Con el machete ensangrentado en las manos, el creyente que acaba de asesinar a un soldado en Londres se dirige con toda tranquilidad a la cámara más próxima y empieza a recitar su memorial de agravios: “Tenemos que atacarles como nos atacan a nosotros: ojo por ojo y diente por diente. Les pido disculpas a las mujeres que han tenido que verlo, pero en nuestro país las mujeres tienen que ver lo mismo...” No oculta su rostro con un pasamontañas ni escapa antes de que llegue la policía, como solían hacer, después del tiro en la nuca, los creyentes en la Euskal Herria Una, Grande y Libre. No tiene, por supuesto, la menor duda, pues defiende la Verdad Absoluta, como hacían los tribunales de la Santa Inquisición y los jueces al servicio del Padrecito Stalin. De hecho, si la Iglesia Católica y el Partido Comunista llegaron en sus buenos tiempos a tener el poder que tuvieron fue gracias a la firmeza con que compartían la fe en sus Pastores los respectivos rebaños.
Dos bombas en el maratón de Boston. Un islamista acuchilla a un soldado francés siguiendo el ejemplo londinense. Un joven creyente de izquierdas muerto de un golpe en la cabeza por un joven creyente de ultraderecha en París. El Ejército egipcio, junto a la parte del país que quiere entrar en el siglo XXI, se levanta contra los creyentes musulmanes que quieren volver a la Edad Media y empiezan los choques sangrientos. Más atrás, los hutus y los tutsis, los católicos y protestantes en Irlanda del Norte, Ordine Nero y las Brigadas Rojas en Italia. Antes el Holocausto y el Gulag…
No todos los creyentes son asesinos ni todos los asesinos son creyentes. Hay personas muy nobles que contribuyen a mejorar el mundo siguiendo sus creencias. Y hay incrédulos que matan para obtener un beneficio económico o acabar con un conflicto personal. Pero, como decía Solzhenitsyn, los crímenes particulares pueden llegar a causar unas docenas de muertos; para matar a miles de personas hace falta una ideología. Y cuando una ideología se blinda contra la argumentación racional, se impregna de emocionalidad y se convierte en el núcleo de la identidad grupal, es cuando propiamente se puede denominar “sistema de creencias”.
Pero el creyente que, ante el cuerpo ensangrentado de su víctima, se dirige tranquilamente a una cámara para acusar al Ejército británico de asesinar musulmanes, muestra con ello (de forma especialmente diáfana) una característica habitual en los agresores
creenciales: la convicción de la propia inocencia. No hay terrorista que no se considere víctima (real o potencial) del enemigo que amenaza a su pueblo (o a su religión, o a su clase, o a su tribu…). Todo criminal creyente se considera justo por definición. Aunque también es cierto que la mayor parte de los criminales de otros tipos (los que producen víctimas a menor escala cuantitativa, aunque no siempre con menor brutalidad) también suelen tener justificaciones que consideran irrefutables: el psicópata culpa de la barbaridad que ha hecho a su padre (o a los curas del colegio, o al jefe que lo explotó); el violador acusa a las mujeres de provocarle (o de humillarle, o de despreciarle); el delirante es un auténtico maestro en el arte de inventarse el más temible perseguidor…
Hay tres características de las creencias (en el sentido estricto del término, no en el genérico) que las hace particularmente peligrosas. La primera es de tipo cognitivo, pues no hay forma de comprobar si lo que afirman es verdadero o falso (cuando la hay ya no son creencias, sino conocimientos científicos o ideas lógicas, unos y otras discutibles y modificables). La segunda es la carga emocional que el creyente deposita en ellas y que las hace adorables u odiosas, pero nunca afectivamente neutras. La tercera es que tienden a constituir el núcleo espiritual del grupo que las comparte y con ello se diferencia radicalmente de las comunidades vecinas de “infieles”, “extraños” o “bárbaros”. Esas tres notas juntas son las que explican la peligrosa tendencia de las creencias a transformarse primero en dogmas, después en fanatismo y por último (en el peor de los casos) en masacres. Ellas hacen que solo sea un verdadero creyente el que está dispuesto a morir (y sobre todo a matar) por la Causa.
Al abrir cada día el periódico tiene uno la impresión de que le va a salpicar la sangre derramada por algún verdadero creyente, aunque nunca se pueda pronosticar antes de abrirlo si el matarife de turno es de derechas o de izquierdas, místico o materialista, de los hunos o de los hotros (como escribía
Unamuno). Por eso sería bueno darse cuenta de que la más importante reforma educativa que deberíamos plantearnos no pasa, desde luego, por reforzar la enseñanza de la Religión Única y Verdadera (ni la de Rouco, ni la de Maduro, ni la de Ahmadineyad, ni la de Kim Jong-un), sino todo por lo contrario: por estimular el pensamiento crítico, el sano escepticismo, la discusión razonable y la ilustración laica, que son las únicas vacunas capaces de protegernos contra las sanguinarias seguridades de los auténticos creyentes.
José Lázaro,
La violencia de los creyentes, El País, 29/07/2013