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Hablemos de lo otro, de lo presentido que acompaña a toda experiencia, de lo doble inquietante. Porque existe un margen en lo conocido detrás del cual se cree que no funcionan las reglas habituales con las que nos desenvolvemos. Hecho éste explicado a partir de la enorme e inagotable amplitud del mundo; porque su amplitud reclama un ir más allá de uno, del propio mundo, un desconocido sobrepasar al mismo o un misterio paralizante que puede asociarse con la muerte. Se trata de ese carácter grisáceo y a veces temible de lo que no podemos asir aunque habite en nosotros. Lo tenebroso que los hombres desean iluminar, bien sean realidades psíquicas o metafísicas. O bien sea, acaso, una trivialización hacia el miedo de lo que alguno llamó lo numinoso, o lo santo, o la experiencia religiosa que describen los antropólogos. Pero en todo caso es un ámbito que aun sabiéndose y sintiéndose cercano, asombra por su opacidad y lejanía, por su extravagancia o excentricidad. Es tal vez lo doble, o formas de dualidad indefinidas, que aun engarzando con el mundo, lo desafían e incluso lo amenazan. Es, en definitiva, lo que nos completa, continúa y acaba, tensándonos pero amenazando con destruirnos.
Creo que el hombre ha tenido siempre esa intuición, que se refleja con claridad en las religiones. Intuición de que el mundo conocido no se agota en sí mismo y de que, por tanto, hay lugares o tiempos trascendentes. Y el hombre se siente arraigado y sujetado por ello.
Esto que es un presentimiento natural y universal para todos los hombres, reaparece en las artes y las filosofías, en lo concreto de muchas vidas, en lo más existencial. En estas líneas tan solo vamos a referirnos a la interpretación de
eso presentido desde la clave del terror. El terror, que en autores como Lovecraft o Hodgson se ha llamado “horror cósmico” es una cierta intuición de lo otro en su carácter más monstruoso. Porque lo desconocido acechante, lo más allá de un cierto margen de sensata normalidad, puede aterrorizar. Lo monstruoso en Hodgson, que es el autor en quien pienso ahora, se ubica al otro lado de la ciencia, y contrasta con ella. La racionalidad intenta limitar y expulsar al monstruo, que siempre guarda una apariencia similar a los seres naturales, pero transfigurada en tamaños o formas horribles. Puede ser la sensación de incertidumbre que acompaña al viajero, que brota del océano inmenso. Hay espacios en lo habitual mucho más hondos que lo habitual y en los que sólo puede adivinarse acerca de la vida que guardan y albergan. El hombre aplica su técnica, como los sabios y heroicos marineros de los relatos de mar o de Carnacki, el cazador de fantasmas. Hay veces que puede definirse y encauzarse la experiencia sobrenatural, pero en otros casos prevalece lo raro y oculto que acaba triunfando. Es como si la existencia contuviera a presión, como en una caja de Pandora, lo desorbitado, lo que se desborda en mil tentáculos o en los miles de pinzas de cangrejos descomunales atacando a una nave de vela a finales del siglo XIX. La metáfora de que nadamos apenas en la superficie de las aguas es elocuente, por lo que de flotante tiene la existencia, en medio de un inabarcable y profundo mar amniótico. Como señala Sloterdijk en
Esferas I, la experiencia de lo otro doble y configurador de todo uno se aprende en el seno maternal.
La literatura de terror pone un adjetivo a lo otro presentido: lo que aterra, lo que da miedo. Lo otro da miedo, lo que, más allá de las explicaciones psicológicas, alude a una naturaleza cuya exuberante desmesura no permite ser contenida en las categorías de lo normal. Es lo anormal, lo freak, lo inasible que pulula y nos circunda. Puede ser un enjambre, una noche llena de ojos (Chesterton), una oscuridad que pare extrañas y extravagantes formas.
Lo paradójico es que, como me indicaba un amigo escritor y guionista, para escribir y narrar lo terrorífico se precisa mucha técnica. O sea, que en todo relato de terror hay una tramoya que engarza todas las partes y que hace del relato una suerte de reloj preciso. Así, en esta madre bien regulada y equilibrada, se hace necesario exponer lo que por definición debe desbordarla. El género de terror es, también, una reducción de lo otro bajo la forma del miedo. Se dota a lo otro de una máscara que lo hace traducible en miedo. Se delimitan, en el relato, groseramente lo conocido y lo desconocido al otro lado. Y es el miedo es sentimiento que apresa lo inapresable.
Hay un afán iluminador y una
calculabilidad(por no ofender al término más rico, amplio y complejo “racionalidad”) que pelea. Un cálculo que no necesita complejidades subjetivas en los personajes, que como muñecos, y al igual que en la novela negra, reproducen una trama que lo es todo. En la serie de Carnacki, las historias de terror son contadas por su protagonista, que es un investigador de lo oculto que emplea razonable y científicamente aparatos que nada tienen de científicos ni sensatos. Cuenta las aventuras ante una buena mesa, con buen vino y viandas, junto a una confortable chimenea, a sus amigos, hombres que asisten como turistas al más allá que les relata Carnacki. Lo sobrenatural está veteado de ciencia y de normalidad. Por eso asusta, porque no es absolutamente lejano o ajeno. ¡Lo que Carnacki ofrece a sus amigos es ciencia!
La ciencia puede reubicar toda la trama y su misterio en lo normal cotidiano. Entonces uno respira aliviado cuando se percata de que no había el desdoblamiento que era presentido. Esto ocurre cuando había una trampa y un fraude en el misterio. ¡Todo era un juego de la entrañable y querida razón, que había que resolver! ¡
La causa es de este mundo! Es tarea científica la de descubrir tales subterfugios o causas, aplicando su modelo. Pero otras veces la ciencia resulta apenas la antesala de lo que viene amorfo. El terror ocurre cuando vemos que emerge invasivamente en nuestra cotidianeidad lo que nos recuerda que no controlamos nuestro mundo, sino que ello nos controla a nosotros. Ese pozo insondable, ese abismo oceánico, es lo que emerge, nuestro magma, nuestros cimientos
sin los cuales no seríamos. Así, lo monstruoso nos es familiar, pero de una familiaridad temida. Lo terrorífico nos podría afectar a todos, a pesar de la lumbre en la chimenea y del calor del hogar. Lo monstruoso es deformidad de este mundo, al que pone en peligro. Puede amenazar la cálida vida campestre en una acogedora cabaña, con la irrupción de un objeto límite, como ocurre en el soberbio relato
La pata de mono, de W. W. Jacobs. Produce locura y exaltación, desordena y destruye. Es algo temible, que siempre ha estado ahí, pero de lo que ahora tomamos conciencia. Deforma con sus deformidades al otrora ordenado mundo. Es como si se presintiera un hilo débil del que pende peligrosamente la existencia cotidiana y la ciencia y todos los afanes.