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No es cansancio de la edad lo que Pepe Carvalho padece, el detective inventado por Vázquez Montalbán, sino una pérdida, a medias resuelta por su afán gastronómico. La cocina es el lastre que lo mantiene cerca del mundo, cuando éste se ha convertido en materia ciega, cuando se ha perdido el lenguaje y la praxis revolucionaria. Resta entonces devorar como un rito exquisito, o cocinar, aunque luego haya de tirar el plato a la basura. Es notorio que tras el despojo metafísico se imponga, además de la cocina, la sistemática quema de los propios libros, reflejos del empeño intelectual no ya de transformar, sino de comprender el mundo. O el comprender transformando. Es a ese comprender como forma de la lucha, a lo que Carvalho ha renunciado, porque las palabras y todo lo demás han devenido en un cúmulo de desatinos o dicho de otra forma, una vanidad de vanidades.
Es el pesimismo de un decepcionado Eclesiastés el que ahora rige la vida y andanzas del detective, venido a menos, enflaquecido para saciar su apetito más primario con el refinamiento de la cocina. La pérdida hemos dicho, pero también la renuncia. Carvalho es un monje laico y ateo, que se reduce a posta, sin mayor ilusión que sus platos o la quema ordenada, persistente y descastada de los libros. Su dios material son las viandas en las que se esmera, entendiendo la vida como oración de los sentidos.
Carvalho añora, en una suave melancolía de cincuentón, pero sabe que añora en falso, ya que ni es posible ni deseable una vuelta a los inicios. En Milenio Carvalho se intenta despejar la profundidad de estas veleidades y superficialidades, no ya con la cocina sino a través de los movimientos y azares del final del milenio. “Todo deviene en guerra” y “eres lo que comes”, parecen ser sus aforismos preferidos, sus conclusiones y aspiraciones mayores, en un materialismo consciente y buscadamente grosero. Lo que queda es la amarga resolución de casos, la huida, la comida y Chelo, la amante prostituta, llena también de melancolía, cuya vida es una gran falta (pecado), es decir, una carencia. Ése es el pecado que ambos cometen, cuando se aman, el de considerarse llenos y seguir apostando por un amor sin brillantinas, cuando la plenitud amorosa también es una vieja vanidad de vanidades. Siempre falta algo y el espíritu es codicioso de saciedades que no llegan. Un espíritu que es lodo.
A veces, en su oficio, Carvalho topa con viejos fantasmas. El movimiento comunista en España (Asesinato en el comité central) o los ecos de los exterminios sucedidos en Argentina (Quinteto de Buenos Aires), o la rabia por una desvergonzada oligarquía en la capital del reino (El premio), por rememorar algunos buenos ejemplos, todo ello resucita una antigua pasión. En ellos puede resucitar en parte, pero sólo en parte, el viejo joven Carvalho. No obstante la resignación y la negación se imponen, o sea, el enflaquecimiento raquítico a partir de lo que uno era y que ha dejado de ser, porque el mundo se ha tornado mezcla brutal y primaria. El lector de la saga lee sus andanzas como un episodio en el que por su ausencia, como un negativo de una fotografía, destaca lo otrora vivo. La vida feliz a la que se ha ido renunciando para sólo hallar razón en las persecuciones detectivescas. Todo lo vital, de nuevo carente en los libros, pero los que lee quien sigue la fatal saga de Carvalho, convertido y salvado por la literatura como personaje, pero siendo también libro para llenar bibliotecas.
Si uno fuera consecuente, también tiraría a la chimenea los libros de las aventuras de Carvalho, para quemarlos y purificarlos en la hoguera, único lugar al que debe ir todo pecador. El fuego y la chimenea como sustancia y expiación de quien quiso una vez ser.