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No cabe duda de que el fenómeno de la suavización de las costumbres es inseparable de la centralización estatal; pero no por ello se puede considerar este fenómeno como el efecto directo y mecánico de la pacificación política. No es aceptable decir que los hombres «reprimen» sus pulsiones agresivas por el hecho de que la paz civil está asegurada y las redes de interdependencia no cesan de amplificarse, como si la violencia no fuese más que un instrumento útil para la conservación de la vida, un medio vacío de sentido, como si los hombres renunciasen «racionalmente» al uso de la violencia desde el momento en que es instaurada su seguridad. Eso sería olvidar que la violencia ha sido desde siempre un imperativo producido por la organización holista de la sociedad, un comportamiento de honor y desafío, no de utilidad. Mientras las normas comunitarias tengan prioridad sobre las voluntades particulares, mientras el honor y la venganza sigan prevaleciendo, el desarrollo del aparato policial, el perfeccionamiento de las técnicas de vigilancia y la intensificación de la justicia, aunque sensibles, sólo tendrán un efecto limitado sobre las violencias privadas: lo demuestra la cuestión del duelo, que con los edictos reales de principios del siglo XVIII, se convierte en un delito punible oficialmente con pérdida de los derechos y títulos, y con muerte deshonrosa. Pues bien, a principios del XVIII, a pesar de una justicia más rápida, más vigilante, más escrupulosa, el duelo no ha desaparecido en absoluto, incluso parece que hubo más juicios por duelo que un siglo antes. El desarrollo represivo del aparato de Estado sólo pudo desempeñar su papel de pacificación social en la medida en que, paralelamente, se instauraba una nueva economía de la relación interindividual y en consecuencia un nuevo significado de la violencia. El proceso de civilización no puede entenderse ni como un rechazo, ni como una adaptación mecánica de las pulsiones al estado de paz civil: esa visión objetivista, funcional y utilitarista, debe sustituirse por una problemática que reconoce, en el declive de las violencias privadas, el advenimiento de una nueva lógica social, de encaramiento cargado de un sentido radicalmente inédito en la historia.
La explicación económica del fenómeno es igualmente parcial, pues resulta igualmente objetivista y mecanicista: decir que bajo el efecto del aumento de las riquezas, de la disminución de la miseria, del aumento del nivel de vida, las costumbres se sanean, es omitir el hecho históricamente decisivo de que la prosperidad como tal nunca fue un obstáculo a la violencia, concretamente en las clases superiores que pudieron conciliar sin problemas su gusto por el fasto con el de la guerra y de la crueldad. No queremos negar el papel de los factores políticos y económicos que, seguramente, contribuyeron de manera decisiva al advenimiento del proceso de civilización: queremos decir que su obra es ininteligible independientemente de los significados sociales históricos que establecieron. La monopolización de la violencia legítima en sí o el nivel de vida determinado cuantitativamente no pueden explicar directamente el fenómeno plurisecular de la suavizadón de los comportamientos. Sin embargo, el Estado moderno y su complemento, el mercado, son los que, de manera convergente e indisociable, contribuyeron a la emergencia de una nueva lógica social, de un nuevo significado de la relación interhumana, haciendo ineluctable a largo plazo el declive de la violencia privada. En efecto, fue la acción conjugada del Estado moderno y del mercado lo que permitió la gran fractura que desde entonces nos separa para siempre de las sociedades tradicionales, la aparición de un tipo de sociedad en la que el hombre individual se toma por fin último y sólo existe para sí mismo.
Por la centralización efectiva y simbólica que ha operado, el Estado moderno, desde el absolutismo, ha jugado un papel determinante en la disolución, en la desvalorización de los lazos anteriores de dependencia personal y, de este modo, en el advenimiento del individuo autónomo, libre, liberado de los lazos feudales de hombre a hombre y progresivamente de todas las cargas tradicionales. Pero fue también la extensión de la economía de mercado, la generalización del sistema del valor de cambio, lo que permitió el nacimiento del individuo atomizado cuyo objetivo es una búsqueda cada vez más definida de su interés privado. A medida en que las tierras se compran y se venden, que los bienes raíces se convierten en una realidad social ampliamente extendida, que se desarrollan los intercambios mercantiles, el salariado, la industrialización y los desplazamientos de la población, se produce un cambio en las relaciones del hombre con la comunidad, una mutación que puede resumirse en una palabra, individualismo, que corre paralela con una aspiración sin precedentes por el dinero, la intimidad, el bienestar, la propiedad, la seguridad que indiscutiblemente invierte la organización social tradicional. Con el Estado centralizado y el mercado, aparece el individuo moderno, que se considera aisladamente, que se absorbe en la dimensión privada, que rechaza someterse a reglas ancestrales exteriores a su voluntad íntima, que sólo reconoce como ley fundamental su supervivencia e interés personal.
Y es precisamente la inversión de la relación inmemorial del hombre con la comunidad lo que funcionará como el agente por excelencia de pacificación de los comportamientos. En cuanto la prioridad del conjunto social se diluye en provecho de los intereses y las voluntades de las partes individuales, los códigos sociales que ligaban al hombre a las solidaridades de grupo ya no pueden subsistir: cada vez más independiente en relación a las sujeciones colectivas, el individuo ya no reconoce como deber sagrado la venganza de sangre, que durante milenios ha permitido unir el hombre a su linaje. No sólo por la ley y el orden público consiguió el Estado eliminar el código de la venganza, sino que de una manera igualmente radical fue el proceso individualista el que, poco a poco, socavó la solidaridad vengativa. Mientras que en los años 1875-1885, la tasa media de homicidio por cada cien mil habitantes en Francia se establecía alrededor de uno, en Córcega era cuatro veces superior; la misma diferencia se producía entre el Norte y Sur de Italia, donde se daba una tasa de homicidios igualmente elevada: allí donde la familia mantiene su antigua fuerza, la práctica de la
vendetta sigue siendo mortífera a pesar de la importancia de los aparatos represivos del Estado. (pàgs. 190-193).
Gilles Lipovetsky,
La era del vacío, Anagrama, Barna 1986