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Salía la semana pasada en clase el tema de cómo afrontar, desde un punto de vista político, la solución a todos esos “timos” piramidales que de vez en cuando saltan por los aires, cuando la estructura del mismo se convierte en insostenible. Como todos los timos, la base de los mismos es la ambición, que está muy bien cuando hay ganancias pero no tanto cuando hay pérdidas. Es entonces cuando se crean las asociaciones de afectados y demás movimientos, basados fundamentalmente en un argumento: “Yo quise ganar más que los demás, pero no sabía los riesgos y entonces…”. La cuestión es que no tardamos el dar el salto a otro tema, y a medio camino entre la provocación y el debate planteamos otra pregunta en clase: ¿y si la filosofía fuera un timo piramidal? Igual que nos da por invertir, buscando más beneficio, en sellos, divisas extranjeras, árboles o arte contemporáneo, podríamos crear una sociedad de inversión en ideas filosóficas. Cotizarían, pongamos por caso, a un 10%. Bastaría contar con buenos vendedores del asunto para ir incorporando nuevos adeptos a la causa, que pagarían los beneficios de los primeros inversores. Y así hasta el infinito y más allá. No sé si esto tenía el ministro en la cabeza cuando planteó que los profesores de filosofía impartieran iniciativa emprendedora, pero en cualquier caso, la idea tiene su miga si donde dice “dinero” ponemos otra palabra mucho más valiosa: “tiempo”.
El timo es igual de sencillo que el del dinero, con ligeras variaciones: los profes de filosofía vendemos nuestros producto, cuidándonos de presentarlo limpio y lustroso. La filosofía, decimos, merece un estudio pormenorizado, detallado. Es el lugar de la verdad, está conectada con todas las disciplinas, es el saber más importante de todos. La filosofía, careciendo de utilidad práctica e inmediata, es lo más útil de todo, pues lo aplicamos en la vida diaria. Estas ideas, y otras por el estilo, acompañan el argumentario habitual del viajante de filosofía, que va llamando de puerta en puerta con la mejor de sus sonrisas. Muchos, la gran mayoría, ni siquiera están dispuestos a escuchar la promoción, y se borran del asunto en cuanto pueden. Otros, no compran el producto, pero de vez en cuando pican un poco de aquí y de allá, entregando parte de su tiempo a ese sano ejercicio del preguntarse. Curiosean entre los libros y escuchan alguna conferencia. Y luego están los pobres incautos, que pican (picamos) el anzuelo y decidimos invertir nuestro tiempo, en definitiva, nuestra vida en tan digno asunto como es esta empresa filosófica. Cómo no va a molar eso de vivir para descubrir la verdad, para compartirla y discutirla, para ser críticos y transformar la sociedad por medio de lo que se piensa. Es difícil escapar a merecer con propiedad esa pose intelectualoide, y salir en las fotos, sean personales o incluso para medios de comunicación, con pose de pensador. Forma parte del atrezzo filosófico: mentón apoyado en barbilla, como el modelo de Rodin, o mejilla en palma, como los soñadores ilustrados.
El “mirlo blanco” (o quizás lechuza de Minerva) entra en la facultad y allí ve de todo. Poco a poco va conociendo teorías, desde la historia de la filosofía a la ética o la filosofía de la ciencia, pasando por la antropología. Si contaba con alguna certeza o verdad al entrar en la facultad se verá obligado a cuestionarla. Y al final saldrá de allí, titulado o masterizado, con una orientación más o menos imprecisa sobre por dónde van los tiros de la vida. Los más osados tendrán incluso una teoría en ciernes. Pero ¡Ah, la vida! Esa cosa en la que nos gusta comer como mínimo tres veces al día. Toca entonces buscar una fuente de alimento, y en lo que se desarrolla esa teoría que está solo en germen, toca trabajar. Habiendo empeñado tanto tiempo en descubrir esas verdades prometidas, qué mejor manera de “ganarse la vida” que continuar en el asunto: vivamos entones de expandir la filosofía, de motivar a otros a que puedan también experimentar en carne propia ese pensamiento crítico y revolucionario, ese conocimiento de la verdad. Así que toca dedicarse a enseñar. En formas más renovadas a guiar a otros, o por qué no, a buscar conexiones entre la filosofía y el beneficio económico, algo tan lícito como lo que hacen empresarios o ingenieros. Y así estamos, este es el oficio: vender velitas en mitad de penumbras, crear señales de caminos que no existen y recomendar destinos que son puntos de partida. Algo que tenemos que hacer. Inevitablemente Porque para eso hemos dedicado tantos años de nuestra vida al negocio filosófico.