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by Eduardo Chillida |
Cada época tiene su afán. Sus historias de buenos y malos, sus héroes y sus villanos. La televisión y los grandes medios nos enseñan que en su día Gadafi era un claro defensor de la apertura de Libia. Algunos años después se transformó en un tirano. El propio Bin Laden fue formado para la CIA, aunque no para estrellar aviones contra torres. Los amigos de hoy son los enemigos del mañana. El tiovivo sigue girando y solo se van sustituyendo algunas de sus figuras. Cuando el caballo de madera está ya viejo y desvencijado, cuando ya no le queda pintura, se tira a la basura y se cambia por otro. Hubo un tiempo, por ejemplo, en el que Venezuela era en España sinónimo de culebrones y certámenes de belleza. Un país cercano al que muchos españoles emigraron en busca de un futuro mejor. Ahora parece ser el epicentro del debate político e ideológico: no nos dejamos embelesar por seriales interminables en los que nunca pasaba nada, sino que aparece ahora como uno más de los argumentarios de la confrontación política. Izquierdas y derechas: en lugar de hablar de nuestros problemas, nos dedicamos a discutir sobre lo bien o lo mal que se vive en Venezuela.
Este es el problema de los iconos. Vivimos una época tan peculiar que necesitamos de referentes ajenos, creados por la telerrealidad, para discutir de política. De un lado, los que satanizan estos estados que se pretenden cercanos al comunismo: nos cuentan lo mal que se vive en ellos y la ausencia total de libertades. Los reporteros más audaces de este bando se juegan la vida, y van a estos países a mostrarnos “cómo están las cosas”. Expresión que solo un inocente puede creerse: cualquier reportaje sobre Venezuela enseña lo que interesa al periodista o la cadena de turno. Así ha sido siempre. Del otro bando, partidos políticos y también medios de comunicación más modestos, que nos cuentan que Venezuela es un país idílico, que ha alcanzado importantes logros en terrenos de igualdad y distribución de la riqueza. En definitiva: el espejo en el que hemos de mirarnos, como si no importaran todos los tratados internacionales, Unión Europea incluida, que obligan a nuestro país a una política bien determinada.
Mientras unos y otros discuten, mientras se representa el juego de las ideologías, hay una población que lo pasa mal, y asiste atónita a la mascarada. A un venezolano con cierta autonomía de pensamiento, se le tienen que salir los ojos cuando oiga a cualquier politicante español poner como ejemplo a un país que encierra en la cárcel a autoridades políticas, que pretende asegurar mandatos casi eternos y plenipotenciarios, y que limita seriamente la libertad de prensa. Tradicionalmente, la concentración de poderes recibe un nombre: totalitarismo. Pero la cosa no pinta mejor de este lado del charco: nadie puede estar de acuerdo con políticas que reducen ayudas a la dependencia, servicios sociales básicos, becas o que, para sofocar el ambiuente generalizado de indignación, aprueban leyes que ponen en peligro la libertad de expresión. Socialismo y capitalismo. Igualdad y libertad. Sabemos que si potenciamos uno de estos valores, estaremos limitando el otro. El problema es ya conocido, y los responsables políticos deberían dejar esas encendidas conversaciones de plató, para ponerse manos a la obra. Pensar críticamente nos obliga a exigir mejores políticas sociales a los países capitalistas y un mayor respeto a las libertades individuales a los socialistas o comunistas. Y quien no quiera ver esto está cegado por las gafas de la ideología, o vive precisamente a sueldo de alguna de ellas.