El Roto |
Identidad. Identidad viene de identificar. Poner una marca es identificar algo o a alguien. Se identifica a alguien haciéndole portador de una deuda (las reses). Gracias a las marcas, se puede reconocer a los deudores y exigir la devolución (la llamada de la patria, la llamada de la sangre y de la tierra, Dios reconocerá a los suyos, la enseña, la bandera, el corazón, etc.): el marcado —identificado— no puede no reconocer su deuda, no puede evitar tener memoria de su deuda, de su identidad, de su marca, no puede evitar tener memoria de sí mismo, de su identidad, la marca es el lugar de una llamada que no se puede desoír, el lugar de una vocación insoslayable, el lugar de una oferta que no se puede rechazar. La continuidad de la marca en el tiempo es el principio de la continuidad de la identidad, del reconocimiento de la propia identidad: quien responde de sus deudas se ha identificado con su marca, responde a su nombre, responde a su identidad, es responsable, se hace responsable de sí mismo, garantiza que en el futuro seguirá siendo el que ahora es (porque la marca que señala su cuerpo no se borrará) y el que antes era. El que está marcado, el que tiene deudas, tiene necesariamente futuro, precisamente porque la marca es una inversión de cara al futuro, un compromiso con el futuro; quien tiene deudas no puede olvidar, quien tiene deudas tiene futuro (N: no puede prometer, su futuro lo tiene empeñado en saldar su deuda). Es así, lo hemos visto, como la fuerza reactiva vive la actividad: como una carga que se le impone, como una deuda que nunca acaba de saldar...
El sufrimiento sí tiene, pues, un sentido: crea identidad. Sin embargo, todo lo anterior es completamente insuficiente para explicar la génesis de la identidad con conciencia de sí misma, la génesis de la conciencia como génesis de la identidad de la conciencia, la génesis de ese extraño fenómeno merced al cual algo —algo que es sólo una parte, y no la principal, de una constelación de fuerzas en relaciones de desequilibrio y de composición irreductiblemente múltiple—, algo se atreve a ir mucho más allá de lo que la “realidad” misma le permite ir, algo se siente autorizado a decir: yo (uno piensa que aquí tendría que suceder algo semejante a lo que refiere el dictum nietzscheano acerca del monoteísmo: que los dioses se han muerto de risa al escuchar decir a un dios que él era el único... igualmente, las fuerzas tienen que tener un ataque de carcajadas cuando oyen a una de ellas, precisamente la más mezquina, decir orgullosamente: “yo...”). Todo lo que acabamos de decir está dicho desde el punto de vista del acreedor (que ya tiene una identidad —una bandera, una enseña— y que lucha por transmitirla a otros, por propagarla o acrecentarla), y por lo tanto presupone la identidad más que explicar su genealogía. Comprendemos la intención del que marca una res con la enseña de su ganadería para reconocerla como su propiedad y poder determinar, llegado el caso, quién ha sido el ladrón que se la ha robado. Las marcas son, pues, ayudas para la memoria del propio acreedor (que, repitámoslo, ya tiene una identidad constituida), pero no bastan por sí solas para despertar una memoria consciente en el “alma” de la propia res cuya piel ha sido marcada, ni tampoco son suficientes para que ella “responda a su nombre” (a su marca, a la voz de su amo). ¿Por qué en los hombres el sufrimiento —el sufrimiento padecido por la impresión de la marca— sí despierta esa identidad que va mucho más allá de la simple memoria de las marcas? Es preciso, en efecto, una determinada interpretación (musical o dramática) del sufrimiento para que pueda nacer una identidad. Lo que hace falta saber, por tanto, es cómo nació la identidad del propio acreedor, cómo nació la marca que ahora él impone a los suyos y propaga mediante el hierro candente. Hume tenía toda la razón cuando decía —he aquí cómo va adquiriendo más sentido la mención del “empirismo” por parte de D(eleuze?)—que la memoria es completamente incapaz de fundar la identidad personal, completamente inepta para fundamentar la existencia de un “sujeto”.
«¿Quién podría decirme, por ejemplo, cuáles fueron sus pensamientos y acciones el 1 de Enero de 1715, el 11 de Marzo de 1719 y el 3 de Agosto de 1733? Y, sin embargo, ¿quién quería afirmar que el completo olvido de lo que le pasó en esos días haya hecho que su yo actual no sea ya la misma persona que su yo en aquel tiempo, destruyendo de ese modo las más establecidas nociones de identidad personal? Por consiguiente, desde este punto de vista puede decirse que la memoria no produce propiamente la identidad personal, sino que la descubre (...) Aquellos que sostienen que la memoria produce íntegramente nuestra identidad personal están ahora convocados a explicarnos, si es así, por qué podemos extender nuestra identidad más allá de nuestra memoria» (Hume, Tratado de la naturaleza humana, 1, IV).
Como se recordará, la argumentación de Hume insiste en que, si examinamos atentamente los hechos (él diría más bien “las percepciones”, pues tales son las únicas cosas que un empirista puede considerar “hechos”, pero a todos los efectos esto es indiferente en este momento), no hay ningún hecho que sea “la identidad personal”. En otras palabras, la identidad personal no es una cuestión de hecho (matter of fact). Es una cuestión de derecho. Esto es lo revolucionario del planteamiento de Hume: ¿qué nos da derecho a decir “yo”? No, ciertamente, la percepción (pues el “yo” no es ninguno de los objetos percibidos en un presente, no es un “hecho”); tampoco simplemente la memoria (pues suponemos que la identidad del yo no solamente se proyecta desde el presente hacia un futuro que de ningún modo podemos recordar, sino también hacia un pasado que tenemos completamente olvidado). El yo no está en el terreno de los hechos (presentes o pasados) sino en el de la ficción pero, una vez más, ¿qué nos da derecho a crear esa ficción? Este problema no es distinto del que el propio Hume planteaba cuando reparaba en expresiones como “Todos los A son B” o “Siempre que A, entonces B”, o “si A, necesariamente B”; es obvio que el uso de los términos “siempre”, “todos” o “necesariamente” (exactamente igual que la suposición de una identidad personal constante a lo largo del tiempo) rebasa largamente el dominio de la experiencia, que no es algo tomado de la experiencia o apoyado en ella (pues del hecho de que un A sea B —que es lo máximo que puede decirnos la experiencia— no se sigue que todos lo sean, etc., y del hecho de que varios A sean B —que es lo máximo que puede decirnos la memoria— tampoco). Por tanto, hay que modificar la pregunta: no basta con preguntar qué nos da derecho a decir “Yo” o a decir “Siempre”, es decir, qué nos da derecho a ir más allá de los hechos, más allá de las percepciones y de la memoria, más allá de la experiencia y de lo dado; hay que preguntar cómo es que un hecho (que un A sea B o que muchos lo sean, que sepa lo que pienso hoy o recuerde lo que pensé ayer), cómo es posible que un hecho se convierta en derecho. Del hecho al derecho hay un salto, un cambio arbitrario de nivel y de parámetros, una auténtica innovación o una invención (“el hombre es una especie inventiva”, decía Hume: esto habría que entenderlo no sólo en el sentido de que inventa cosas, sino en el sentido de que él mismo es la gran invención, el gran invento, el gran inventado antes que el gran inventor), todo un acto de creación. Y este es el sentido que hay que atribuir a la noción nietzscheana de “interpretación”, que tiene un inequívoco regusto empirista. Pues es, en efecto, una tradición en el seno del empirismo el emplear la interpretación musical como ejemplo de este tipo de invención o de salto de nivel. En el Ensayo sobre el entendimiento humano de Locke (II, 33), podemos leer: "Un músico, acostumbrado a una melodía cualquiera, descubre que, si empieza a sonar en su cabeza, las ideas de sus diferentes notas se seguirán en su entendimiento de manera ordenada... esto nos puede ayudar un poco a formarnos una concepción sobre los espíritus intelectuales y sobre la ligazón que mantiene unidas a estas ideas"; el propio Hume, en el citado Treatise (1, II), dice: "Cinco notas tocadas en una flauta nos dan la impresión e idea de tiempo, aunque el tiempo no sea una sexta impresión manifiesta al oído o a otro de los sentidos... la mente se da cuenta sólo del modo en que los diferentes sonidos hacen su aparición". Finalmente, Charles S. Peirce se explaya un poco más: "En una pieza musical están las notas separadas y está el aire [en el sentido de ‘aria’ o ‘canción’, jlp.]... El aire consiste en una cierta sucesión de los sonidos, que impresionan al oído a lo largo de momentos distintos y, para percibirlo, tiene que haber una cierta continuidad de la consciencia que nos haga presentes los acontecimientos de un lapso de tiempo. Ciertamente, sólo oímos el aire oyendo las notas separadas, pero no puede decirse que lo oímos directamente, ya que sólo oímos lo que está presente en cada instante... Algunos elementos (las sensaciones [a las que representan las notas en el ejemplo]) están completamente presentes en cada instante en tanto duran, mientras que otros (como el pensamiento [al que representa el aire del ejemplo]) son acciones que tienen principio, mitad y fin, y que consisten en una congruencia en la sucesión de sensaciones que fluyen en la mente... El pensamiento es un hilo melódico que recorre la sucesión de nuestras sensaciones" (Cómo esclarecer nuestras ideas (1878), trad. cast. en El hombre, un signo, p. 206, subrayado nuestro.). Lo que todos estos ejemplos ilustran es lo que, para D(eleuze?). (en su libro sobre Hume y en sus textos en general) constituye el principio fundamental del empirismo: que las relaciones son irreductibles a los términos. Las relaciones que el músico establece entre las cinco notas cuando interpreta la melodía son irreductibles a las notas escritas en la partitura, van más allá de ellas, del mismo modo que las relaciones (de semejanza, contigüidad o causalidad) que el pensamiento establece entre los “hechos”, los “datos”, las “percepciones” o las “sensaciones” tampoco se explican por esos hechos, datos o sensaciones, sino que van más allá de ellos. Y este “ir más allá”, este “derecho” que supera los hechos y los rebasa, esta relación que los supera y que no puede de ningún modo deducirse de ellos, esta arbitrariedad inventiva no es otra cosa que el sujeto mismo, el decir “yo”.
José Luis Pardo, Identidad. Fragmentos de una enciclopedia, en [https:]]