetual, del sujeto, que viene a ser un fortalecimiento de la antropología, fenómeno típicamente moderno, tan moderno como el positivismo de la factualidad y las cosas, del saber de lo representativo. El vigor del sujeto puede también nublar, ocultar, bloquear, y de hecho, así ha ocurrido. Lo ente es rebajado en este caso a vivencia (p. 77). El hombre de la modernidad da la medida a lo ente y pone las normas, aunque finalmente acecha una cierta sombra incalculable donde aguarda el ser que escapa a la subjetivación y objetivación conquistadoras.
Una forma que adopta lo ente hecho imagen, en su forma representativa, es el valor. El valor alude a esa relación de la metafísica por la que un sujeto capta, mira, crea, mide un objeto cuya forma se deja captar, mirar, crear, medir. El objeto se representa para un sujeto, no existiría sin el sujeto gracias al cual es cosa que se representa. Y el sujeto tiñe la realidad de representaciones, de objetos que encajan en lo representativo, en lo susceptible de aparecer, de mostrarse, de ser presencia ante un sujeto. En la formación de este binomio se da, lo hemos dicho, una reducción del ente que pierde su brillo, aquello que oculta desaparece del todo, es cubierto, velado definitivamente, para que pueda ser pura apariencia plena el ente en su totalidad. Un valor es eso.
Heidegger llega a este análisis en un excelente texto, también de
Caminos del bosque, titulado “La frase de Nietzsche: ‘Dios ha muerto’”. Se refiere en él al bello y conmovedor aforismo de
La gaya ciencia titulado “El loco” (nº 125). En él se dice un mensaje terrible, de graves resonancias, con la amplitud de una catedral. Es un anuncio sobrecogedor, poblado de metáforas muy elocuentes, que produce un contundente efecto de submarina carga de profundidad, de logrado aforismo infinito, enmudecedor, que le hace sentir a uno viejo de repente, melancólico pero con un extraño alivio, a la par sosegado e intranquilo. Se trata de una de las páginas más bellas de la historia de la filosofía que Heidegger va a interpretar. En ella nos enfrentamos al nihilismo, nos topamos de cara con él diría que con áspera brutalidad. A uno le gustaría verse convertido en estatua de sal tras leerlo, advierte el propio aforismo, deja entrever, entre líneas, pero ya no cabe esa posibilidad, pues lo sagrado ha muerto. Aun peor, lo hemos matado. Ya ni siquiera cabe el consuelo de una santa bacanal o de holocaustos para expiar el crimen. Hemos renunciado a todo ello. Y en su lugar, dice Heidegger, hemos puesto la voluntad de poder, que es la estimación de lo que produce incremento, de la querencia del nuevo sujeto deicida que por eso mismo se sabe autor del mundo, autor de lo que vale, que decide cómo ha de teñir la realidad. Ahora se pretende una pura y mera afirmación de aquello que queda, que era lo único que había, el hombre, el sujeto, en una vuelta que para Heidegger se queda corta, ya que, obviamente, no supera a la Modernidad del sujeto que hemos descrito líneas arriba.
Nietzsche no es capaz de escapar de la metafísica de origen platónico reavivada en la modernidad que paradójicamente él tanto cuestionara. No es consciente de lo hondo del nihilismo que nos ha acompañado desde Grecia y al cual todavía cede el propio Nietzsche sin ser capaz de superarlo. Un nihilismo que es como ahora llama Heidegger al proceso que hemos descrito por el que la verdad del ser se ha ocultado para iniciar una historia llamada “metafísica” que ha consistido en dar vueltas a lo ente desde lo ente y sin salir de lo ente, de lo ente reducido a ente, a lo ente donde se da el ocultamiento de lo esencial, de la luz del ser que yace en el ciego olvido. En realidad éste es el gran pecado original, el mayor crimen del que somos hijos y cuya sombra acecha, el sacrilegio del que muchos no somos aun conscientes, que se ha mantenido con automatismo más de dos mil años, la mayor negación, el vacío y la nada de donde hemos arrojado una luz original y primigenia que apenas adivinamos sino por el resquemor que produce su ausencia.
Nietzsche, en la medida en que piensa en “valores” y en “valoraciones” es también esclavo de lo ente que piensa lo ente, y por tanto, de un pensar metafísico, de lo representativo, de una “nada de nada”, de ese nihilismo occidental denunciado por Heidegger. Así, nihilismo no es una corriente histórica, una cuestión de poder, señala Heidegger, una Iglesia, sino algo esencial, básico, ontológico. Es ahí, en dicho sustrato, donde Dios ha muerto, en el momento que su lugar lo ocupan ídolos, becerros de oro que pertenecen a lo ente, incluyendo en esta dinámica idolátrica lo suprasensible, las metafísicas de los fundamentos o las realidades y verdades “sobrenaturales” como el
eidos platónico que aparece en el cristianismo. Todo
ordo fundado sobrenaturalmente, y sus correspondientes jerarquías terrenales, son realidades ónticas de este tipo que se ubican en la lejana muerte de Dios, en el nihilismo al que se refiere Heidegger y al cual puede estar aludiendo Nietzsche sin él saberlo del todo. Nietzsche cree que se trata de una sustitución de unos valores por otros, y de Dios y el mundo sobrenatural por la voluntad de poder expresada en el superhombre que funda y valora desde sí, pero no escapa de una antropología que es en el fondo una metafísica cómplice de un nihilismo anterior y más profundo y arraigado, que se originó cuando occidente decidió no pensar el ser.