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David Hume |
2. «El mundo no es sino variedad y desemejanza», había dicho
Montaigne, al tiempo que veía al hombre renacentista «sin socorro del exterior». Desde esas ruinas del medioevo imperial y teocrático,
Descartes presentó la razón como certeza subjetiva.
Spinoza y
Leibniz quisieron desarrollarla objetivamente, pero los verdaderos intérpretes de la novedad cartesiana —el subjetivismo— fueron los empiristas ingleses encabezados por
Locke y
Newton, contradictores formales de casi todo aunque fieles al fondo metafísico del yo, y acordes con la doble substancia (mental y material). Fue
Berkeley quien mostró cómo el principio empírico a la inglesa llevaba a absorber el ser en la percepción o a contradecirse. Pero tanto
Descartes como
Newton,
Locke y
Berkeley siguen confiando en el conocimiento «racional», y todos sin excepción hacen hincapié en el concepto de causalidad. Ahora toca comprender que la premisa empírica moderna sugiere una posibilidad adicional: la de que todo eso sea una ilusión inducida por el hábito.
Quien plantea semejante cosa es el escocés
David Hume (1711-1776), un hidalgo que hubo de interrumpir sus estudios de leyes por penurias económicas, y que acabó desempeñando importantes puestos diplomáticos. El tenaz autodidactismo le permitió acabar siendo un filólogo que dominaba de memoria toda la literatura grecorromana, un historiador de primera fila, uno de los padres fundadores de la economía científica, un teórico político comparable con los más influyentes de todos los tiempos, el primer psicólogo en formular el principio de la asociación y un filósofo que vapuleó como nadie la inercia intelectual de su tiempo. A su inteligencia unía el talante menos doctrinario que darse pueda, y la suma de ambas cualidades no sólo hizo de él el filósofo antidogmático por definición, sino quizá el mejor escritor –por estilo, agudeza e ironía- recordado hasta él en la historia del pensamiento.
No podemos entrar aquí en el detalle de tantas aportaciones al saber, y nos reduciremos a dos: el
Hume filósofo escéptico, y el
Hume “moralista”, mejor calificable como científico social .
2.1. La filosofía de
Hume se encuentra ante todo en el Libro I de su voluminoso
Tratado de la naturaleza humana (1739-40), una obra publicada antes de cumplir los veintiocho años que a su juicio “nació muerta de las prensas”, cuyo rico contenido le sirvió para publicarla luego –aún más pulida estilísticamente- en forma de ensayos y colecciones de ensayos, cuya recepción –al revés de lo sucedido con el
Tratado- fue entusiasta..
La primera parte del Libro I introduce una distinción entre impresiones sensoriales e ideas. Las primeras tienen la viveza de una sensación actual, mientras las segundas son reflejos de éstas en el entendimiento, sostenidas mediante la memoria y por lo mismo más débiles. La adecuación o veracidad de una idea dependerá de que podamos asignarle una o varias «impresiones». Si no es así se tratará de una «ficción».
Sin embargo, aunque no se trate de alguna ficción el entendimiento tiende a creer que sus percepciones en general (impresiones e ideas) le permiten inferir cosas sobre los objetos de dichas percepciones, como por ejemplo la existencia. Esa inferencia, por cuyo medio el entendimiento penetra en el futuro y deja atrás las ideas sostenidas por la memoria (siempre relativas a cosas pasadas), constituye siempre una suposición causal, un nexo de principio-consecuencia entre dos o más eventos. Estamos convencidos de que la cacerola se calienta porque la pongo sobre el fuego, y de que se calentará cualquier cacerola que se ponga al fuego, hasta el extremo de considerar necesaria la conexión entre calentamiento y calor.
Hume considera que llamamos necesidad a una «creencia», compartida personalmente por él (“desde luego”) aunque basada sobre cierta «suposición inverificable». Sólo sabemos que “cuando alguna palabra no corresponde inmediatamente a una impresión se asocia con otra y otra”. Asociar, nuestra regla intelectual, no es equiparable a captar algo objetivo, exterior. Y creer en la causalidad constituye «un acto de la parte sensitiva más que de la parte pensante» originado en la costumbre (
custom). Para que hubiese conexión real —y, por tanto, necesidad— sería preciso que las impresiones no fuesen impresiones o puros hechos. Puesto que son puros hechos (más o menos sucesivos en el tiempo, más o menos contiguos en el espacio), todo suponer algo futuro a partir de otro algo pasado o presente será un acto de fe. Como todo conocimiento propiamente dicho se basa en concatenar inferencias, todo conocimiento es en realidad un creer. Así consuma el empirismo inglés su autocrítica.
Discutible o indiscutible, para llegar a esta conclusión
Hume ha construido un gran concepto, omitido por
Bacon,
Newton,
Locke y
Berkeley; a saber: que el enlace entre impresiones no viene dado con ellas. Armado de ese concepto no le cuesta nada aplica el bisturí escéptico a los principales convencimientos de su época. Lo primero en sucumbir como realidad objetiva es la existencia de un mundo exterior, extra-mental. Cosa semejante acontece con la existencia de Dios, que al no constituir objeto de impresión alguna sólo se infiere de razonamientos finalistas, vinculados al tipo más problemático del problemático nexo causal. Sólo resta entonces volverse sobre el núcleo subjetivo que es la identidad personal, el yo. Pero no hay impresiones invariables sino sólo emociones distintas, que se suceden unas a otras, y el yo no es ninguna impresión. Por lo mismo, queda relegado al estatuto de las substancias en
Locke: un substrato hipotético para la serie de los actos psíquicos, una idea inadecuada e incapaz de llevarse a la claridad. Lo que nos parece identidad propia reconciliándose a lo largo de la experiencia es sólo una función de la memoria. Ya hubieran querido para sí esta contundencia
Pirrón,
Enesidemo o
Sexto Empírico.
Lo que en última instancia explica, según
Hume, toda la confusión entre ideas científicas y creencias interesadas no es que el mundo presente rasgos racionales como la regularidad o la acción recíproca de sus elementos, sino el componente básicamente irracional del ser humano. Un contradictor objetará que si la experiencia acumula impresiones carentes de enlace propio entre ellas ¿de dónde vienen las «creencias», sino de un mundo donde se reproducen idénticas o muy análogas condiciones? Caso de ser esto así ¿por qué coinciden nuestros hábitos con regularidades de las cosas? Pero
Hume no está interesado en discutir semejantes cuestiones, sino en subrayar una pugna entre la razón y el instinto, donde éste ocupa el lugar del contenido y aquélla el de la envoltura. Sólo hipócritamente puede pretender la razón que rige nuestra conducta, pues lo verdadero y lo justo arrancan del sentimiento.
Recapitulemos. El subjetivismo, que ha cifrado la substancia en el yo y reduce lo corpóreo a magnitudes inertes, desemboca en algo irracional como fundamento. Se han extraído con ello las conclusiones finales de plantear la razón como entendimiento humano, pues el hombre es un animal guiado por instintos y deseos. La razón tiene casi nada o nada de objetivo, y casi todo o todo de rutina psíquica. La cuestión del conocimiento queda así lista para que
Kant la aborde con brío, ya que
Hume le ha despertado del “sueño dogmático”.
2.2. Lo que
Hume tiene de escéptico en metafísica le permite partir de una razón “crítica”, sin pretensiones de infalibilidad, con la cual opera como sociólogo, psicólogo, antropólogo, economista, historiador y teórico político. Su norte es una ciencia del hombre, de toda la “naturaleza humana”, que irá dibujando ensayo a ensayo. Emplea allí un método inductivo sumamente flexible, como tomar algunos ejemplos históricos al analizar cada asunto, y lo que acumula son proposiciones de un epicúreo
sui generis, tan apasionado por el conocimiento como cautamente optimista sobre el porvenir de la especie. Siempre se consideró ante todo un “moralista”, y en cuanto tal pensaba que tendemos más a la simpatía que a la falta de compasión. El origen de la moralidad son “sentimientos de aprobación y desaprobación” ante lo útil o inútil de nuestra circunstancia y la ajena. Esto inspira a su amigo
Adam Smith, doce años más joven, la
Teoría de los sentimientos morales.
Como economista ha dejado algunos análisis que siguen pareciendo perfectamente válidos -el flujo automático de efectivo entre países, por ejemplo-, y dio el varapalo definitivo a la seudo-teoría económica llamada pensamiento mercantilista. Para esto le bastó invertir todas y cada una de sus hipótesis (que la riqueza es dinero y no bienes, que los intereses bajos delatan sobreabundancia de dinero, que es posible vender siempre sin comprar nunca, que la riqueza del vecino perjudica).También esbozó el teorema de los costos comparados (o ley de Ricardo), en cuya virtud las propias diferencias de recursos, clima, población, etc. hacen siempre beneficioso el intercambio de bienes y servicios entre países.
2.3. Legendario anticlerical, no acabaremos de comprender a
Hume sin considerar el precedente de
Bernard de Mandeville, un médico holandés que reside en Londres y publica en 1705 una alegoría de inmenso éxito sobre el vicio y la virtud. Vicio equivale a “egoísmo”, que trasladado a dimensiones sociales es –como dice
San Agustín- “comprar barato y vender caro”; virtud es altruismo, desprendimiento constante. Teniendo en mente la justicia “social” evangélica, y su correlato de ideales ascéticos,
Mandeville expone algo como lo siguiente:
“Mientras los miembros de una colmena humana se compensaban unos a otros con gustos, vicios y virtudes distintos y opuestos, la templanza y sobriedad de unos posibilitaba la satisfacción de los apetitos desenfrenados y la glotonería de otros; el amor a la calidad daba trabajo a millares de pobres, y la colmena prosperaba. Cuando un día los miembros quisieron convertirse en virtuosos, y desterrar los vicios, resultaron inútiles los artesanos que trabajaban para satisfacer las vanidades de otros, los abogados mantenidos por litigios, los empleados de tribunales y prisiones. Y la colmena se tornó mísera. El vicio es, pues, necesario tanto como la virtud para la prosperidad de una nación.”
Limitada a unos 400 versos, esta ultrajante blasfemia (a juicio de tantos contemporáneos) vendió innumerables copias, hasta que
Mandeville reconoció en 1714 su autoría e hizo importantes añadidos, cambiando también el título. Desde entonces iba a ser:
La fábula de las abejas o vicios privados, beneficios públicos. Conteniendo varios discursos para demostrar que las debilidades humanas pueden tornarse en ventaja para la sociedad civil, y ocupar el lugar de las virtudes morales.”
Mandeville se burlaba de
Shaftesbury, el mentor de
Locke, con sus invocaciones a una rectitud innata del ser humano; pero mucho más aún del simplismo tradicional y sus condenas. Véase despreciar la economía, con “una vanidad que mendiga adulación.,” o aborrecer en particular el lujo, cuando “su falta sólo estimula desempleo y menos ventas”.
Bajo el sarcasmo hay una conciencia de que lo básico en la vida humana –las lenguas, los mercados, las técnicas- no viene de alguna organización intencional o voluntaria, sino de movimientos complejos e impersonales.
Mandeville “nunca mostró con precisión cómo se forma un orden sin previo designio, pero puso fuera de toda duda que así ocurre,”
prefigurando conceptos de desarrollo y evolución. La sociedad aparece como armonía espontánea construída sobre el vicio social de querer comprar barato y vender caro, una armonía tan distinta del matrimonio clásico entre tiranía e hipocresía como un grupo civilizado y próspero lo es de un grupo salvaje y mísero. La colmena rica ha sustituido los sermones teológicos por un imperio de la ley, y a diferencia del dogma el Derecho se adapta a que la ganancia sea el alma de la vida social, reconociendo en ella un interés común sostenible. Limitados sus jerarcas “por normas escritas, todo lo demás sobreviene rápidamente [...] Ningún grupo permanecerá mucho tiempo sin aprender a dividir y subdividir el trabajo.”
Hume es el primero en darse cuenta de que esta perspectiva representa a la ciencia, y que todo proceso colectivo (social, económico, político) exhibe un tipo de orden ni subjetivo o decretado por alguien ni fruto de una pura necesidad mecánica o exterior. Es más bien algo que va inventándose a cada paso, reteniendo lo útil y descartando lo inútil, una entidad unitaria integrada por muchas personas que no puede considerarse persona. Aplicado a teoría política esto significa aplicarse a percibir tendencias, signos evolutivos, en vez de pontificar sobre la superioridad de tales o cuales formas de gobierno. Como liberal que es, sólo le preocupa finalmente que el orden espontáneo o autoproducido en las totalidades sociales se deje tentar por un voluntarismo simplista, y quiera retroceder de la igualdad ante la ley a una igualdad material, como la propuesta por el Nuevo Testamento. De ahí un texto que encontramos en su
Investigación sobre los orígenes de la moral (1751), concretamente en el capítulo sobre la justicia:
“Dividamos las posesiones de un modo igualitario, y veremos inmediatamente cómo los distintos grados de arte, esmero y aplicación de cada hombre rompen la igualdad. Y si se pone coto a esas virtudes, reduciremos a la sociedad a la más extrema indigencia; en vez impedir la carestía y la mendicidad de unos pocos, estás afectarán inevitablemente a toda la sociedad. También se precisa la inquisición más rigurosa para vigilar toda desigualdad, en cuanto ésta aparezca por primera vez, así como la más severa jurisdicción para castigarla y enmendarla. Pero tanta autoridad tendría que degenerar pronto en una tiranía, que sería ejercida con graves favoritismos.”
Antonio Escohotado,
Hume y el "sueño dogmático", Tema XVII. Postulando la experiencia. Génesis y evolución del análisis científico.
Filosofía y Metodología de las Ciencias Sociales [www.escohotado.org]