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En el mundo de la Filosofía, hay miles de teorías sobre la búsqueda de la felicidad y, hoy, voy a explicar mediante una experiencia personal lo que yo considero que es la felicidad.
El amor es sin duda una de las sensaciones más maravillosas que puede experimentar el ser humano. Y a su vez, una de las más dolorosas.
Desde que tenemos uso de razón, despierta en nosotros un cierto interés sobre el sexo opuesto, el nuestro o ambos, que nos hace descubrir un mundo de nuevas sensaciones y historias que nos marcarán de por vida, sea para bien o para mal.
A día de hoy, puedo contar mil y una historias con finales trágicos, historias largas que parecían interminables y otras tan breves que a veces las olvido y me las salto, historias fugaces, historias donde no era correspondida o donde fui correspondida por un determinado período de tiempo. Y a partir de aquellas historias donde arriesgue sin éxito, comenzaron las historias que nunca empezaron, llenas de momentos que nunca viví, de palabras que nunca dije y de cosas que no fui capaz de hacer, de sentimientos que no fueron a ninguna parte, de no saber si los sentimientos eran recíprocos o no, historias inacabadas – que no son realmente historias porque jamás sucedieron -, y se convirtió el ‘¿Qué hubiera pasado si…? en mi tortura diaria.
Con esto no quiero decir que el amor sea algo fácil de sentir, porque no es así. Pero es inevitable que una persona nos guste o nos atraiga, que son dos conceptos totalmente distintos a estar enamorado. Todos tenemos miles de historias que contar pero tan sólo unas pocas nos marcan. Entre ellas pueden estar nuestro primer amor – que no tiene por qué ser necesariamente nuestra primera pareja -, nuestro primer beso, aquel beso con aquella persona especial, nuestra primera pareja, nuestra primera relación seria, nuestro amor platónico, amores pasajeros…
Considero que las historias que más me han marcado, son las de mi amor platónico, la de mi primera relación seria y, por otro lado, la más reciente: una historia con un final abierto, inacabado, de la que no sé todavía si en algún momento empezó a escribirse un comienzo, una historia de aquellas que tenía como banda sonora la mortífera pregunta en mi cabeza.
Ocurrió hace unos meses y, yo me encontraba en la etapa de las historias que acababan antes de que empezaran. Juraba que tenía una armadura de hierro imaginaria puesta y que nadie lograría romperla, pues había sido un método práctico en ocasiones anteriores y me había salvado de sentir algo hacia alguien. Estaba convencida de que era realmente irrompible, y que aquello iba a protegerme del amor, o simplemente de la atracción hacia alguien. Quizás padecía algún tipo de Filofobia leve sin ser consciente, ya que toda aquella estupidez la hice por un inmenso miedo a enamorarme. Pero le conocí y sin darme cuenta fue rompiendo en silencio la armadura que yo misma había inventado. Y entonces, volví a sentir aquella sensación que hacía mucho tiempo que no experimentaba en mi cuerpo. Descubrir que sentía algo por alguien, más que entusiasmarme me enfadó, me enfadó porque estaba muy asustada, pero los días pasaban y yo me sentía muy a gusto a su lado. Mis sentimientos la mayoría del tiempo eran contradictorios: sentirme bien a su lado me hacía estremecer. Sentía terror porque a cada día que pasaba mis sentimientos crecían a pasos agigantados. Hice un esfuerzo y huí de su lado – a pesar de no querer hacerlo realmente – por miedo, sin darme cuenta de que por muy lejos que me fuera, mis sentimientos no iban a desaparecer. Fue un error del cual las consecuencias todavía sigo pagando. De vez en cuando, la Pregunta vuelve a mi cabeza como una pesadilla y, junto a ella, muchas otras más. Nunca podré saber lo que podría haber pasado si lo hubiera intentado, tan solo me queda el recuerdo de palabras, miradas y sonrisas de las que no sabré si tenían doble significado y, de palabras que jamás le dije y daría lo que fuera por habérselas dicho. Pero me di cuenta tarde de que debía reaccionar y mis manos ya estaban vacías. Aunque en realidad, siempre lo habían estado, por qué jamás tuve el valor de hacer algo para rellenar el vacío.
Lo que quiero decir con todo esto es que no debemos de tener miedo ni avergonzarnos de mostrar nuestros sentimientos, callarse es el camino fácil, si, pero también implica sufrir. Si decimos lo que sentimos, también podemos sufrir por no ser correspondidos, pero el dolor será temporal porque lo que realmente duele es quedarse con la duda. No hay que dejar que nuestros miedos e inseguridades venzan la batalla. La vida es demasiado corta para no hacer nada y dejar ir las cosas que nos importan.
Es por eso que, ahora prefiero sentirme arrepentida a martirizada por la duda de ¿Qué hubiera pasado si…? por no haberlo intentado. La vida no está hecha para desperdiciar oportunidades. Para vivir y ser felices necesitamos arriesgar de vez en cuando. Es obvio que algunas cosas por más que queramos no podremos cambiar, pero no yo no tenía excusa: quizá si le hubiera dicho lo que sentía no habría sucedido nada, pero a estas alturas sabría si era correspondida o no. Unas veces nos equivocaremos y otras acertaremos, pero siempre habrá que luchar por aquello que queremos conseguir. Y yo, en este caso, no luché por lo que quise y perdí a alguien que quería.
La felicidad se basa en acción – reacción, en hacer y fallar, en hacer y acertar. Pero por contraposición, no hacer nada puede desencadenar una reacción negativa. En mi caso, por ejemplo, yo no hice nada y la reacción de mi acto – sin ser realmente un acto ya que no hubo una acción por mi parte – fue la tristeza y la rabia de perder una persona que me importaba.
La felicidad no se persigue como si de un tesoro se tratara, no es un tren que pasa deprisa y tienes que apurarte en cogerlo porque o si no, no vuelve a pasar, no está escondida en ninguna parte más que en nosotros mismos: pues siempre la tenemos ahí, está en nuestra mano tomarla o dejarla donde está. La felicidad está infravalorada, ya que cuándo nos planteamos qué deberíamos hacer para ser felices, pensamos en cosas grandes, en nuestros sueños, sin ser conscientes de que la vida está llena de cosas pequeñas que nos causan grandes alegrías: un beso, un abrazo, una caricia, o incluso una palabra, un momento… Todos estos conceptos carecen de valor para muchos a causa de su excedencia en la sociedad de hoy en día. Quizás por eso hay tantas personas que dicen ser infelices, porqué están acostumbradas a las grandes alegrías de las pequeñas cosas y no saben apreciarlas. Los jóvenes de hoy en día ya no valoran besarse con otra persona, por qué es algo fácil de conseguir, de la misma manera que el sexo. Tampoco soy partidaria de una vida austera – sería demasiado aburrida –, simplemente creo que deberían de valorarse más las cosas aparentemente insignificantes.