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Alguna vez me he topado con la no sé si filosófica cuestión de la fórmula uno y su inclusión, o no, en la categoría de “deporte”. Es una de esas cuestiones aparentemente irrelevantes, pero capaces de despertar auténticos enfrentamientos. No en vano, por debajo de todos los argumentos laten dos actitudes: la de aquellos que disfrutan con las carreras, frente a la de los que se aburren soberanamente cada vez que el ruido de un motor revolucionado suena en la televisión. Es inevitable que en medio de todas estas discusiones no terminen aflorando los dos componentes esenciales del asunto: el hombre y la máquina. De eso va precisamente la película que comentamos hoy: de dos formas de entender el automovilismo mucho antes de que este se convirtiera en un espectáculo de masas. Toda la película gira en torno a una rivalidad mítica entre los aficionados: la de Niki Lauda y James Hunt. Ambos se presentan en la trama como representantes de formas también antagónicas de comprender su oficio: la razón frente a la pasión.
No sé si los seguidores de la F1 podrán encontrar paralelismos en las competiciones actuales, pero Lauda es un tipo obsesionado con los asuntos técnicos. Quitarle peso a un coche puede ser un motivo más que suficiente para ganar un campeonato del mundo. No importa entonces lo buen piloto que se sea, sino más bien todo lo que se haya calculado previamente: desde la aerodinámica al consumo de combustible o la carga del mismo. Correr en un coche es entonces una cuestión de ingeniería. Ganará las carreras, en consecuencia, quien más se acerque a la máquina, a un modo mecánico de plantear las carreras en las que todo viene marcado de antemano: las maniobras, los trazados, las frenadas. Absolutamente todo. Nada queda al antojo de la improvisación. Algo que, por cierto, no es exclusivo de la F1, sino que se va extendiendo a otros deportes. Los entrenadores cuentan hoy con potentes aplicaciones para dibujar tácticas, y la estadística, esa ciencia tan exacta como imprecisa sin una buena interpretación, es una herramienta obligada en todo análisis deportivo. Esa obsesión por el número que puede echarse a perder si el más mínimo detalle se sale de lo planeado: si llueve antes de lo previsto, o si finalmente a las nubes les da por guardarse el agua y has sacado neumáticos de lluvia.
Toda tesis tiene su antítesis. Así ocurrió en la rivalidad entre Lauda y Hunt, y así se puede ver también en la película. Otra forma de vivir el automovilismo y el deporte en general es la del instinto, la pasión, el sentimiento y, por qué no decirlo, la imprudencia. Esa que nos puede llevar a correr en condiciones que terminan poniendo en peligro nuestra vida. Esa que nos lleva a adelantar en la curva más peligrosa, arriesgándolo todo y confiando en que el otro se acobarde y levante el pie. Para salvarse a sí mismo, pero también para perder la carrera. Igual que ocurre con la vida, a veces el deporte no es número, técnica o mecanismo, sino pura irracionalidad. Correr por el puro placer de sentir la adrenalina disparada y de sentir que las posibilidades de morir se equiparan a las de seguir viviendo. Y parece que al final hay que elegir: que el técnico tiende a ser conservador y que el apasionado orina encima de la técnica, llevado por la vieja hybris del ganador, seguro de que todo depende de cuánto estamos dispuestos a arriesgar. Cuánto podemos sufrir durante la partida, cuánto riesgo podemos asumir. Dos estilos de jugar, que son también dos estilos de vida. Como si Nietzsche y Descartes se miraran desafiantes de soslayo, agarrados a un volante en medio de un ruido ensordecedor y con un semáforo a punto de ponerse en verde.