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Durante este último trimestre, hemos abordado en clase las éticas materiales y las formales. Surgía la cuestión de la felicidad y su conexión con la dimensión social del ser humano. Preguntado de manera directa: ¿Se puede ser feliz en un mundo en el que ocurren injusticias que condenan a miles de millones de seres humanos al sufrimiento y la infelicidad? En un primer momento, son mayoría los alumnos que contestan afirmativamente, pero no tardan en aparecer las dudas. Rodeados de dolor, de hambre, de enfermedad o de pobreza, difícilmente podemos alcanzar la felicidad. Si el hombre lleva consigo una cierta sociabilidad, por muy insociable que sea como advertía Kant en su día, parece razonable aceptar la imposibilidad de una felicidad plena. Lo que sería tanto como afirmar que en toda la historia de la humanidad nunca ha habido un ser humano feliz, pues no podemos encontrar ni un solo momento en el que no existieran condiciones sociales, políticas o económicas que afectaban a otros hombres de una forma tan dura que impedía el desarrollo de una vida feliz. Parece que la conclusión es un tanto exagerada. De hecho, alguna alumna planteaba una cierta crítica. ¿Qué culpa tengo yo o qué puedo hacer yo para solucionar el hambre de miles de millones de personas? Si mi acción está limitada, si no puedo hacer que todos los que me rodean sean felices, ¿me obliga eso a ser desgraciado?
La pregunta puede parece egoísta, pero no era esa la intención. Profundizando en el debate, se venía a establecer una relación entre la felicidad y la responsabilidad. Ningún ser humano puede cargar sobre sus espaldas el peso de toda la humanidad. Nadie puede (ni debe) martirizarse con un dolor que ocurre lejos, y cuya solución no está a la mano. Si miramos hacia atrás, hace tan sólo unas décadas era impensable conocer tan de cerca la situación de tantos millones de personas. En este sentido los medios de comunicación y las nuevas tecnologías han hecho el mundo más pequeño, y han deformado lo que significa la responsabilidad. Los argumentos de los alumnos continuaban: si yo trato de cumplir con mis obligaciones académicas, dedico incluso parte de mi tiempo o de mi dinero a ayudar a los demás, y mi vida personal funciona, tengo amigos y demás, ¿por qué voy a ser infeliz si en la otra punta del mundo ha ocurrido un terremoto? ¿Qué puedo hacer yo para evitarlo o solucionar el desastre más allá de enviar una aportación de dinero? De alguna forma, este tipo de argumentos vienen a señalar que la felicidad depende directamente de la responsabilidad y de la capacidad de actuar. Y siguiendo el argumento, seríamos felices si “hacemos felices” a aquellos que dependen de nosotros, si colaboramos en su realización, siendo conscientes de hasta dónde podemos llegar desde el lugar concreto que todos y cada uno ocupamos. Valga el ejemplo: las malas noticias de un telediario no pueden impedir que sea feliz quien hoy amó y fue correspondido. O tomándolo por el otro lado: ¿Puede un desastre humanitario anular la felicidad personal de quien estima que a lo largo de su vida hizo y hace todo cuanto está en su mano por ser feliz y que los demás lo sean?
Este tipo de enfoque tiene parte de razón, pero en todo es posible ir estableciendo grados. Podríamos hablar del “diámetro de la desgracia”: el tsunami de Indonesia o el 11M no impidieron que las parejas se besaran ese día en el retiro o que los amigos quedaran para charlar ante un café. Cerremos un poco el círuclo. Qué ocurre si la noticia afecta a tu país. Me temo que no demasiado: las estadísticas mensuales del paro y los desahucios no silencian las risas por las calles, ni neutralizan los gestos de amistas. Achiquemos entonces el compás: qué ocurre si la desdicha llega a tu región: ¿Hubo quien sonreía en Murcia el día del terremoto de Lorca? Me temo que sí. En consecuencia, tenemos que achicar más el diámetro: el infortunio tiene que cebarse con tu ciudad. ¿Tomamos entonces conciencia de la perspectiva “social” de la felicidad? Pues habría que pensarlo: tengo mis dudas que quen acaba de vivir un momento especialmente intenso en su vida, abandone su felicidad debido a un derrumbe de una casa, al aumento del paro, o a la presencia intermitente pero creciente de mendigos que nos recuerdan que nuestro bienestar podría ser efímero, o incluso descansar sobre la miseria de otros. ¿Qué ocurre entonces? ¿Hemos de dar crédito al egoísmo y pensar que, efectivamente, podemos ser felices rodeados de infelicidad? ¿O hemos de aceptar que la felicidad va ligada a la responsabilidad y a la capacidad de acción? Aceptando esta última opción, tendríamos que preguntarnos entonces si no podemos hacer más, mucho más, por nuestros vecinos, por nuestras calles, por todos esos seres humanos que sí pueden depender de nosotros, pero a los que no prestamos atención. Aquellos de los que sí podemos ser responsables. No vaya a ser que con esa distinción de felicidad, responsabilidad, capacidad de acción, estemos en realidad ocultando un egoísmo salvaje: ser feliz yo. Y ya.
El susto és una malaltia (o si ho voleu dir més tècnicament, és un ‘desordre’) emocional molt habitual a Mèxic, i Amèrica Central i del Sud -i específica dels latinos als USA- que té com a símptomes el fet de viure perpètuament esgaiat, la torbació, l’insomni, etc. És provocat per una visió esgarrifosa, un mal presentiment o una situació davant la qual hom pot perdre fàcilment el control. A Mèxic en diuen també: espanto, pasmo o pérdida del alma. En llengua maia l’anomenen xibriquil (que es tradueix per “por súbita”, perquè arriba a la impensada). Per curar aquesta malaltia, el guaridor ha de fer el xikbal, el ritual de la “crida de l’ànima”. Però cal fer-lo molt aviat. D’altra manera el malalt té risc de morir, perquè sense ànima (des/animats) els cossos no sobreviuen.
Això és un post per a catalans: o cridem de pressa l’ànima o l’ensurt se’ns pot menjar.