Empecemos por poner sobre el tapete una verdad inconveniente. No todos nacemos iguales. Algunos son altos, otros bajos. Unos listos, otros menos. Algunos son guapos, otros somos feos. Y esto no va a cambiar. Con esta verdad inapelable y poco simpática tenemos que aprender a convivir, porque los guapos, ricos y altos se casan mejor, ganan más dinero, viven más años y son más felices. Esto es y seguirá siendo así. Hay otras causas (aún menos simpáticas) de la desigualdad, pero el hecho inapelable de que nacemos diferentes en lo fundamental asegura que seremos diferentes en lo económico. Siempre, siempre, ha habido ricos y pobres; y siempre los habrá.
Lo cierto es que los seres humanos, a diferencia de los ángeles y los santos, necesitamos de incentivos materiales, y por eso el correcto funcionamiento de una sociedad requiere que haya una cierta desigualdad en el bienestar material. Esto es porque, quien más quien menos, a todos nos gustan las galletas, pero también preferimos el
dolce far niente al arduo trabajo. Si la sociedad nos asegurase a todos el mismo bienestar independientemente de cuánto producimos, el nivel de esfuerzo sería mínimo. ¿Para qué trabajar si no hace falta? ¡Fiesta! ¡Fiesta!. Yo, y todos. Listos y tontos; guapos y feos. No se esforzaría nadie. Malos –pésimos– incentivos.
Muy bien, pues no somos iguales en lo fundamental, ni deberíamos aspirar a que en la sociedad todos disfruten del mismo bienestar material. Es un hecho, e incontrovertible. Ahora bien, que sea un hecho no lo hace menos antipático. Porque a todo bien nacido le debe resultar antipático. ¿Qué ha hecho el feo para ser feo? Porque no se es feo por decisión propia. Y quien dice feo, dice tonto... o gandul, que tampoco nadie escoge ser gandul. Su pecado es que, cuando repartieron las cartas, a ellos les tocaron las peores. Han perdido en la lotería, sin que les preguntasen siquiera si querían participar. Difícilmente son ellos culpables de nada.
Pero hay causas de pobreza incluso más reprobables, porque no sólo se es rico por ser guapo, listo o diligente. También ayuda nacer en una familia que tiene lo que hay que tener: dinero. Porque ser feo-pero-de-familia-rica es mucho más llevadero que ser feo-y-de-familia-pobre. Y no sólo porque el dinero divierte mucho, sino porque, además, crecer en una familia rica abre muchas puertas. Hace que tú también acabes siendo más rico que alguien con idénticos talentos innatos, pero que acarrea la desgracia de haber nacido en una familia pobre. Como mínimo, por la mayor facilidad para educarse e invertir, pero también porque crecer entre libros despierta el deseo de leerlos. Así, la socialización y educación de aquellos que nacen en la parte pudiente de la sociedad es mejor y se halla más dirigida al éxito que la de aquellos que nacen en la parte estrellada. Pueden ser iguales al nacer, pero la vida les hace distintos. Así, los que crecen en una familia de las de arriba juegan con mejores cartas, y es más probable que acaben siendo más listos, más diligentes y, a lo que se ve, más guapos, que los que nacen en una familia de abajo.
Así, con una y con otra, por mucho que seamos conscientes de que los incentivos materiales son fundamentales para el correcto funcionamiento de una sociedad, la magnitud y la extensión de grandes desigualdades en bienestar material nos provocan angustia. Sólo la mezquindad de quien se sabe arriba (con buenas cartas, con un repóquer) puede hacer a alguien indiferente ante la extensión de las desigualdades.
Hay una indudable tensión. Por un lado, parece razonable desear una sociedad que plantea incentivos materiales a sus miembros, de tal manera que tengan incentivos para ejercer esfuerzo: sin trabajo, no hay galletas, y sin incentivos no hay trabajo. Pero, por otro lado, esto tiende a aumentar las diferencias entre individuos debido a causas que nada tienen que ver con su esfuerzo, y estas diferencias las quisiéramos minimizar. De hecho, ser de izquierdas o de derechas es poco más que estar a un lado o al otro de esta dicotomía. El conservador cree que, sin incentivos, la caída en la productividad sería mayúscula, y está dispuesto, en consecuencia, a aceptar que la desigualdad es un reflejo de esos incentivos que una sociedad necesita para funcionar. El socialdemócrata cree que los incentivos materiales son relativamente poco importantes, y que la desigualdad no es más que un reflejo de las diferencias de salida, y la constatación de una injusticia. El debate izquierda-derecha es un debate sobre la extensión de la desigualdad.
De ahí que, al menos desde el punto de vista de la izquierda, una mirada a los ojos de la desigualdad produzca una cierta angustia, porque su evolución puede parecer inquietante. El demonio está en los detalles, y sobre ellos hablaremos, pero créanme que tenemos una cantidad apabullante de evidencias de que, en la mayoría de las sociedades, quienes son relativamente ricos tienen ahora relativamente más que hace cuarenta años.
José V. Rodríguez Mora,
Observando los hechos. Una mirada desapasionada de la desigualdad económica, Revsita de Libros, 15 de marzo-15 de abril h
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