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Andamos en estos días cerrando el inicio de curso en historia de la filosofía, discutiendo en clase las ideas de los presocráticos y del enfrentamiento entre Sócrates y los sofistas. Una tendencia habitual, siendo docentes, es echar balones fuera y plantear que los sofistas, hoy, se buscarían su propio hueco dentro del mundo de la política y el periodismo. Espacios en los que el lenguaje se vuelve dúctil y maleable, y es posible encontrarse con la transustanciación del lenguaje: palabras que significan hoy una cosa y mañana otra. Muertos que se sustituyen por daños colaterales, guerras que pasan a ser misiones de paz, y demás rarezas lingüísticas movidas por el interés. No obstante esta es solo una de las muchas formas de enfocar el asunto. Y no necesariamente la mejor: no hemos de olvidarnos de que la enseñanza era la ocupación fundamental de los sofistas. De manera que tampoco está de más hacer un poco de autocrítica y revisar cómo está el propio patio antes de ponerse a limpiar el de los demás. Los sofistas en el mundo educativo son como las meigas: haberlos haylos.
Sofistas particulares e incluso institucionales. Porque se hace difícil no entender como uno más de los sofistas a todo aquel que entienda la educación meramente como un negocio, una más de las profesiones al alcance de la mano para lograr el ansiado sueldo a fin de mes. Es este uno de los rasgos definitorios de los sofistas hace ya más de dos mil años: cobrar sumas nada despreciables por sus enseñanzas. Nadie trabaja en nuestros días por amor al arte, pero sí que hay una clara diferencia entre aquellos que entienden la enseñanza como una tarea vital o vocacional, y estos otros, que consideran a sus alumnos meras herramientas para ver cómo su cuenta corriente va nutriéndose convenientemente. Alguna vez oí decir por ahí que los profesores que no tienen vocación hacen daño al sistema educativo. A los que verdaderamente hacen daño es a todos sus alumnos, que tienen que soportar la circunstancia de que la persona en cuestión no fuera capaz de encontrar otro hueco en el mercado laboral. Sólo desde la sofistería se puede defender que sea lícito trabajar en la enseñanza por dinero. Situación que, por desgracia, no es tan excepcional como se pudiera pensar, y que a menudo viene acompañada de un recurso retórico bien curioso: quienes abanderan los “intereses de los alumnos” lo hacen a menudo para camuflar los suyos propios.
Con todo, no sólo en unos pocos docentes se abona la enseñanza sofista: hay instituciones creadas específicamente para ello. Porque los sofistas, no lo olvidemos, enseñaban a ser virtuoso, pero bajo una concepción bien particular de la virtud: éxito social, económico, político. De lo que se trataba ayer, como hoy para algunos, era de llegar lejos. Por eso todos estamos cansados de ver en televisión universidades que presumen de su grado de inserción laboral, o incluso del tipo de puesto al que se puede acceder si puedes permitirte pagar las astronómicas cifras de la matrícula. La cuestión no queda ahí: los colegios que crean modelos educativos para las elites sociales son el semillero de estas universidades. Esos colegios en los que no tienen cabida la mayoría de adolescentes de la sociedad, sea por insuficiencia económica o académica. Los que sacan pecho de educar con Ipad’s y estar a la última en cuestiones tecnológicas, entre otras cosas porque la propia tecnología, y la inversión que requiere, es utilizada como un factor de exclusión educativa. Los mismos que después sacan pecho, orgullosos, del tipo de alumno que sale de su centro, llamado a ser un número uno en su carrera correspondiente (claro está, para estos centros estudiar un ciclo formativo es algo propio de clases inferiores). Carreras que, necesariamente, han de ser las que tengan una mayor proyección social. Dobles titulaciones, ciencias políticas con asiento asegurado, medicina o las más diversas ingenierías. Sofistas de la enseñanza que logran engañar a quienes no conocen el mundo educativo desde dentro, pero que conviene ir desenmascarando.
Como el propio Aristóteles se ocupa de precisar, los jonios admitieron la causa material y la eficiente, Platón la formal, y la final fue barruntada por Anaxágoras. Pero ninguno percibió unitariamente la totalidad que representan. Una vez más, el Estagirita reelabora de modo original el pensamiento anterior a él, y lega un concepto –el de las cuatro causas- que la posteridad sigue aceptando sin el más mínimo retoque. No es posible retocar una noción impecable.«Causa primera llamamos a la substancia y a la esencia necesaria, pues el por qué se reduce en última instancia a la razón (logos). La segunda causa es la materia o fundamento. La tercera es la causa eficiente, esto es, el principio del movimiento. La cuarta es la causa opuesta a esta última, el objetivo que es el fin de cada generación y de cada devenir».
Sin embargo, esas substancias primeras observan una gradación en su theos o divinidad, de acuerdo con la proporción de materia y forma en ellas vigente. Si bien no hay —«en acto» o «actualmente»— una materia desprovista por completo de forma (un perfecto ápeiron o «caos»), sí hay una forma sin materia o con un mínimo de materia, que constituye para Aristóteles la substancia más «noble» y evidente a la vez. Esta forma sin materia es la inteligencia (nous), que atraviesa el mundo de parte a parte. Las cosas llevan la inteligencia dentro, pero su sutileza hace imposible retenerla en envoltura material alguna.«las substancias primeras son dioses, y lo divino abraza a la naturaleza entera. Todo lo demás ha sido añadido más tarde, para persuadir a la gente y para servir a las leyes y al interés común».