2. Federico Nietzsche (1844-1900), hijo y nieto de pastores protestantes, comenzó una carrera académica como filólogo truncada por la publicación de una obra extraordinaria —
El nacimiento de la tragedia desde el espíritu de la música (1872)— que fue ignorada o ridiculizada por la crítica. Amigo íntimo y luego enemigo feroz de Wagner, músico él mismo, fue un hombre vehemente y enfermizo, insuperable prosista aunque propenso a lo enfático y a declararse genial con cualquier pretexto, lo cual lastra su lectura en bastantes ocasiones. Quizá minado por la sífilis, tras una breve etapa académica en Basilea (1870-1875) inició un peregrinaje solitario y amargo por pensiones de Europa, acosado por sus escasas rentas y el fracaso de unos libros que editaba de su bolsillo. Perseguido por jaquecas y melancolías crecientes, en 1889 sucumbió a un estado de demencia y completa incapacidad para valerse por si mismo. Acababa de cumplir cuarenta y cinco años y tardaría once más en fallecer, pero nunca se repuso.
En la formación de
Nietzsche destacan una cultura clásica muy sólida, el influjo de
Schopenhauer durante algunos años y conceptos evolucionistas, no siempre comprendidos analíticamente, como acontece en
Montesquieu,
Smith o
Spencer. Aunque renunció a la nacionalidad alemana por la suiza, las manipulaciones de su hermana (que ya anciana acabó siendo una ferviente seguidora de Hitler), y algunos matices de su estilo, sirvieron para que el nazismo viese en él un profeta de la nación y la raza aria. Lo cierto es que su obra fustiga con todo vigor tanto el antisemitismo como el nacionalismo alemán, hasta el extremo de ser el detonante de su ruptura con Wagner. Hoy vemos en él un anarquista al fin sensato y exquisitamente agudo, con propuestas aplicables a la vida cotidiana y a la interpretación de nuestra cultura, si no fuese porque su desdichada existencia no le permitió apenas predicar con el ejemplo.
Pero más que nada
Nietzsche representa un momento preciso del espíritu europeo: aquél donde aparece lo sagrado de la vida en cuanto tal. He ahí una respuesta enérgica, y en gran medida suficiente, al pesimismo de su tiempo.
2.1. La vida incluye sin duda dolor, incertidumbre, destrucción, error. Su realidad es un devenir tan infinito como azaroso. Lo irracional constituye su fuente, y todo esfuerzo por ocultarlo es hipocresía. Sin embargo, la cuestión no reside en establecer o negar semejante evidencia, sino en la actitud que el hombre toma ante ella.
Minar la voluntad de vivir es una postura relativamente digna dentro de su debilidad (el “decadentismo”), que intenta no mentir sobre lo que hay, y no ofrece milagros ni vanas ilusiones al vulgo. Frente a esa actitud está salvar lo negativo de vivir con cierto dualismo, que concentra el dolor y la irracionalidad en la dimensión física pero postula otro reino (ideal, moral, celestial, etc.) donde sólo hay pureza, eternidad y dicha. Una tercera actitud reconoce en la vida un sufrimiento sin sentido, pero tiene la magnanimidad de aceptar el límite hasta allí donde se sobrepasa, transmutando la sumisión al Hado o
Fatum en
amor fati, amor a la simple y desnuda sucesión de hechos que representa la facticidad. Esto implica «no querer nada distinto de lo que es, ni en el futuro, ni en el pasado, ni por toda la eternidad». El
Übermensch o superhombre se define como quien sabe querer exactamente aquello que su existencia ofrece en cada instante.
En
El nacimiento de la tragedia, que publica teniendo veintiocho años,
Nietzsche se vale de una contraposición entre lo apolíneo y lo dionisíaco para ilustrar este punto de vista. Apolo, dios de la luz y de las formas, «principio de la individualidad», representa el intento humano de fijar el flujo caótico o incesante de la vida en conceptos, «frenando» el devenir con categorías lógicas, e inventando algo superior al acontecer inmediato mismo. Dionisos, dios de la ebriedad y la alegría abisal, celebrada en los Misterios báquicos, representa el «principio de la totalidad» y la orgía; es exaltación infinita de la vida infinita, que transforma el dolor en alegría, la lucha en supremo acuerdo, la crueldad en justicia, la destrucción en creación.
Doce años más tarde, en
Así hablaba Zaratustra (1884), el
amor fati asume un «eterno retorno de lo igual». En el dramatizado escenario del libro, que usa un estilo bíblico para la exposición, la idea del eterno retorno se presenta al comienzo de forma aterradora. Es una serpiente que penetra por la boca de un pastor, sumiéndole en una náusea indescriptible y amenazando ahogarle. Zaratustra le dice que muerda, que trague, y cuando así lo hace se transfigura en un ser resplandeciente y risueño. Dice entonces:
«Yo dormía, dormía; de un sueño profundo he despertado: el mundo es profundo, más profundo de lo que pensaba el día. Profundo es su dolor, pero el placer es más profundo que el sufrimiento del corazón. El dolor dice ¡pasa! Pero todo placer quiere eternidad, quiere profunda, profunda eternidad».
Apurar el cáliz del pesimismo hasta los posos sugiere un incondicionado sí, que ya no mendiga trascender lo terrenal y el tiempo. El dolor —como había dicho
Hegel— es «una prerrogativa del viviente» (que le permite esquivar males en otro caso ignorados), no su condena. En lugar de rencor, miedo y esperanza, las sugestiones del “ideal ascético”, quien mastica y traga a esa serpiente aterradora tiene por delante otra cosa:
«El orgullo, la alegría, la salud, el amor sexual, las actitudes bellas, las buenas maneras, la voluntad inquebrantable, la disciplina de la intelectualidad superior, la gratitud a la tierra y a la vida —todo lo que es rico y quiere dar y quiere gratificar la vida, engalanarla, eternizarla y divinizarla».
2.2. La condición de este sí es que cese la «calumnia», contra la tierra, la voluptuosidad, el amor propio, la independencia, la fortaleza y el reino físico en general. Dicha calumnia es la amalgama de platonismo y judaísmo, el «complot cristiano», que pone el centro de gravedad del hombre en otra vida, y llama al cuerpo tumba de un espíritu. A ello se opone un temperamento superior, que ni se engaña ni renuncia: «Alma mía, yo quité de ti toda obediencia, toda genuflexión y todo servilismo».
La «genuflexión» no cesará mientras la moral subsista separada de la estética, mientras pretendan negarse los instintos. La moral ascética ha querido envenenar a la vida, y la vida debe ahora obligarla a beber su propia cicuta: «Dios ha muerto». Con él ha muerto la «metafísica del verdugo», la glorificación de la culpa, y renacen los viejos dioses —las potencias naturales— que «se habían muerto de risa [...] oyendo decir a uno de ellos que era el dios único». Con este retorno incondicional al mundo físico se restituye al devenir su «inocencia», que las explicaciones basadas en un orden sobrenatural trataron de negar.
La genealogía de la moral (1887) parte de que la pretensión ascética quiere hacer soportable la vida de los débiles estrangulando a los fuertes, creándoles mala conciencia, arrebatándoles la confianza en sus impulsos. Pero «todos los instintos que no se desahogan hacia fuera se vuelven hacia dentro», y de esa dinámica extrae
Nietzsche uno de sus pensamientos más célebres: que la conciencia moral es un instinto de crueldad interiorizado. La venganza de los “esclavos” ha sido convertir los atributos del “señorío” en vicios, poniendo caridad, humildad y obediencia donde había competición, orgullo y autonomía. Es muy importante tener presente que “señores” y “esclavos” no representan una diferencia jurídica, o patrimonial. Aquello que funda la fortaleza es exclusivamente capacidad para amar la vida tal cual es, con su “instinto de crecer y durar”, también llamado “voluntad de dominio”. El débil es incapaz de existir sin mentirse, y sin oprimir a otros con esas mentiras En sus últimas obras publicadas la acusación se concentra sobre el cristianismo como «moral del resentimiento»:
«La cruz es el signo de la más subterránea conjura contra la salud, contra la belleza, contra el bienestar, contra la valentía, contra el espíritu, contra la bondad del alma, contra la vida misma. Llamo al cristianismo la única gran maldición, la única gran corrupción interior, la única inmortal vergüenza de la humanidad. ¡Trasmutación de todos los valores!»
2.3. Desde el punto de vista filosófico el concepto más destacable de
Nietzsche es el de nihilismo, una noción densa y clara al mismo tiempo, con tres aspectos o momentos bien diferenciados.
a) Lo «nihilista» (de
nihil, «nada») es la tradición metafísica occidental en su conjunto, como desarrollo de la tradición platónico-cristiana. Al negar la vida y sus valores, la Naturaleza física en toda su magnitud de horror y maravilla, la tradición de Dios opone a la existencia real una entidad que es pura y simplemente nada.
b) El nihilismo indica también la desesperación y la duda, el pesimismo consentido que brota en la última etapa de este anonadamiento de la vida. Es el propio «Dios ha muerto» como quedarse el hombre sin orientación ni sentido para la existencia, llamado a negar la voluntad de vivir. El sustituto de la “sana” o “fuerte” voluntad de vivir es un reino de “valores”, que arrastran la inercia del ascetismo y ocultan lo primario: quien ama la vida, y vive en sentido propio, tiene instintos y deseos, no valores.
c) Por último, nihilismo es la conciencia de todo esto como necesidad de su propia superación, recobrando lo negado y —con ello— las condiciones aparejadas a un cambio radical. En este sentido es la «aurora» que contiene la «gran política» preparadora del superhombre, que está llamado a una reconciliación con el mundo físico.
«El superhombre es el sentido de la tierra [...] El hombre es una cuerda tendida entre la bestia y el superhombre, una cuerda sobre el abismo. Lo que hay de grande en el hombre es ser un puente y no un término. Lo que se puede amar en el hombre es que sea un tránsito y un ocaso».
El superhombre toma la vida como «experimento». Mientras ese experimento se despliega, su único norte es vivir cada hora con más fuerza y amor a la vida. Como sabe que el hombre es algo a superar, le son indiferentes los prejuicios y reglas de un ideal ya herido de muerte. Cuida especialmente de no caer en la transfiguración del culto cristiano que representan todos los socialismos (el comtiano, el marxista y el utópico). Niega por eso toda jerarquía basada en “artimañas de los domesticados», y sólo cree en la igualdad de quienes son capaces de decir «sí», rechazando la moral del «rebaño» con sus adeptos mezquinos, serviles y perezosos. Por lo mismo, dice sí a «la diferencia indiscutible entre los hombres». Es el «asesino de Dios», pero justamente porque reclama lo divino, sin avenirse a la destrucción de lo sagrado en sí mismo, que es la vida en cuanto tal. Sería, pues, muy ingenuo imaginar que Nietzsche no fue en buena medida un teólogo, y un teólogo de los más grandes. Así lo constatamos, por ejemplo, en una observación esquemática que figura en
El ocaso de los ídolos:
«La importancia de la filosofía alemana, Hegel: pensar un panteísmo en el que el mal, el error y el dolor no sean sentidos como argumentos contra la divinidad».
2.4. Así hablaba Zaratustra, con su estilo bíblico, describe tres «metamorfosis» en el paso del hombre al superhombre.
Primero el espíritu es como el camello que se arrodilla y recibe la carga, adoptando como regla de todo la obediencia. Cuando el camello es correcto no quiere “facilidades”, sino un deber severo –como el exigido por Lutero y Calvino- que le haga aceptable a los ojos de la sociedad y a los de Dios.
Un día parte cargado al desierto, y allí descubre que quiere ser más, y se convierte en león. Entonces el espíritu respetuoso y sumiso arroja lejos de si la pesada impedimenta, convirtiéndose en gran negador. Ahora lucha contra el dragón milenario, despierta a su libertad dormida y opone al «tú debes» del camello un «yo quiero». Sin embargo, su libertad es una libertad de, no una libertad en, y aquí está la diferencia entre el puro yo y el individuo físico.
Toma tiempo que la libertad se convierta en soltura del querer creador, y cuando eso sucede el león se transforma en infante. «Inocencia es el niño, y olvido, un nuevo comienzo, un juego, una rueda que gira por sí misma, un primer movimiento, un santo decir ‘sí’». El niño no pone al Hombre en el lugar de Dios, porque «todavía hay mil sendas que no han sido recorridas, mil saludes y mil remedios ocultos en la vida». Lo que el niño hace es poner en el lugar de Dios a la Tierra. En vez de debilitarse o diluirse, lo sagrado se fortalece al encontrar la vida como apoyo.
Antonio Escohotado,
El vitalismo de Nietzsche, Tema XXII, Filosofías de la vida, Génesis y evolución del análisis científico.
Filosofía y Metodología de las Ciencias Sociales [www.escohotado.org]