Se lo ha tratado de misógino y de misántropo, pero en realidad era algo peor. A él le sería aplicable aquel insulto que inventaron los demócratas de Atenas para perseguir a todo aquel que les caía gordo: "misodemos". Él no veía en las personas -en usted y en mi, amigo lector- más que productos de serie. Por eso mismo, al salir de casa, junto con el sombrero en la cabeza y el bastón en la mano, se colocaba en la memoria una sentencia que sabía que sería incapaz de cumplir: "¡Sé tolerante; es un maldito deber!”.
Estoy hablando de Arthur Schopenhauer, claro. Comenzó a ser filósofo cuando, en vez de salir a luchar contra Napoleón, como hacían los jóvenes alemanes de su generación, se encerró a combatir a brazo partido contra el principio de razón suficiente. Acabó escribiendo un libro que le llevó ilusionado a su madre (cuando aún se hablaba con ella). Tenía un título digno de su autor: Sobre la cuádruple raíz del principio de razón suficiente. Al cogerlo en sus manos, su madre, una escritora famosa, amiga de Goethe, le dijo: “debe tratarse de algo para boticarios”. Arthur le respondió: "Será leído todavía cuando no quede en el trastero ni uno solo de tus escritos".
“Nada hay que delate menos conocimiento de los asuntos humanos -escribió- que argüir como prueba del mérito y la valía de un ser humano el que tenga muchos amigos: ¡Como si los hombres entregasen la amistad en función del mérito y la valía! ¡Como si no se comportasen igual que los perros, que aman al que los acaricia y les da mendrugos y ya no se preocupan de nada más! Tendrá amigos el que mejor sepa acariciar, aunque se trate de la fiera más abominable.” Él no tenía amigos y la explicación que se daba a sí mismo era para él una razón suficiente: “No tengo amigos porque ninguno es digno de mi”
En cierta ocasión fue a visitar el invernadero de Dresde, y aquel hombre que veía en los humanos seres fabricados en serie y que cuando se enfadaba con su perro, Atman, le gritaba "¡Humano, más que humano!", se quedó paralizado ante la belleza de las plantas. Su reacción no le pasó desapercibida al vigilante del jardín, que se le acercó y le preguntó quién era. "¿Quién soy yo? -le contestó Schopenhauer- ¡Ah, si usted me pudiese decir quién soy, yo le estaría muy agradecido!”.