En
Caracteres,
Teofrasto, discípulo de
Aristóteles, inaugura el estudio sobre la tipología de las principales formas de ser del hombre, una especie de primer bestiario del animal humano. Salvo que se considerase genéricamente incluido en su capítulo XX titulado
De la impertinencia, echo de menos en el breve tratado la catalogación y la oportuna descripción de un tipo demasiado abundante, por desgracia, para poder ser desestimado: el del
aguafiestas.
No se necesita larga experiencia: basta haber gustado siquiera las primicias de la vida para saber que sus frutos no son siempre dulces. Al contrario, el oficio de vivir resulta con frecuencia gravoso y, como quiera que nos está reservada en este mundo no poca pesadumbre por inmutable decreto del hado, nos inventamos ilusiones que nos ayudan a sobrellevarla con buen ánimo, imaginándonos que la vida pueda llegar a parecernos a veces divertida como una fiesta. Pero tan pronto ponemos el pie en esta, no uno sino varios cenizos malasombras compiten entre sí por ser el primero en aguarla recordándonos la inmensidad de las desgracias que nos aguardan, desengañándonos de la más dudosa esperanza que anide en nuestro pecho, anticipándonos toda suerte de decepciones y, en general, esforzándose por deprimirnos y desmoralizarnos, y ello en nombre de la lucidez, de la honestidad, del realismo o de una sinceridad mal entendida. Recuerdo haber asistido a una boda en la que el sacerdote que oficiaba la misa, durante la homilía, preguntó a los contrayentes si acudían contentos a recibir el sacramento del matrimonio y, sin esperar respuesta, se contestó a sí mismo que cómo no iban a estarlo, que por supuesto que estaban contentos, que si no lo estaban entonces cuándo lo estarían, siendo ese sin duda el mejor momento, el pináculo de sus biografías, pues a partir de esa hora habrían de venir –añadió, mientras la pareja empalidecía y los desconcertados asistentes empezábamos a murmurar– los conflictos, las frustraciones, las faltas de respeto, las pequeñas o grandes infidelidades, las humillaciones mutuas, las vejaciones…
No me retraigo de decir que una buena porción de la cultura contemporánea, precisamente la de más ambiciosa vena, se me antoja a menudo tan aguafiestas como el sermón de este clérigo. Abro con avidez intelectual, por ejemplo, un libro de filosofía recién publicado, aplaudido por la mejor crítica, y compruebo que el autor se aplica, una vez más, a la faena de persuadirnos de que nuestra vida es absurda, carente absolutamente de sentido alguno, y que sólo nos queda demostrar el valor de aceptar la podredumbre y la miseria de nuestra triste condición superando el infantilismo de los falsos espejismos que nos hechizan. Y no otro mensaje de fondo transmiten la mayoría de las novelas de la alta literatura, las películas de los directores más vanguardistas, las obras dramáticas más originales, las instalaciones de los artistas más rompedores. Será un arte lúcido, honesto, realista y sincero, pero digamos como mínimo que no contribuye mucho a vivir con gozo.
Un espécimen peculiar dentro del género de
aguafiestas lo constituye el individuo que, presa de alguna forma de resentimiento, sufre por las risas que nacen alegremente en el grupo y trata de arruinar esta felicidad compartida por medio de comentarios destinados a neutralizar el ingenio de quienes han sabido crearla. La palabra espantagustos lo designa con precisión: alguien que no hace nada por sostener la conversación o colaborar en el entretenimiento general, pero, rencoroso del placer ajeno, en especial del colectivo, nunca encuentra gracioso el chiste pronunciado por otro, o lo revienta, o a mitad del cuento anticipa con un gesto de desdén que ya se lo sabía.
Hallaríamos incompleta, incluso inhumana, a una persona que, compendiando todas las virtudes intelectuales y morales imaginables, fuera por completo incapaz de reírse. Tomemos, por ejemplo, el ideal renacentista dibujado en
El cortesano (1528) de
Baltasar de Castiglione. “La risa –escribe– es tan natural en nosotros que, por describir un hombre, se suele decir que es un animal dispuesto a reírse; porque el reír solamente se ve en los hombres y es casi siempre testigo de una alegría que se siente en el corazón, el cual naturalmente es inclinado al placer y apetece el reposo y desenfadarse”. ¿Y por qué nos reímos? ¿Qué nos mueve a risa? “ Digo que el fundamento y casi la fuente donde nacen las gracias que hacen reír consiste en una cierta desproporción o disformidad, si quisiéredes así llamarla; porque solamente nos reímos de aquellas cosas que en sí desconvienen”. Con esta observación,
Castiglione se adelanta en más de dos siglos a la teoría que, a partir de
Francis Hutcheson y sus
Thoughts on laughter (1725), será dominante: la risa es la respuesta placentera a la percepción en la realidad de una incongruencia (ese tropiezo y aparatosa caída en la calle que provoca la carcajada de los viandantes). Somos receptivos a la percepción de esta incongruencia porque nosotros mismos somos una manifestación de ella, una verdadera anomalía. La naturaleza, que sólo cuida de la perpetuación de la especie y se desentiende de la suerte de sus miembros particulares, tuvo un rapto de genialidad en una loca noche de excesos y creó su obra maestra: el individuo consciente de su dignidad incondicional, último estadio en la evolución de la vida. Pero como si a la mañana siguiente, ya serena, se arrepintiera de lo hecho, no llevó después su obra hasta las últimas consecuencias y, en lugar de hacerle justicia a la dignidad que le otorgó, le reservó el mismo destino que al resto de las entidades impersonales sin su consciencia ni su dignidad: la vulgaridad de la muerte. De ahí el extrañamiento esencial del hombre respecto a su entorno natural, y de ahí también la génesis de la cultura, la construcción de una segunda naturaleza que hace habitable la primera para este ser esencialmente contradictorio, excéntrico (en términos del antropólogo
Helmuth Plessner), natural y antinatural a partes iguales. En conclusión, incongruente él mismo en sumo grado y muy inclinado a reír por las incongruencias del mundo.
Esta anomalía riente que somos cada uno de nosotros ha de someterse al imperio de una realidad mortalmente seria. Uno desea, anhela, espera, pero un ciego y fatal mecanicismo, que se complace en destruir las entidades individuales, desbarata los planes y acaba siempre imponiendo su cruel economía. Todos los días nuestra experiencia cotidiana confirma esta resistencia densa y pesada, que deja en nuestro corazón posos de angustia, malestar o melancolía.
Con todo, también se producen treguas, vacaciones de la realidad, instantes en los que sus leyes quedan provisionalmente suspendidas. El sueño, el juego, la intensidad del arte y del erotismo o el sentimiento oceánico de lo divino abren espacios en nuestras vidas que interrumpen dichosamente el viejo encadenamiento causal del mundo, niegan por un tiempo la tremenda seriedad de la vida y, al suscitarnos la ilusión de un mundo alternativo, sin dolor, nos convidan a liberar una fantasía largamente reprimida. El humor constituye una de estas placenteras vacaciones de realidad. Escribió
Kierkegaard: “Lo trágico es la contradicción sufriente; lo cómico, la contradicción indolora”. La percepción de una contradicción inesperada en dicha realidad causa placer mental. Siempre satisface sorprender la existencia de fallos en el amo tiránico que nos humilla. Y, por otro lado, esa contradicción nos desvela de forma incruenta, objetivada en el mundo, la verdad sobre nuestra propia incongruencia esencial.
La observación de estos desajustes en el mundo despliega un efecto genuinamente cómico, que singulariza al humor de las otras treguas del inflexible principio de realidad: un efecto de relativización de lo observado. Muchas son las modalidades de lo cómico: el ingenio, la broma, el chiste, la ironía, el sarcasmo, la parodia, la sátira. Pero en todas subyace un elemento común: el objeto del humor siempre disminuye en tamaño a los ojos del observador.
Kant acuñó la célebre fórmula: “La risa es una emoción que nace de la súbita transformación de una ansiosa espera en nada”, donde el acento recae sobre la nada final. Lo cómico tiene, pues, un impacto anonadante. Y, como era de esperar, la relativización nihilista de lo cómico ofende a quien aspira a constituirse en todo. Es decir, a los totalitarismos.
Aludiré ahora a cuatro formas de totalitarismo a los que el humor muerde especialmente por la vía de cuestionar o disolver sus pretensiones absolutistas.
El totalitarismo político, que, en nombre del patriotismo, destierra el humor de sus fronteras como
Platón expulsó a los poetas de su república. El totalitarismo religioso de aquellos fanáticos que se adhieren incondicionalmente a los credos y preceptos que dicta la autoridad espiritual sin someterlos siquiera mínimamente al tribunal de su conciencia. Aunque los dos grandes sistemas totalitarios del pasado siglo han sido notoriamente ateos, la Historia enseña que el totalitarismo político y el religioso se buscan y con frecuencia se alían, porque mutuamente se convienen para la consecución del común fin perseguido: la obediencia. Se reparten los papeles: el primero, el sometimiento del cuerpo; el segundo, el acatamiento íntimo de la conciencia. En ambos casos, hurtan algunos aspectos de la realidad a la deliberación racional y libre por el procedimiento de su sacralización. El humor, por el contrario, desacraliza el ídolo así levantado y, con su actuación iconoclasta, paradójicamente libera una posibilidad político-religiosa sana, aquella política y aquella religión que resisten con éxito y sin temor el relativismo que introduce lo cómico.
Buenas dosis de sano relativismo son también indicadas como remedio para la tercera forma aquí considerada: el totalitarismo del yo. El yo moderno, enamorado de sí mismo con sobrado énfasis, muestra una continuada tendencia a la autodivinización. Si la propensión es llevada demasiado lejos, evoluciona en egolatría patológica. El loco ríe pero sin humor, porque la percepción de la incongruencia inherente a la risa presupone una normal comprensión, que le falta al enfermo mental, de la congruencia de la realidad que justamente el hecho cómico trastoca (el tropiezo es divertido sólo para quien esperaba un caminar normal, sin traspié). Quien se toma a sí mismo demasiado en serio deja enseguida de reír, y en ese minuto se hace risible, ridículo ante los demás. No se trata de negar el amado ego, con sus anhelos infinitos, sino de educarlo para propiciar la convivencia entre iguales, y una buena manera de civilizarlo es practicar el humor a costa de uno mismo. La cortesía de la autoironía.
Por último, la forma de totalitarismo más universal y definitiva de las cuatro aquí enunciadas: el totalitarismo de la muerte. Desde el mismo momento del nacimiento, ya empezamos a envejecer y en el devenir de nuestra mortalidad va esta asumiendo los contornos de un perfil individual que algún día, incomprensible e injustamente, la muerte destruirá. “La muerte –escribe
Max Scheler en
Muerte y supervivencia– no es simplemente una parte empírica de nuestra experiencia, sino que es de esencia de la experiencia de toda vida, inclusive de la nuestra propia, el hallarse dirigido hacia la muerte”. En consecuencia, la muerte no sólo nos espera al final del camino sino que informa y configura nuestro ser mientras lo recorre. El absolutismo del principio de realidad nos abruma, como un fondo trágico que enmarca nuestra cotidianidad hasta su amargo desenlace. De ahí que
Scheler recomiende en su ensayo un poco de frivolidad metafísica, “ese sosiego y esa jovialidad ante la gravedad e importancia del pensamiento de la muerte”. Si nos tomáramos la vida con la enfadosa circunspección que merece, posiblemente se nos haría invivible. Hemos de preferir, pues, un desenfado filosófico con función desdramatizadora, que dé a nuestra vida cotidiana una liviandad soportable. Y, entre las frivolidades que desenfadan y alivian, destaca sin duda la risa, que no es salvadora ni redentora, por desgracia, pero sí higiénica, sanadora y maravillosamente amable.
El humor se encuentra en permanente tensión con sus límites. Más aún, sólo si hay límites el humor tiene gracia. Le ocurre como al eros: que, según
Bataille, requiere de lo sagrado para profanarlo, igual que el blasfemo necesita cerca a un devoto temeroso de Dios. Pasarse de la raya pero sólo para confirmarla y luego volver a pasarse. Ese juego entre la regla y su rebasamiento está reservado a quien sabe proceder con tacto y posee el don de la oportunidad para comprender la idiosincrasia de las diferentes situaciones, atento a lo que cada momento concreto prudencialmente pide o permite. El cortesano perfecto, en el ideal de
Castiglione, ha de desarrollar este sentido indefinible, al que, por su importancia, dedica todo un capítulo de su tratado:
Términos y modos que debe usar el cortesano en el decir de las gracias y motes para hacer reír (II, 5), donde se lee: “ Así que todo lo que mueve a risa decimos que alegra y da placer, y hace que aquel rato el hombre se olvide de las enojosas pesadumbres, que tienen en nuestra vida lo más del tiempo ocupada. Por eso todos huelgan de reír, y es de mucho loar el que le mueve en los otros a buena sazón y por ”. Un buen arte, contextual y situacional, que ayuda a discernir los límites temporales, espaciales y temáticos concurrentes en cada caso, sin que sea posible formularlos de antemano con un carácter universal.
Con todo, no sería demasiado arriesgado proponer un principio vagamente general, ya sugerido en el tratado renacentista cuando dice: “ Conviene que huya el cortesano de ser tenido por maligno o perjudicial, y no cure de decir donaires por sólo hacer despecho y tocar en la llaga que más duele”. En otras palabras, el límite es… el dolor ajeno. El humor no debe añadir sufrimiento a este mundo, sino aliviar el mucho ya existente, y a medida que la empatía –la imaginación para ponerse en el lugar del otro– progresa en una cultura, los límites también avanzan. La sátira, que ridiculiza polémicamente la conducta de los poderosos, sería una excepción sólo aparente, porque aquí el aguijón del humor se pondría al servicio de la crítica social, funcionando como punzante instrumento de antipoder.
El humor nos permite tomarnos, de vez en cuando, unas placenteras vacaciones de realidad; derrama perfumadas gotas de frivolidad sobre un mundo mortalmente serio y previsible; combate los totalitarismos, incluido el más temible y absoluto de ellos; destierra la pesadumbre y proporciona descanso y pasatiempo al pecho afligido. Vistas tantas ventajas y otras que podrían añadirse, uno estaría tentado de vocear por plazas y pregonar por calles: “Ríase, ríase la gente”.
Y ahora puede también calcularse la magnitud del delito que comete el
aguafiestas, especializado en frustrar el raro placer de estar en buena compañía.
Javier Gomá,
Teoría del aguafiestas, La Vanguardia 13/02/2016