El descubrimiento de lo cuántico (la idea según la cual la energía cursa en paquetes finitos y no en cantidades infinitamente divisibles) despertó un elenco rico de metáforas en la imaginación popular. El término cuántico se ha introducido en la poesía, cine, pintura, ficción, filosofía, psicología y neurociencia. Expresiones tales como saltos cuánticos, multiversos, universos paralelos, principio de indeterminación y gato de Schrödinger han pasado al lenguaje coloquial. Han arraigado como memes culturales. ¿Son grandes o pequeños los saltos cuánticos? ¿Cuán incierto es el principio de incertidumbre? ¿Es esotérico el lenguaje cuántico o solo otra forma de nuestra manera de pensar?
The quantum moment responde al nombre de la asignatura cuya docencia, para un alumnado heterogéneo de ciencias y letras, se reparten ambos autores
Alfred Scharff Goldhaber, físico, y
Robert P. Crease, filósofo. El curso estudia el impacto cultural de lo cuántico. El cuanto fue introducido en 1900 para explicar ciertos resultados desconcertantes, obtenidos en un rincón remoto de la física dedicado a la absorción y emisión de luz. A ello siguieron dos revoluciones cuánticas. La primera sucedió entre 1900 y 1925; los científicos discutieron y desarrollaron la teoría sin atraer apenas la atención del gran público. De la segunda revolución, entre 1925 y 1927, emergió la mecánica cuántica, cuyas curiosas implicaciones pasaron a ser tema de debate común. Incluso hoy, ochenta años después, mantiene su interés sorprendente, visionario y contrario a la intuición.
Los alumnos de la asignatura mencionada manejan libros y artículos de historia, filosofía y sociología, obras de teatro (recordemos
Copenhague, de Michael Frayn), novelas y películas. En clase se explica el desarrollo de los conceptos fundamentales de la teoría cuántica. Conocidos en lo posible los fundamentos físicos, corresponde a los estudiantes descubrir el uso y abuso del lenguaje y las imágenes cuánticas.
Goldhaber enseña las bases de una teoría, hoy plenamente desarrollada, sobre la materia y la energía.
Crease ayuda a explorar las implicaciones filosóficas de los conceptos de espacio, tiempo, causalidad y objetividad. Prestaremos atención a la exposición del físico.
Pero no es ninguna novedad la repercusión de la física y sus avances en la cultura y en la vida de la humanidad. Ni sus dificultades.
Erwin Schrödinger puso en 1935 la imagen del ahora célebre gato como recurso lúdico para mostrar la incapacidad de sus colegas a la hora de pensar desde una perspectiva mecanocuántica. Para entender el fenómeno y el marco en que apareció la cuántica necesitamos remontarnos a
Isaac Newton (1642-1727), cuyo impacto en la filosofía y la cultura en general nadie cuestionará.
Newton vio la luz el año en que se desencadenó la primera guerra civil inglesa. Habría tres entre 1642 y 1651. Lo único que se tenía claro por entonces era que el firmamento y la Tierra eran mundos distintos, con comportamientos diferentes. La bóveda celeste era eterna, los objetos terrestres cambiaban y morían, transformándose en otras cosas. Cambiaban porque había fuerzas ocultas.
Newton daría un vuelco radical a esa doctrina. De niño se entretenía construyendo ingenios mecánicos: molinos de viento, relojes de agua y cometas o leyendo los libros que le prestaba el boticario local. En el Trinity College de Cambridge estudió filosofía, matemática y física. La Gran Peste que asoló Inglaterra en 1665 le obligó a retirarse a la casa de campo materna, en Lincolnshire. Dedicó el tiempo al estudio ininterrumpido y puso las bases de muchos de sus descubrimientos fundamentales en física, astronomía, óptica y matemática. Se adentró en la alquimia y le interesó la piedra filosofal. Uno de sus grandes hallazgos fue el cálculo, del que se sirvió para construir sus tres leyes del movimiento. Su obra magna,
Philosophiae naturalis principia mathematica, publicada en 1687, donde exponía las leyes del movimiento y la atracción gravitatoria universal, cambió la concepción del mundo.
El newtonianismo conformó el universo material y mental, industrial y científico. Los propios teóricos de la política comenzaron a buscar leyes que gobernaran el mundo de los hombres a la manera en que
Newton había descubierto las leyes que gobernaban el mundo físico. Uno de los ayudantes de
Newton, John Desaguliers, escribió un poema titulado «El sistema newtoniano del mundo, el mejor modelo de gobierno».
La simplicidad, elegancia e inteligibilidad del mundo newtoniano destacaban en su coherencia y belleza. Tierra y cielos pertenecían a un mismo universo, cuyo espacio, tiempo y leyes eran idénticas en cualquier escala. Se trataba de un mundo predecible, como caracterizó, decenios después,
Pierre-Simon Laplace. Transcurridos apenas tres años de la muerte de este, John Herschel escribía en 1830 a William Whewell sobre la urgente necesidad de divulgar la ciencia, de escribir compendios de lo que se sabe en cada campo de la ciencia para ofrecer una visión coherente de lo que se sabe y de lo que falta por conocer. Que la ciencia empapara la vida intelectual. Quien dio los primeros pasos en esa dirección fue una autodidacta, Mary Fairfax Somerville. Su libro
On the connexion of physical sciences, publicado en 1834, en la misma editorial donde vieron la luz los textos de Walter Scott, Lord Byron y Jane Austen, no contiene ecuaciones, solo algunos diagramas y escasa matemática. Pero se trata de una pieza maestra de la explicación descriptiva y de la analogía. En el mundo newtoniano los fenómenos podían producirse en cualquier escala. A propósito de la descripción de la gravitación universal, Somerville declara que se trata de una fuerza que actúa «lo mismo en la caída de una gota de agua que en las cataratas del Niágara, lo mismo en el peso del aire que en las fases de la Luna».
Antes, en 1809, se había dado un paso importante en la generalización de los conceptos científicos. Ese año,
Johann Wolfgang von Goethe publicaba una novela,
Die Wahlverwandtschaften («Afinidades electivas»), donde colocaba la ciencia en el centro de las preocupaciones humanas y, a los humanos, en el centro de la ciencia.
Goethe subrayaba la primacía de la percepción humana en la comprensión de la naturaleza como una entidad holista. El título de la obra procede del químico sueco Torbern Bergman, un precursor de la tabla periódica. Igual que los elementos, los personajes de la novela de
Goethe introducían nuevas relaciones cuando se agregaba un reactivo.
La obra de
Newton impuso a los filósofos una nueva tarea. Muchos se percataron de que la física dependía de un espacio y tiempo infinitamente extensos y divisibles y una causalidad universal; ni unos ni otra eran autoevidentes (como las matemáticas), ni objetos hallados por experiencia.
Inmanuel Kant mostró que esas ideas constituían condiciones de posibilidad de la experiencia, sin las cuales no era posible la consciencia humana; organizan los datos procedentes de los sentidos y confieren orden y coherencia a nuestra experiencia.
Los modelos mecánicos podían ya expresarse matemáticamente; la fuerza de la atracción gravitatoria entre dos cuerpos, por ejemplo, viene expresada por una constante multiplicada por el producto de las masas de los cuerpos dividido por el cuadrado de la distancia entre ellos. Además, el mundo newtoniano podía prescindir de referencias finalistas; el movimiento de un carro se explicaba solo en términos de fuerzas y masas, cualquiera que fuera la intención de su conductor. Cada masa tiene una posición específica en un tiempo específico. Si se mueve, su tasa de cambio de posición con respecto al tiempo se denomina velocidad. Si la velocidad cambia, su tasa de cambio con respecto al tiempo se denomina aceleración. Las masas se aceleran en virtud de la acción de fuerzas. Las fuerzas surgen de la interacción entre cuerpos, por contacto y o por atracción o repulsión. Los
Principia establecieron tres leyes del movimiento que se suponen válidas en todas las escalas y regiones del universo.
Más tarde, Charles Coulomb y otros estudiaron la atracción y repulsión eléctricas, a imitación de la ley universal de la gravitación. Descubrieron que la fuerza ejercida entre dos cargas eléctricas, o entre dos polos magnéticos, era proporcional al producto de las cargas e inversamente proporcional al cuadrado de la distancia entre ellas. Pero mientras que todas las masas son positivas, las cargas eléctricas o los polos pueden ser positivos o negativos; ello significa que las masas gravitatorias siempre se atraen entre sí, mientras que cargas y polos pueden atraerse o repelerse mutuamente. El concepto de campo (magnitud que tiene un valor específico para cada localización del espacio y tiempo) extendía el poder de la mecánica newtoniana.
James Clerk Maxwell se percató de que los campos eléctricos cambiantes inducían campos magnéticos circulantes, estableciéndose un vínculo entre electricidad y magnetismo. Cuando armó el esqueleto conceptual del electromagnetismo obtuvo un resultado sorprendente: la luz correspondía a ondas de campos electromagnéticos.
La introducción de los cuantos sacudió los fundamentos del mundo newtoniano. El universo cuántico, contrario a toda intuición, carecía de simplicidad y elegancia. Por varias razones: primera, la diferencia a través de la escala, pues había que aplicar al micromundo leyes distintas de las que gobernaban el macromundo. Otra razón residía en la inhomogeneidad; ciertas cosas tienen un tipo de presencia en el mundo que difiere de la que muestran otras. Un tercer rasgo, la discontinuidad; los valores de las propiedades del espacio y el tiempo no fluían entre sí con la suavidad de lo que acontecía en la física newtoniana. Un cuarto aspecto, la incertidumbre; determinadas propiedades del universo newtoniano, tales como la posición y el movimiento, no podían establecerse a la vez y ni siquiera cabía afirmar que fueran reales. Un quinto, la impredictibilidad; y un sexto, la imposibilidad de prescindir del sujeto en ciertos tipos de medición.
Fue
Max Planck (1858-1947) quien introdujo la noción de cuanto en la ciencia. Siendo alumno en la Universidad de Múnich, uno de sus profesores le aconsejó que abandonara la física «porque era una disciplina en la que ya estaba todo dicho y solo quedaba rellenar algunos agujeros». No le importó rellenar los huecos y limpiar el polvo de los rincones. Trasladado a Berlín, se centró en la termodinámica, campo de la física interesado en las relaciones entre calor, luz y energía. De nuevo sus profesores le aconsejaron que abandonara porque no había nada nuevo que descubrir. Tampoco esta vez siguió el aviso. A
Planck no le atraían tanto las novedades cuanto consolidar fundamentos. Pero sería quien sacudiese esos cimientos.
Los materiales que mejor absorbían la luz incidente fueron llamados cuerpos negros por Gustav Kirchhoff. El gobierno alemán, instado por la industria eléctrica, pidió que se investigara la radiación de cuerpo negro. En 1892
Planck sucedió a Kirchhoff en la cátedra de Berlín e hizo suyo el problema. Un triple motivo le impulsaba: en cuanto servidor público trabajaría en un tema de interés nacional, la cuestión guardaba relación con trabajos que ya venía realizando y, por fin, el hecho de que el resplandor de las bombillas dependiera solo de la temperatura del material y no de su composición química sugería que la solución sería fundamental; de una manera similar a la naturaleza fundamental de la fuerza gravitatoria, señalada por su dependencia de la masa del cuerpo, no por su química.
Descubrió que los cuerpos absorbían y emitían luz selectivamente, como múltiplos enteros de cierta cantidad de energía, que él denominó hν, donde h es una constante que ahora lleva su nombre yν es la frecuencia de la radiación. Si E es la energía y n un entero, la fórmula de la radiación de
Planck será E = nhν. Muy pocos repararon en la idea de
Planck. Solo cinco años después, el joven
Albert Einstein, al redactar un ensayo sobre el efecto fotoeléctrico, explicaba la fórmula de
Planck con una sugerencia radical: la propia energía lumínica procede en múltiplos de h. Los cuantos de energía de luz recibirían más tarde el nombre de fotones. Los cuantos no eran un ardid matemático, como había creído Planck, sino una entidad física. Tampoco la idea de
Einstein tuvo mucho eco.
Todos los esfuerzos por encajar la teoría de
Planck en la física clásica fracasaron. Los cuantos aparecían por doquier en el mundo subatómico. En 1911, la crema de la física europea se reunió en una conferencia en Bruselas sobre la cuestión. Bajo el patrocinio de la industria Solvay, el encuentro fue presidido por Walther Nernst, quien primero consideró grotesca la idea del cuanto para admitirla luego como indispensable. La aceptación fue in crescendo. En 1913
Niels Bohr se interesó al comprobar en su tesis doctoral que la física clásica no podía explicar las propiedades electromagnéticas de los metales. La teoría clásica predecía que los electrones en órbita radiarían energía y terminarían por colapsar en el núcleo. Pero si suponemos, expuso
Bohr, que las órbitas del electrón pueden poseer solo momento angular en múltiplos de una nueva unidad natural, h/2p, entonces los electrones no tienen un número infinito de órbitas posibles alrededor del núcleo.
De todas las propiedades del mundo cuántico, una de las más espinosas es sin duda la identidad de las partículas, es decir, las formas que pueden adoptar. Hay dos clases posibles: bosones y fermiones. Los bosones siguen la estadística de Bose-Einstein; los fermiones, la de Fermi-Dirac. Esas dos posibilidades fueron descubiertas a mediados de los años veinte. Satyendra Nath Bose y
Albert Einstein hallaron las propiedades de los bosones. El principio de exclusión de
Wolfgang Pauli articulaba el comportamiento de los fermiones: dos fermiones idénticos (partículas con espín semientero, como los electrones) no pueden ocupar el mismo estado cuántico. Principio estructural fundamental, gobierna todas las formas de materia, de los átomos a las interacciones químicas, pasando por cristales y metales.
En la segunda revolución cuántica, de 1925-27, los físicos se esforzaron en imaginarse juntas ondas y partículas. Todo dependía del enfoque. Muchos extraños al campo sacaron la conclusión de que podían tenerse aproximaciones contradictorias de una misma realidad. En 1925
Heisenberg acometió la descripción del mundo cuántico en términos de la matemática de sus propiedades observadas, en una mecánica de matrices. E introdujo el principio de indeterminación. En 1926,
Erwin Schrödinger optó por enmarcarla en una mecánica de ondas; describía el cuanto como un tipo particular de onda que evolucionaba continua y predictiblemente en el tiempo de acuerdo con ecuaciones diferenciales.
Luis Alonso,
Sociología de la ciencia, Investigación y Ciencia, Mayo 2015, nº 464
[www.investigacionyciencia.es]