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Andábamos hoy comenzando con las ideas iniciales de la Crítica de la razón pura de Kant, una de las obras más citadas de la historia de la filosofía, aunque no por ello más leida. Llevados de la mano del autor alemán comparábamos la situación de la metafísica y de la ciencia: mientras que esta anda ya por el “seguro camino” del conocimiento, aquélla sigue aún perdida en sus preguntas iniciales. Llevados por ese incondicional amor hacia la filosofía, sus preguntas y respuestas, me decían los alumnos que, efectivamente, la filosofía es lo único que no ha progresado desde el inicio de la historia. Y me ponían dos ejemplos que merece la pena comentar por extenso, tratando así de ampliar el debate a través de esta bitácora. En su opinión, la política y el arte progresan, mientras que la filosofía está estancada. El progreso político, en su opinión, se veía claro por la tendencia a la democratización de los países (sin saberlo, algún alumno reformulaba las tesis del fin de la historia). Y en el arte nos topamos con un buen obstáculo en el camino: ¿Qué significa progresar en arte?
En opinión de los alumnos, el arte progresa porque consiste en una creatividad permanente, de manera que cada tiempo es capaz de superar al anterior y de aportar nuevas perspectivas, nuevas formas de desarrollar el arte del que se trate. Sin embargo, es un tema que, personalmente, no veo tan claro. Quizás llevados por esquemas casualmente hegelianos, encontramos que hay ciertas tendencias artísticas pendulares y cíclicas: de lo bello a lo feo, de lo sencillo a lo complejo, del orden al desorden, de la simetría a la asimetría. El arte bascula de unos a otros valores según las épocas, como lo hacen tantas y tantas cosas, desde la moda, a los turnos de poder pasando por los triunfos deportivos. Si este esquema es válido, ¿se puede hablar de “progreso” en el terreno del arte?
Discutíamos en clase, por ejemplo, la distancia que hay entre el arte clásico y el barroco, y surgía cierto escándalo cuando se me ocurrió calificar el arte barroco de “feo”. No sé si es el ejemplo más afortunado, pero podemos encontrar todos los que queramos: en su día Picasso, nada sospechoso de “clasicista” volvió la mirada al arte africano para, desde él, dar el salto al cubismo. No se puede negar que el arte progrese y cambie, que se transforme en cada época, pero es quizás un progreso muy similar al de la filosofía. Resuenan ecos del pasado vestidos con nuevas tonalidades. En nada se puede comparar esto al progreso científico, en el que las cuestiones solucionadas por una generación no necesariamente son revisadas por la siguiente. Hay un hecho distintivo que recuerdo de mis tiempos universitarios: el científico, para ponerse al día, no tiene por qué pasar por los procesos subjetivos que experimentó Newton o Einstein. Aquel que quiera vivir el arte, y en cierta forma la filosofía, ha de aproximarse mucho más a esa subjetividad que trató de dar rienda suelta a un proceso creador único, irremplazable. Esto hace que la ciencia progrese en un sentido muy distinto al que lo hace el arte o la propia filosofía.