Jean-Pierre Vernant |
En Democracia antigua y moderna, Moses I. Finley escribe “Fueron los griegos, después de todo, quienes descubrieron no sólo la democracia sino también la política, el arte de tomar decisiones por medio de la discusión pública y después el de obedecer esas decisiones como una condición necesaria para una sociedad civilizada”[1]. Nuestro principal acuerdo con Finley deja aún abiertos varios caminos de investigación. Primero que nada, respecto a la fecha. Si bien la institución de la democracia puede ser localizada y fechada más o menos fácilmente, ¿en qué momento puede ser situada la emergencia de “la política”?; ¿estamos hablando de las ciudades en Grecia de los siglos VII y VI? o ¿aún anteriores? Van Effenterre considera que puede detectar rastros arqueológicos de ello (una plaza pública) en el mundo Creto-Micénico. De un momento anterior, entonces, y acaso de otro lugar: Marc Abéles, en Le Lieu du politique (1983), nota su presencia en el Sudoeste de Etiopía, alrededor del Ochollo, con la existencia de plazas públicas, asambleas, formas de ciudadanía. Tal vez haya, pues, en ciertas comunidades humanas, algunos aspectos de la política. Pero el caso griego es particular porque allí la política adquiere una forma más bien densa, organizada y concisa que domina el campo social por entero e imprime su sello sobre éste. Las razones, que son de carácter histórico, son muchas y están situadas en una variedad de niveles. Es su convergencia lo que ha llevado a aquello que hemos llamado polis, la ciudad-Estado.
Hay, en mi opinión, una condición previa a la invención de la polis. Aunque esta condición se encuentra aún por ser adecuadamente analizada, creo que es esencial. Tiene que ver con la manera en que, en el amanecer de la ciudad (s. VIII antes C.), los griegos concebían la soberanía; cómo se representaban, en términos de sus tradiciones, las relaciones entre el poder y el orden social, entre el rey y el grupo humano sujeto a él.
En Indo-European Language and Society (1969/1973) de Émile Benveniste, el autor nota la diferencia, por una parte, entre la realeza indoeuropea (el rex latino, el raj hindú) y, por la otra, la realeza griega. Para la noción indoeuropea de soberanía, el énfasis está en la función sagrada más que en la fuerza guerrera; el rey es menos político que religioso. Su misión no es ordenar, ejercer algún grado de poder, sino fijar las leyes, determinar qué está bien. Comparte más en común con un sacerdote que con un jefe. En Grecia, por el contrario, el rey es definido como despotes, aquél cuya fuerza es tal que dispone a su arbitrio de quienes están sujetos a su autoridad. Aristóteles habrá de decir que el rey establece sobre sus subordinados la misma relación de completa dominación que un jefe de familia sobre sus hijos o el hombre libre sobre sus esclavos.
A estos señalamientos de Benveniste deben agregarse aquellos de Haudricourt, quien contrasta las funciones reales del soberano entre los pueblos que son “jardineros”, como fue el caso de la antigua China, y los pueblos “pastoriles” dedicados en lo importante a la cría de animales, como los griegos en la edad homérica. Entre los primeros, el mejor rey es quien no hace nada; desde su persona irradia un orden social en el que cada individuo se desarrolla espontáneamente de acuerdo a su propia naturaleza en el lugar que le corresponde. La acción real adopta siempre una forma “indirecta y negativa”, la de remover los obstáculos, despejar el terreno, irrigar la tierra, pero de ninguna manera impone limitaciones. La domesticación de los animales, en cambio, conduce a los pueblos pastoriles a concebir las relaciones del rey con sus súbditos según el modelo de dominación ejercido por el pastor sobre su rebaño. El rey es “pastor de pueblos”, poimen laon como la Ilíada formula más de 40 veces y más de 10 la Odisea.
La soberanía está por lo tanto íntimamente relacionada, en la mente de los antiguos griegos, con la idea delkratos, el poder de dominación, y de la bia, la violencia brutal. Podemos recurrir a un par de ejemplos para entender lo que implica esta concepción. La Teogonía de Hesíodo (s. VII antes C.) es un extenso poema que cuenta cómo Zeus, una vez ascendido a rey de los dioses y soberano del mundo, estableció para siempre un orden cósmico inmutable. Para existir y subsistir, este orden tuvo que ser fundado, instituido, por la iniciativa de un monarca que estaba determinado a asegurar su pervivencia. En relación con el orden, el poder aparece primero. Zeus es rey porque sabía cómo subyugar por su fuerza y sus brazos a sus enemigos, bie kai chersi damasas, puesto que los Olímpicos, alineados tras él, habían conseguido “acabar por la fuerza su conflicto con los Titanes”. El acceso a la soberanía, que se gana por la victoria en un concurso de fuerza, se distingue a sí mismo por la presencia continua, al lado de Zeus, de dos personajes de origen titánico, los hijos de la Estigia: asignados a la persona del soberano, ellos siempre permanecen cerca de su trono, rodeándolo por ambos lados a cada paso que da. Sus nombres dan cuenta claramente de lo que son: Kratos y Bia; Dominación y Violencia.
Otro ejemplo. En el Prometeo encadenado de Ésquilo, Zeus encarna la soberanía absoluta. La pompa asociada a su supremacía son los grilletes, el yugo, las cadenas, la brida, el látigo y la aguijada. Zeus gobierna sin restricción; él retiene la justicia y ordena según su arbitrio. Cada ser, sea divino o humano, ha recibido de él un lote que lo define y lo limita. Lo que le corresponde a Zeus no es estar bajo las condiciones de esta repartición ineluctable; en lugar de estar sujeto a esta repartición, solamente él la pone en efecto para todos y cada uno reinando sobre todos como señor absoluto.
Para una sociedad humana que comparte esta concepción tan particular y “positiva” de la soberanía, el problema no será definir qué fundamenta y consagra la condición del rey o qué justifica la propia sumisión a su persona, sino qué es aquello que le permitirá “neutralizar” este poder eminente que ejerce sobre los otros. Los modos en que dicha neutralización puede ser llevada a cabo son los que habrían de llevar a la emergencia del estrato político.
En griego, tres términos se usan para expresar la palabra “rey”. El primero, anax, es del mundo micénico, entre el 1450 y el 1200 ante para nombrar la persona que, desde su palacio y con la ayuda de sus escribas, domina todo el quehacer social, económico, bélico y religioso de su reino. Anax es un término absoluto: se es o no anax. En la época homérica (s. VIII antes C.), la palabra anax pierde su brillo y se convierte en un lugar común. Fue entonces cuando al rey se lo designó como basileus, pero la palabra incluye una forma comparativa; se puede ser más rey –o real- que otro y menos que un tercero, basileuteros. A su vez, uno puede ser más rey que todos los demás, en el grado superlativo, basileutatos, como era el caso de Agamenón. Conduciendo la expedición de los aqueos contra los troyanos no había un solo soberano sino muchos reyes, personajes reales, que lideraban sus respectivos frentes; tenían su propia independencia -en el sentido de autonomía según Tucídides-[2] y se consideraban iguales entre ellos. Formaban pues una élite, los aristoi, los mejores, definidos por su valor superior en el combate, su gallardía guerrera, o bien por su consejo sabio en la asamblea. La fuerza de los brazos contaba, pero no menos que la prudencia al hablar. Cuando el ejército estaba reunido con sus miembros en asamblea formaba un círculo y abría en su centro un espacio vacío, uno común a todos, hacia el cual cada participante, si estaba cualificado como uno de los aristoi, avanzaba y permanecía mese agora, en mitad de la asamblea, y tomaba en su mano, bajo su turno, el sceptron, aquél báculo símbolo de soberanía que ya había adquirido un carácter colectivo, y entonces hablaba como deseaba hablar. En este meson, este espacio común y público, ante la mirada y el poder de todos, Aquiles vació su corazón y desbordó su inconformidad contra el rey de reyes, hablando con completa franqueza y sin recelo, tratando a Agamenón como inferior a la ley.
El tercer término, tyrannos, que en principio era un sinónimo de basileus, pasó después a asumir ciertos valores negativos de la soberanía y, al empezar el s. V a. C., llegó a designar al monarca que no conoce límites ni otra norma que su capricho, y está dispuesto a cometer crímenes abyectos por sólo el poder: si el deseo se apodera de él dormiría con su madre, mataría a su padre y se comería a sus propios hijos. Él es el tipo de individuo cuya condición fuera de la norma lo excluye tanto de la ciudad como del género humano.
Para el grupo de personas que se consideran a sí mismos como iguales (grupo que continuaría creciendo hasta abarcar a todos los ciudadanos), neutralizar el poder significa situar a kratos en el centro, para así despersonalizarlo y disponerlo a lo común para que cada uno comparta una parte sin que nadie sea capaz de apropiárselo para sí.
Esto es lo que hizo Demonaco en Cyrene alrededor del 550 cuando el oráculo de Delfos le encargó la tarea de establecer una nueva constitución. Le dejó al rey Batto tierras y honores sacerdotales, pero “todo lo demás que el rey poseía, lo puso en el centro de la gente” (es meson to demo etheke, Heródoto 4, 161).
Es también lo que hizo Cadmo en Cos al inicio del s. V a. C.. “Él recibió de su padre una tiranía bien establecida; pero, de su propia voluntad y sin nada que lo amenazara sino obedeciendo su sentido de justicia, colocó el poder en el centro de la gente de Cos” (es meson katatheis ten archen, Heródoto 7, 164).
En el 522 en Samos, el poder, kratos, estaba en las manos de Meandrio. Antes de morir, el tirano Polícrates se lo había heredado. ¿Qué dijo a sus conciudadanos? “Como vosotros sabéis, a mí me han sido conferidos el báculo y todo el poder de Polícrates; hoy se me ha dado la ocasión de reinar sobre vosotros. Pero yo he de evitar aquello que reprocho en otros, puesto que Polícrates no tuvo mi simpatía cuando reinaba como dueño sobre hombres que eran similares a él (despozon homoion eouto). Colocando el poder en el centro, yo proclamo para ustedes isonomia, igualdad ante la ley, (es meso ten archen titheis isonomien hymin proargoreuo) y les reconozco su libertad” (Heródoto 3.142).
Alojar al poder en el centro significó que las decisiones de interés común iban a ser hechas al final de un debate público en el cual cada persona pudiera intervenir, y que la ejecución de dicha decisión sería realizada por la ciudadanía en general: por turnos llegaban al centro para ocuparlo y después retirarse del cargo de las varias magistraturas en tanto que la ley, nomos, y la justicia, dike, reocupaban el lugar en favor de la soberanía. No existe otro rey que la ley común: nomos basileus.
Semejante neutralización del poder implica también que éste haya perdido su carácter sagrado, y que el interés común del grupo, asuntos humanos, deben ser tratados como un dominio que pertenece, a través del debate, al análisis intelectual, la experiencia razonada y la reflexión positiva. Tenemos evidencia de que a principios del s. VI a. C. hubo formas de pensamiento que pusieron las controversias y las decisiones políticas a pie de igualdad con intentos de racionalización.
Cuando, al borde de la guerra civil, Atenas encomendó a Solón el arcontado entre 594-3 para que pudiera reconciliar a la ciudad consigo misma siendo el árbitro de los conflictos, este hombre de estado que se ganó reconocimiento también como poeta y sabio, explicó en sus elegías que rehusó actuar por la fuerza de la tiranía, tyrannidos bie. En cambio, actuó por la fuerza de la ley, kratein nomou, ajustando a la justicia la fuerza, bie a dike, y viceversa.
Kratos nomou, el poder de la ley. Aquí la ley es común a todos, conocida por todos, humana aún cuando tiene un valor de soberanía. Escuchemos de nuevo a Solón: “La nieve y el granizo vienen de la nube, y el trueno procede de la luz brillante del rayo, pero es por sus propios hombres eminentes que la ciudad es destruida; es la ignorancia la que lleva al pueblo, demos, a la esclavitud de la monarchia, el poder de uno solo”.
Alojar al poder en el centro, colocarlo entre lo común, es también desnudarlo de su aura de misterio, arrancarlo del reino de lo secreto para convertirlo en objeto de pensamiento y de debate público. La palabra politeia puede aplicarse a las varias formas de constitución que uno tuviera que definir, clasificar y comparar entre sí, y también aquellas que pueden ser imaginadas, construidas mentalmente esbozando la imagen de una ciudad ideal. Por lo tanto, no le basta a lo político simplemente existir en prácticas institucionales: devino “autoconsciente” gracias a un grupo de personas unidas en una comunidad, dándole a la vida colectiva su carácter propiamente humano.
Jean-Pierre Vernant, El nacimiento de lo político, Artillería Inmanente, 30/07/2014
Jean-Pierre Vernant (1914-2007) filósofo, historiador y Profesor Emérito del Colegio de Francia; autor de una amplia bibliografía sobre la historia y la cultura de Grecia.
Traducción: David Noriade la versión inglesa de David Ames Curtis.
[1] FINLEY, M. I. Democracy Ancient and Modern, Hogarth Press, London, 1973.
[2] Cf. nota 936 de Historia de la Guerra del Peloponeso, I, Gredos. “Autonomía, un importante término de derecho internacional de discutido significado, no quiere decir “independencia completa”, concepto que se expresa con el término eleuthería. La palabra autonomía tiene un trasfondo de dependencia; es una independencia imperfecta ya que depende del poder constituyente de otro estado; el estado autónomo no es señor absoluto de su política, sino que está dentro de las esfera de influencia de una potencia (…).” N. d. T.