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Jordi Pujol |
Presentamos (supuestos) hechos científicos a 174 participantes estadounidenses que apoyaban o cuestionaban su posición sobre los matrimonios del mismo sexo. Cuando resultaba que los hechos se oponían a sus puntos de vista, nuestros participantes -de ambos bandos del debate- estaban más dispuestos a decir que el matrimonio homosexual realmente no trataba sobre los hechos, sino que era más una cuestión de moralidad. Pero, cuando los hechos resultaban estar de su parte, afirmaban más a menudo que sus opiniones estaban basadas en los hechos y trataban menos de la moral. En otras palabras, observamos algo que va más allá de la negación de unos hechos particulares. Observamos una negación de la relevancia de los hechos.
Hay colegios y colegios. A unos les toca, por estar donde estar, enfrentarse a la realidad educativa más dura que se puede uno encontrar: barriadas pobres, con amenazas como el tráfico de drogas. El verbo “educar” tiene aquí, probablemente, un sentido muy distinto. Colegios que se las ingenian para atraer a los chavales, para que no desconecten. Para mostrarles caminos alternativos a los que ofrece la calle. Profesores que asumen funciones bien distintas a las que la ley prescribe, pero que esperan con ello logran un mejor resultado con los alumnos. En otros colegios, el enemigo puede ser otro: la propia administración que desatiende las condiciones mínimas en las que ha desarrollarse la actividad docente. Allí donde se enseña en barracones y se inauguran aeropuertos que más bien parecen instalaciones de arte contemporáneo algo falla. Algo falló hace sesenta años, para haber producido mentecatos ignorantes, orgullosos de cortas tiras de inauguración que abren paso a infraestructuras estúpidas, mientras lo esencial sigue sin ser atendido. También en estos colegios, por cierto, se enseña. Con el empeño y las ganas que le ponen al asunto alumnos y profesores. Sin caer a estas alturas en idealizaciones: puestos escolares ocupados por quienes ni desean ni valoran el saber, y puestos de trabajo ocupados por quienes entienden el noble oficio de educar como una forma de ganarse la vida, de conseguir una nómina a fin de mes.
Claro que hay colegios y colegios. Azules, amarillos, rojos y verdes. Grandes y pequeños. Los hay que durante algunos años han empleado más esfuerzos y desvelos en lograr el ISO 9000 que en otra cosa. Los hay que presumen de instalaciones, programas educativos y calidad. Entre otras cosas porque el papel todo lo soporta: escribe todo lo que quieras, ya veremos si alguien viene a comprobarlo. O si alguien viene a preguntar si nos ocupamos igual del chaval que aprueba que de aquel que suspende. Si alguien se interesa por nuestros mecanismos de exclusión del alumnado que de alguna forma “desprestigia” al centro. O si buscamos los mecanismos legales para burlar esas molestas leyes que en teoría hacen incompatible recibir dinero público con pedir dinero a las familias: ya se sabe que entre lo legal y lo legítimo hay un salto, y que ciertos terrenos pantanosos les son siempre más propicios a unos que a otros. Un cúmulo de circunstancias que cristalizan en un informe que quizás sea realice a golpe de talonario, y que aspira a recoger los 100 mejores colegios de España. Por supuesto: entre los privados y los concertados. La pública juega en otra liga. Algo que no termina uno de saber si es positivo o negativo, pero es así: somos de otra liga, y a los sesudos periodistas ni se les ocurre acercarse a un centro público. Seguramente porque les parezca inconcebible que un centro público pueda estar entre los cien mejores de nuestro país. En fin, sus motivos tendrán par hacer semejante campaña, no sabemos si gratuita o no, al negocio educativo.
El tema de la enseñanza pública y la concertada está enquistado en nuestro país, y ya en su día se habló con cierta frecuencia del tema por aquí. No es el tema hoy echar más leña a ese fuego. Pero sí lo es el cuestionar lo que se podría llamar “periodismo educativo”: no es infrecuente que muchas de las noticias que se publican en nuestros medios relacionadas con educación incluyan imprecisiones, falsedades o que simplemente ofrezcan una parte de la realidad, aquella que al periódico de turno le interesa mostrar. A las críticas habituales que se lanzan contra los medios de comunicación (manipulación, falta de objetividad, dependencia de poderes económicos o políticos) se une en este caso un problema difícil de solventar: los periodistas que hablan de educación no están en el ajo. Estar en el ajo es pisar aula y ver cómo funciona un centro: algo que depende mucho más de la calidad profesional y compromiso personal de su plantilla que de la cantidad de instalaciones, intercambios, laboratorios, idiomas o cualquier otra pose o maquillaje que pueda adoptar el centro. Y si no se pisa aula, lo menos que se espera de un periodista es que pregunte a quien vive en ella. Y no solo a directivos y profesores: también a los alumnos. Parece que hay quienes educan para integrar y quienes lo hacen para separar. Así también en el periodismo: informar para integrar o para separar. Quizás para conformar a una élite pseudoburguesa que a fin de cuentas es la que paga el periódico.