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Soren Kierkegard |
Para lo que a nosotros atañe en este contexto, los efectos de las drogas psicotrópicas muestran hasta qué punto nuestras ideas y representaciones principales están determinadas en el nivel molecular por factores que escapan a un programa o a una decisión que pueda calificarse como tomada libremente. La influencia del cuerpo y el medio en que el cuerpo actúa es fundamental para explicar la mayoría de nuestras decisiones. Véase si no el pasaje en que
Friedrich Engels advierte a su colega
Karl Marx de la necesidad de corregir cierta sección de
Das Kapital cuya sintaxis, a juicio de
Engels, mostraba muy claramente los efectos de los trastornos hepáticobiliares que padecía su amigo y colaborador. Vivimos en una época en la que la racionalidad técnica comúnmente llamada “ciencia” descubre, día sí, día no, una nueva prueba de nuestra dependencia absoluta de la condición natural, la cual opera, como hemos observado, o bien a través de cataclismos imprevisibles o bien por la acción de ínfimas e invisibles moléculas que actúan sobre la mente y el cuerpo en el nivel microcelular y determinan nuestros rasgos, inclinaciones, elecciones, costumbres, aficiones, gustos, ya sea por la alimentación o por las drogas o por nuestra dotación genética, además de la propia influencia del medio natural. En suma, que la afirmación moderna y rousseauniana de la libertad individual parece seriamente amenazada de anacronismo. ¿De qué libertad hablamos si, hechos que parecen tan aleatorios e imprevisibles como pueden ser el enamoramiento, sostiene la ciencia que son efecto de la inhalación de feromonas?
La llamada “cultura de las drogas” ha mostrado que:
a) la experiencia ordinaria sobre la que se estructura y organiza la racionalidad corriente es solo una de las posibles experiencias que un individuo sensible y razonable puede experimentar.
b) la experiencia está determinada por agentes que pueden estar bajo el control del sujeto tanto como si no. Por ejemplo, puedo decidir si me emborracho o no, o si tomo una pastilla para dormir, pero no puedo decidir cuándo me pondré ebrio o si me dormiré, ni siquiera puedo saber con certeza si llegaré a cumplir cualquiera de esos objetivos. O sea que mi autonomía individual se limita a los estados racionalizables pero no a todos los estados en que la razón actúa, todos los estados pensables, sino que hay unos –que
Jon Elster denomina “esencialmente sub-productos”– donde nunca soy del todo libre.
Una parte importante de la reflexión filosófica ha dado la espalda a esta evidencia y ha permanecido aferrada a prejuicios liberales que remontan a los tiempos de Robespierre. La idea de la libertad y de la responsabilidad política y moral de un individuo es un concepto nacido de las ideologías de la emancipación promovidas por los filósofos ilustrados durante su larga lucha contra la hegemonía de las Iglesias católica y protestante; pero es hora de que los hallazgos de las investigaciones técnicas cuadren con nuestra autoconsciencia y nuestra autorrepresentación y que, de una vez por todas, se reconozca que la libertad de los ilustrados, pensada como alternativa secularizada del libre albedrío, no existe, nunca ha tenido lugar, no es un acontecimiento del mundo.
Ahora bien, es a todas luces evidente que, pese a que mi cuerpo (el soma y ese misterioso epifenómeno llamado “consciencia”) no tiene ni decisión ni voluntad capaces de trascender o de imponerse al mandato de la química que gobierna sus impulsos y lo mantiene vivo y en interacción con el mundo, es (y sobre todo se siente) libre en infinidad de situaciones: en la elección de una pareja (no así en la elección de un[a] compañero[a] para el apareamiento), en la decisión de vivir o de morir, en la apropiación de un objeto o en el acto de desprendernos de él, en el dar forma o contenido a un escrito o a una obra de arte o en el momento de escoger un color o de establecer diferencias entre tiempos, etcétera. En cambio, no es libre de soñar o de olvidar, como tampoco de imponerse sobre sus propios recuerdos o de administrar sus instintos. Por riguroso que sea, ningún programa libertario nos pondrá a cubierto de los celos, la envidia, la lujuria o la desesperación.
Sin embargo, si bien la pequeña libertad de que un individuo goza o sufre debería bastar para que le sean salvaguardados sus derechos, la libertad de la que se habla en la politología y en la llamada filosofía política, es un sucedáneo de la ideología y de algún programa ideológico correspondiente y, por lo tanto, está histórica y cronológicamente determinada. Es palmario que durante milenios la libertad no fue tema de reflexión para nadie, y en cambio nosotros, a diferencia de lo que hacían –desde luego, con mayor prudencia– los antiguos, hemos extendido el dominio discursivo del concepto hasta límites insólitos y de forma ilegítima lo aplicamos a pueblos, lenguas, tribus, comarcas, religiones, comunidades, etcétera. Llegamos incluso a extenderlo al reino animal: véase si no esa fórmula absurda: “Animales en libertad”.
Sin duda la libertad puede aspirar a tener rango de derecho pero solo de un individuo que, además, sea capaz de pensarla.
La racionalidad técnica no nos suministra una idea de la libertad como derecho inalienable sino como un estado subsidiario e imaginario. En su experiencia tiene lugar una ilusión y asimismo lo recordaba, en cuanto tenía ocasión,
Claude Lévi-Strauss: ilusión que alimenta nuestras empresas, sirve para construir totalidades sistémicas conceptuales, para elaborar la materia del derecho, las ideas acerca de la literatura y el arte y los modelos de la conducta éticamente convalidada: la familia, la obligación ante la ley, la economía y el trabajo, la vocación propia y, de un tiempo a esta parte, incluso el “género” al que queremos adscribir nuestros códigos de vida. Pero por animado que sea este festival de liberalidades autoasumidas no basta para ocultar que, muy probablemente, cada una de nuestras acciones está determinada. La ilusión crece a la sombra de una limitación que también es natural puesto que nunca estaremos en condiciones de reconstruir las series causales que nos determinan y, en cambio, parece claro que estamos condenados a repetirlas. Ya observaba
Kant, en uno de sus escritos de madurez, que si bien la decisión de casarse y la fecha de la boda eran absolutamente libres, las estadísticas demostraban que la tasa de los matrimonios y los periodos escogidos por los esponsales para celebrar la ceremonia se mantenían siempre iguales, año tras año.
La técnica ha dado la razón a los estoicos que, como es sabido, eran deterministas; lo que no les impidió sentar las bases para el moderno concepto de la libertad individual al incorporar la intimidad y el sentido íntimo al campo de la reflexión filosófica.
Destino y carácter, azar y necesidad, determinismo y libertad, no parece que hayamos avanzado gran cosa en la solución de estas antinomias. O quizá sí, pero sobre todo en el conocimiento de que esta ilusión es una pequeña fractura en medio de los grandes cataclismos cósmicos y
meteora y de la constante actividad de las moléculas que forman los tejidos y los órganos del cuerpo.
Hago salvedad de que algunos rechazan el determinismo invocando ese caos que, dícese, tiene lugar en el nivel cuántico de la materia, donde no hay hechos sino la probabilidad estadística de hechos y donde tanto da que hablemos de una causalidad libremente autodeterminada como de una determinación libre y, por lo tanto, imprevisible. Ahora bien, no cabe hacer filosofía con los
quanta, sino que se trata de abordar esa fractura, la libertad, como lo que es: la ficción de un avatar que escapa al determinismo natural.
Quien mejor retrató el registro de esa fractura en el orden de lo dado y escrito (
fatum) fue
Søren Kierkegaard, pese a que su obra está inscrita en plena eclosión del romanticismo.
Kierkegaard no pensó en la libertad como dada a un ser prometeico sino que concibió un personaje enigmático que desnaturaliza (nunca mejor dicho) el contexto de su propio deseo y la acción correspondiente, haciéndolos auténticamente libres. Este personaje es el Seductor y su programa libertario está desarrollado en el célebre
Diario, minucioso programa de seducción que se sobrepone al deseo de un objeto y que
Kierkegaard describe como una operación reflexiva sustraída al mandato de la naturaleza. Lo mismo que algún otro personaje literario –el Tristam Shandy de Lawrence Sterne o el Markheim de R. L. Stevenson– el Seductor es uno que busca con afán despojarse de sí mismo, lo que equivale a desentrañarse de su condición natural determinada. Para ello trama una acción ajena a toda voluntad de posesión y, a la postre, libre de otra finalidad que la de ser ella misma de tal modo que su libertad empieza por la gestión de su goce. No goza como un individuo determinado, como un agente a merced de las moléculas sino que lo hace libremente, inventando –si cabe hablar así– una libertad propia:
El espíritu poético era ese “plus” que él mismo agregaba a la realidad. Ese “plus” era lo poético que él gozaba en una situación poética de la realidad; y volviendo a invocarla en forma de imaginación poética, gozaba de ella por segunda vez; de modo que así, en toda su existencia, él sabía sacar partido del placer. En el primer caso gozaba del objeto estético; en el segundo, gozaba estéticamente su propio ser (Kierkegaard,
Diario, 9).
Apunto aquí la deliberada y característica redundancia en la prosa de
Kierkegaard: “El
plus era lo poético que él gozaba en una situación poética de la realidad”. La libertad no solo es algo que se sustrae al determinismo natural sino más bien lo contrario, una sobredeterminación, algo que el sujeto agrega a su condición, un plus de causalidad por medio del cual la consciencia se autopone como emancipada y goza con ello.
¿De qué naturaleza es ese objeto de goce que no está ahí en el mundo, como cosa, sino como atributo de una situación y que nunca sale de la acción misma? Está, por decirlo así,
puesto, libremente dispuesto para el goce del Seductor y es con relación a ese objeto –que solo puede ser imaginario– por lo que el sujeto puede permitirse ser y pensarse libre. Cuando hablamos de esa libertad, solo podemos entenderla como
libertad segunda, no porque venga después o subsidiariamente respecto de otra libertad, más fundamental o primigenia, sino porque es siempre y consecuentemente inventada, o sea, ilusoria. En suma: solo puede tener lugar como representación.
El propio
Kierkegaard viene a ayudarnos a comprender la cualidad de esta libertad que llamo “segunda”. En
Diapsálmata escribe a propósito del placer:
El verdadero placer no está en lo que se goza, sino en la representación correspondiente. Si cuando le pido un vaso de agua al criado, este, movido por el espíritu más servicial, me trajese deliciosamente mezclados en una copa los vinos más caros del mundo, lo despediría enseguida y no lo volvería a admitir hasta que aprendiera que el placer no está en lo que yo goce, sino en que se haga mi voluntad (
Kierkegaard,
Diapsálmata, 71).
Anótese lo principal: que el placer (que es goce) no está en la apropiación del objeto, que necesariamente está ligado a las condiciones de cualquier determinación, sino en la mera representación del objeto para ese goce. Contra la célebre alegoría de la Caverna,
Kierkegaard sitúa el goce, que es lo que necesariamente escapa a la determinación, en el mundo de las apariencias, mundo segundo, “mundo al lado del mundo” como lo llamaba
Nietzsche, el único en que un individuo puede pensar en reconocerse como libre.
Y en segundo lugar, el comentario final de
Kierkegaard permite desprendernos de la antinomia entre el libre albedrío y la determinación natural al tiempo que concibe una nueva función para la condición de pensarse (ilusoriamente) libre que es propia de la experiencia legada por el espíritu moderno: el retorno a sí del goce, como gozar del goce, para lo cual el individuo siempre estará
libre de optar: especie de libertad segunda cuyo contenido, naturaleza o esencia –como se prefiera llamarla– no es otra que el que
se haga nuestra voluntad. O sea pues que la libertad del Seductor de
Kierkegaardno es una liberación ni el sobrepasamiento del límite de lo que nos es deparado todo el tiempo sino algo semejante a la realización de uno mismo, voluntad de poder consumada que trasciende el marco simple del deseo, tal como también pensó
Nietzsche para la vida de su
Übermensch.
Esta libertad segunda es por consiguiente una libertad
en las apariencias y solo puede darse en la experiencia del arte, en la vida de los sentimientos y en la esfera del deseo puro, única condición, por fuerza ilusoria, desde la cual abordar como accidentes que somos –nuestra consciencia, nuestra finitud, no son más que accidentes en la materia– eso que está ahí y que nunca lograremos conocer del todo.
Enrique Lynch,
La libertad segunda, Claves de Razón Práctica nº 234, Mayo/Junio 2014
[Ponencia presentada en las Jornadas de Filosofía:
Sobre la libertad, Facultad de Filosofía, Universidad de Barcelona, el 16 de octubre de 2013].