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De hecho, el comercio interior ha sido creado en Europa occidental por la intervención del Estado. Hasta la época de la Revolución comercial, lo que podría parecernos comercio nacional no era sino municipal. La Hansa no pertenecía a los comerciantes alemanes; era una corporación de oligarcas del comercio que poseían puertos de enganche en una serie de ciudades del Mar del Norte y del Báltico. Lejos de «nacionalizar» la vida económica alemana, la Hansa separó deliberadamente al país del comercio. El comercio de Amberes o de Hamburgo, de Venecia o de Lyon no era de ningún modo holandés, alemán, italiano o francés. Londres tampoco constituía una excepción: su comercio era tan poco «inglés» como Lübeck «alemán». Un mapa comercial de la Europa de esta época, para ser exacto, únicamente tendría que mostrar ciudades y dejar el campo en blanco, pues éste, en lo que concierne al comercio organizado, era prácticamente como si no existiese. Las pretendidas naciones eran simplemente unidades políticas -y aún así muy laxas- formadas desde el punto de vista económico por innumerables familias autosuficientes de todos los tamaños y por modestos mercados locales situados en las aldeas. El comercio se limitaba a las comunas organizadas que lo aseguraban, bien de un modo local, bajo la forma del comercio de vecindad, bien bajo la forma del comercio a larga distancia. Los dos tipos de comercio estaban estrictamente separados y ninguno de ellos tenía la posibilidad de penetrar en las zonas rurales.
Para el evolucionista, que piensa que las cosas siempre se engendran con gran facilidad unas a otras, puede resultar escandaloso que el comercio local y el comercio a larga distancia estén tan definitivamente separados. Y, sin embargo, este hecho específico proporciona la clave de la historia social de la vida urbana en Europa occidental y tiende a apuntalar fuertemente lo que hemos dicho acerca del origen de los mercados, deducido de las condiciones reinantes en las economías primitivas. Quizás la división neta que hemos trazado entre el comercio local y el comercio a larga distancia pueda parecer demasiado rígida, en particular en la medida en que nos ha conducido a esta conclusión un tanto sorprendente: a saber, que ni el comercio a larga distancia ni el comercio local habían engendrado el comercio interior de los tiempos modernos. Esto no nos dejaba aparentemente otra opción, para conseguir una explicación, que buscarla en el
deus ex machina de la intervención estatal. Vamos a comprobar que, también en este caso, las investigaciones recientes apoyan nuestras conclusiones. Pero antes de pasar a ello, tracemos someramente la historia de la civilización urbana en la forma que adopta debido al peculiar desnivel existente entre comercio local y el comercio a larga distancia en los límites de la ciudad medieval.
Esta discrepancia estuvo en realidad en el centro de la institución de las ciudades medievales. La ciudad era una organización de burgueses. Únicamente ellos tenían derecho de ciudadanía y el sistema reposaba en la distinción entre burgueses y no burgueses, y, por supuesto, ni los campesinos ni los comerciantes de otras ciudades eran burgueses. Pero mientras que la influencia militar y política de la ciudad permitía mantener a raya a los campesinos de los contornos, esta autoridad no podía ejercerse contra los comerciantes extranjeros. Los burgueses se encontraban por tanto en una posición muy diferente, según se tratase del comercio local o del comercio a larga distancia.
La reglamentación de los productos alimenticios implicaba la aplicación de métodos tales como la publicidad obligatoria de las transacciones y la exclusión de intermediarios, métodos que servían para controlar el comercio y para evitar la subida de los precios. Esta reglamentación, sin embargo, era únicamente eficaz para el comercio establecido entre la ciudad y sus comarcas inmediatas. En cuanto al comercio a larga distancia, la situación era completamente diferente. Las especias, salazones y vinos tenían que ser transportados desde enormes distancias, lo que implicaba la intervención del comerciante extranjero y la aceptación de sus métodos, propios del comercio capitalista al por mayor. Este tipo de comercio quedaba fuera de la reglamentación local y lo máximo que se podía hacer era excluirlo, en la medida de lo posible, del mercado local. La prohibición absoluta de comerciar al detalle que se imponía a los comerciantes extranjeros pretendía justamente lograr este fin. Cuanto mayor era el volumen del comercio al por mayor del capitalista, más estricta se hacía la imposición de su exclusión de los mercados locales en donde habría podido figurar como importador.
Para los artículos industriales, la separación entre comercio local y comercio a larga distancia era aún mayor, pues, en esta clase de comercio, toda la organización de la producción destinada a la exportación estaba comprometida. Esto está en relación con la naturaleza misma de las corporaciones de oficios, en cuyo marco está organizada la producción industrial. En el mercado local la producción estaba reglamentada en función de las necesidades de los productores: se limitaba a la remuneración. Este principio no se aplicaba por supuesto a las exportaciones: en este caso, los intereses de los productores no fijaban límite alguno a la producción. De aquí se seguía que, si el comercio local estaba estrictamente reglamentado, la producción destinada a la exportación no dependía más que formalmente de las corporaciones. La industria exportadora dominante en la época -el comercio de tejidos- estaba de hecho organizada sobre la base capitalista del trabajo asalariado.
La reacción de la vida urbana ante un capital móvil que amenazaba con desintegrar las instituciones de la ciudad consistió fundamentalmente en separar de forma cada vez más estricta el comercio local y el comercio de exportación. Para evitar el peligro del capital móvil la ciudad medieval prototípica no intentó colmar el desnivel que separaba a un mercado local, controlable en sus aspectos aleatorios, de un comercio a larga distancia que resultaba incontrolable. Por el contrario, presentó cara directamente al peligro aplicando, con el más extremo rigor, esta política de exclusión y de protección que constituía su razón de ser.
Esto significaba en la práctica que las ciudades suprimían todos los obstáculos posibles para la formación de este mercado nacional o interior que reclamaba el capitalista mayorista. A partir de entonces el principio de un comercio local no concurrencial y de un comercio a larga distancia, asimismo no concurrencial y realizado de ciudad en ciudad, era mantenido y, de este modo, los burgueses impedían por todos los medios a su disposición la absorción de las zonas rurales en el espacio del comercio, así como la instauración de la libertad de comercio entre las ciudades del país. Fue esta evolución la que impulsó al Estado territorial a adoptar un protagonismo como instrumento de la «nacionalización» del mercado y como creador del comercio interior.
En los siglos XV y XVI la acción deliberada del Estado impuso el sistema mercantil al proteccionismo más encarnizado de ciudades y principados. El mercantilismo destruyó el particularismo superado del comercio local e intermunicipal haciendo saltar las barreras que separaban estos dos tipos de comercio no concurrencial, dejando así el campo libre a un mercado nacional que ignoraba cada vez más la distinción entre la ciudad y el campo, así como la distinción entre las diversas ciudades y provincias.
Karl Polanyi,
La gran transformación. Crítica del liberalismo económico, Ediciones La Piqueta, Madrid 1989