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Puede que desde el inicio de los tiempos haya ocurrido esto: hablar de violencia es hablar de cambio social. No importa un país u otro, ni el grado de desarrollo económico, social, político, educativo o cultural. Lo acabamos de vivir prácticamente retransmitido por televisión: la paralización de la construcción de un bulevar como consecuencia de varios días de enfrentamientos con la policía. Una vez iniciada la contienda, hubiera importado bien poco que las movilizaciones llegaran a buen puerto o no. Su triunfo temporal son fruto de la violencia callejera, en la misma medida que la continuación de las obras hubiera sido una muestra de la victoria de la violencia “oficial”, aquella que en un estado democrático se considera “legítima” (y pongámosle todas las comillas que queramos). Por si esto fuera poco, es frecuente que el conflicto no se desate pero precisamente por el miedo a las posibles consecuencias: la democracia no elimina la coacción de la sociedad, sino que la convierte en uno de sus pilares. Los individuos han de saber bien qué pueden o qué no pueden hacer, ateniéndose a las posibles consecuencias de sus acciones. De forma que hay una aparente estabilidad y equilibrio que esconde diversas situaciones de opresión o de injusticia. Todo se puede tapar bajo la manta del miedo.
Es esta una discusión que se ha planteado en clase más de una vez: ¿Es la violencia la única forma de lograr un cambio social o existen alternativas? Y es curioso que en esta pregunta suelen ponerse de acuerdo aquellos alumnos que se identifican con las ideologías extremistas. Hace ya algunos años había en clase quienes hablaban de la necesidad de “limpiar” la sociedad, y pensaban que había que adoptar medidas “duras”, incluso por parte de la población. Y también he compartido aula y charlas al respecto con alumnos convencidos de que la auténtica revolución de la clase trabajadora llegará el día que las acciones violentas se generalicen. Con el tono de broma que emana de una cierta impotencia, he escuchado más de una vez que clase que “esto se solucionaría solo a base de bombas”. Actitudes todas ellas que son minoritarias, pero que en según qué épocas van ganando una mayor adhesión. Este tiempo nuestro en el que las cosas se están poniendo difíciles es sin duda un buen semillero para que los partidarios de la violencia ganen adeptos. El paro, la miseria y el hambre comparten portadas con la corrupción política, el mangoneo y, sobre todo, con la pérdida de sentido de las instituciones que dicen representarnos.
El reciente caso de Gamonal tiene un hecho diferenciador: parece que la violencia ha recibido las bendiciones del poder público. Viendo las cosas desde el punto de vista de muchos vecinos, estarán ahora mismo contentos de que su reivindicación haya logrado sus objetivos. Sin embargo, más de uno y más de dos se sentirán abochornados por las imágenes del vandalismo, los altercados callejeros y los disturbios generalizados que se han podido ver en la última semana. Tanto es así, que ante el “contagio” de la violencia la plataforma vecinal se disolvió, desmarcándose de todas las actuaciones violentas que se estaban viviendo. Con todo, el dilema está totalmente planteado y es ineludible: ¿es consciente esta plataforma vecinal de que sin violencia sus reivindicaciones no hubieran sido atendidas por el ayuntamiento? Sería necesario analizar con serenidad cómo llega a instaurarse la violencia como el principal de los argumentos a esgrimir dentro de la discusión pública. Si la responsabilidad última recae en un ayuntamiento que no escucha a sus vecinos, o también en la cerrazón de los vecinos que por los motivos que fuera se niegan a atender a cambios en el barrio. La pregunta insoslayable que debieran plantearse unos y otros: ¿hubiera sido posible solucionar el conflicto sin utilizar la violencia? La respuesta pase quizás por cambios políticos y sociales. Ambos bandos deberían tener muy claro quién ha ganado en esta contienda: aquellos que entienden que la violencia es la única forma de cambiar la sociedad. Habrá que estar al tanto de los próximos meses, quizás terminemos dándoles la razón.
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