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«Pero es el trabajo en sí mismo, no sólo bajo las condiciones actuales, sino en la medida en que su fin es el mero aumento de la riqueza, es el trabajo en sí mismo, digo yo, el que es dañino, contraproducente; esto se sigue, sin que lo sepa el economista nacional (Adam Smith), de sus propios desarrollos.»
Karl Marx, Manuscritos económico-filosóficos, 1844
Vuelta de vacaciones: toca retomar viejos temas pendientes y estábamos comentando los dilemas morales de la pasada Olimpiada Filosófica. El segundo de ellos hacía alusión a la libertad de expresión a través de Internet, y decía lo siguiente:
Mi ex-marido es gilipollas
En el año 2009, Esperanza recibe un curioso regalo por parte de sus amigas: una camiseta en la que se puede leer, textualmente, la siguiente frase: Mi exmarido es gilipollas. Con la risa del regalo, decide ponerse la camiseta y hacerse unas fotos, que no tarda en publicar en facebook. Sin embargo, estas fotos terminan llegando a la pantalla de su ex, que decide denunciarla por haberle causado daño moral. En el año 2012 llega la primera sentencia del juicio que condena a Esperanza a pagar a su marido la cantidad de 1000 euros en concepto de indemnización.
Preguntas a resolver: ¿Es condenable la publicación de esas fotos en una red social? ¿Aumenta la red nuestra libertad de expresión o la disminuye, al estar expuestos y vigilados las 24 horas del día?
Para empezar, no quiero dejar de comentar uno de los argumentos empleados por los alumnos presentes: ambos equipos consideraban que publicar este tipo de fotos no debía ni siquiera denunciarse. Y el argumento principal era bien curioso: al tratarse de una camiseta ready-made, el palabro inglés es propio, no era un insulto dirigido a una persona, sino a todo un colectivo, por lo que el ex-marido no tenía por qué sentirse aludido. Igualmente, se dijo, la camiseta era un regalo con un tono claramente humorístico, y a nadie se le pasa por la cabeza denunciar a otra persona simplemente porque le gaste una broma. Más aún: estamos acostumbrados a ver insultos bastante más graves todos los días, tanto en la televisión como en la prensa o la radio, y sin embargo nadie pone denuncias por minucias tan insignificantes. Aparecía también un argumento basado en hechos consumados: basta darse un paseo por foros de la red o por redes sociales como tuenti, twitter o facebook para encontrar insultos mucho más graves que nunca, o en rara ocasión, terminan en denuncia. Por aquí iba, en líneas generales, el argumentario de los finalistas.
Ciertamente algunas de sus razones sonaron realmente chocantes. Eso de “insultar colectivos” resulta muy llamativo pues parece suponer que los colectivos no están integrados por personas. Allí mismo apareció el ejemplo: cuál sería la reacción social si un profesor acude a clase con una camiseta en la que se pueda leer “mis alumnos son gilipollas”. Y nos vale también el ejemplo opuesto: no creo que toleráramos que un alumno luciera sonriente el lema “los profesores son gilipollas”. En la vida real molestaría y resultaría una ofensa, y se me hace difícil entender por qué en facebook o twitter deja de serlo. Tenemos, por otro lado, un problema de diferenciación de contextos: decir “mi ex-marido es gilipollas” en una conversación de café no resulta punible ni denunciable. Sin embargo, volcarlo en la red parece ya harina de otro costal. Independientemente de que estemos acostumbrados o no a ver insultos más graves, contra los que quizás habría que actuar con mayor contundencia. En este sentido, ese patio de vecinos global que es la red puede suponer incluso una merma a la libertad de expresión: si publicas en la red nunca sabes quién puede llegar a leerlo. A medio o largo plazo, podría extenderse incluso la autocensura: dejamos de escribir esto o aquello, no vaya a resultar ofensivo. Dicho en otras palabras: si esto de Internet va a servir para generalizar o legitimar el insulto y la descalificación gratuita, mal vamos. La libertad de expresión merece la pena cuando se tiene algo que expresar, y si se puede hacer de una forma respetuosa. Lo demás, es camuflar de mil maneras la mala baba que acompaña al ser humano.