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Una de las experiencias estéticas más intensas que he vivido en los últimos meses ha sido la visión del gran documental-película
Shoah, de Claude Lanzmann. En este el pasado es protagonista, rememorado por quienes son entrevistados. No hay una sola imagen que muestre cómo eran los lager o campos de exterminio en los años 1943-45, ni a las víctimas entonces. Todo es evocado en los mismos lugares de la catástrofe, pero como es hoy día, o en los años 80 en que se rodó la película. Fue para mí una experiencia estética, lo que no quiere decir que no se planteen densos y sesudos debates a partir de ella. Precisamente por el carácter estético, atendiendo al método que se usa en el film, hace escuchar y hace también pensar. Va contando algo y diciendo una verdad.
Salvo por una breve interrupción a la mitad, vi seguidas las nueve horas que dura. Me entregué a la película, en la medida en que me dejé persuadir y llenar por la película. Y lo hizo. Son especialmente relevantes las inflexiones en las voces y los silencios. No hay nada de la época original, sino antiguos prisioneros y verdugos en lugares concretos que evocan lo que pasó.
Decir “estético” es en este contexto lo mismo que decir que se muestra un rostro para que haya unas emociones, ya que en medio de la experiencia que desgrana estamos en un lugar previo al logos, anterior al lenguaje, que traza, hila y concluye, esto es, estamos en un modo previo de meditación. Es la meditación in situ que toma conciencia de algo latente. Es como si el pasado fuera una suave brisa que de montañas remotas soplara mansamente en la mejilla y fuera afectándonos poco a poco, sin ser realmente conscientes de lo que sucede. Y su dulzura fuera estremecedora.
La película se demora todo lo que debe demorarse. Deja hablar al tiempo finiquitado y previo, que se trasluce en el lenguaje, las voces (las lenguas), los verdes prados y bosques sombríos del corazón europeo. La cámara filma acaso una explanada en medio de árboles, y alguien cuenta lo que sucedía allí. El ojo sufre una inyección de paisaje y de tiempo, mientras las voces casi claman cada vez más. Como un rezo que fuera ganando intensidad. No es exactamente algo material, pues son vacíos lo que se extiende ante los ojos, lo que brota del tiempo contado. Inmensas nadas. Uno ve un tiempo ya cumplido. Vemos la huella. Oímos el eco.
La sensibilidad filosófica es una sensibilidad que responde y capta huellas en las cosas. Es una labor de captación o visualización de lo que hace pensar en la realidad. Uno visibiliza en el paisaje, en su amenazada claridad, en su rara apertura para el hundimiento. Lo pasado tiñe el ahora como un vacío. El ahora del espectador es más que instante breve y ciego, gracias a lo que transita por él e irrumpe en él. Su densidad de niebla espesa va concentrándose en el paisaje despejado donde residía el lager, como si los árboles de alrededor la produjeran. Todo parece venir de un bosque, del lóbrego y silencioso bosque.
Hay algunas escenas muy elocuentes. En una se oye en off la lectura de unas instrucciones para aplicar reformas en los camiones que se producían, comprados por el Estado para la ejecución de los prisioneros. Se ve mientras tanto un camión actual de la misma marca, circulando por una carretera corriente, en el presente. Se da un efecto demoledor, según vamos escuchando una jerga burocrática con el ruido del motor de fondo y el paisaje industrial que recorre la máquina. Tal vez vemos eso mismo, esa plenitud burocrática aquí y ahora. Por eso el efecto es sobrecogedor. Se siente la conexión entre el ayer y el ahora burocráticos.
En otra escena un antiguo prisionero que ejercía en el lager de peluquero evoca cuando tenía que rapar justo en la sala de los gases a los condenados, que iban a morir en minutos. En otras secuencias se detalla la compleja burocracia, de nuevo, que organizaba el holocausto.
No habla la película de cualquier pasado. Señala lo que estaba ahí como un final que lo es también para nosotros, percibimos. Eso ocurrió y se cumplió. Lo que vemos en
Shoahes un final. Un final untuoso, una honda mancha, que fue pero que perdura de modo extraño. El efecto estético va contando esto, diciendo esa presencia lúgubre en el corazón de la palabra. Durante nueve horas se capta la huella. Y una huella por muy leve que sea, está ahí, perdura y arraiga. Ha marcado el tiempo. La huella de un final de los tiempos.
El efecto es demoledor. Recuerdo esas nueve horas presentes en mí desde entonces. Ignoramos lo más importante, que se calla en nuestra vida cotidiana. No está ostensiblemente. Porque lo pasado va siendo primero un bloque rígido que, después, se va deshaciendo como un terrón de azúcar. Uno juega y discute con esos pasados. Pero hay en la memoria habitual un toque de falsedad, de reelaboración y engaño. Por el contrario, lo que cuenta Shoah es demoledoramente real. Está en los hombres que lo hablan y que callan cuando el ahora parece parir aquel remoto tiempo y hacerlo vivo y presente. Inyectarlo en el presente.
La película, en fin, atrapa al espectador y le hace mirar a una nada o sinsentido en la historia y en lo más hondo del hombre, se la actualiza. La existencia tocaba fondo, tocó fondo, toca fondo. Pero la película recurre a algo más que empatía psicológica por los que sufren, porque diagnostica un mal arraigado, que perdura como sombra y que tiñe a la actualidad. Cuenta lo que no pudo ser contado, y para ello no funcionan los medios habituales, sino que la marca debe implicar a la palabra que se cuenta, de manera que deba ser otra que sí misma. La palabra, como los ambiguos paisajes, se ve obligada a desdoblarse y, también, poetizarse en extremo, para decir bien.