¿Hay causas ocultas que determinan las acciones que creemos tomar libremente? Filosofía y Ciencia se han preguntado por ello de forma recurrente. La reciente traducción de un artículo de R. M. Chisholm en este blog nos volvía a traer a colación el central problema de la libertad y el yo, auténtica piedra angular de toda la ética, de multitud de sistemas filosóficos y sostén de muchas teorías sociológicas, políticas, etc. Aquí van algunas reflexiones al respecto, hoy por hoy algo desoladoras y sin duda cargadas de perplejidad.
Las ciencias, al acecho
Mucho se ha escrito sobre la libertad de nuestras acciones en los últimos tiempos. Los descubrimientos más recientes en los campos de la química, la biología, la psiquiatría, la neurología, la sociología y la psicología, todos alumbrados por la teoría sintética de la evolución, parecen ir poniendo en cuestión cada vez más la singularidad de las llamadas explicaciones intencionales que manejan las ciencias sociales, es decir, aquellas explicaciones que nos consideran sujetos autónomos cuyas acciones son producto de nuestras creencias, deseos y decisiones. El hecho de que estos elementos sean inobservables conjuga mal con la empresa científica, tal y como evidenció el fracaso del conductismo. Además, la libertad del yo supone una extraña excepción en medio del mundo causalmente determinado que la ciencia describe (sobre la indeterminación volveré más adelante).
La sospecha original sobre la libertad probablemente fue sembrada por la propia reflexión filosófica al menos desde el mecanicismo determinista del atomismo de Demócrito y Leucipo. Pero sin duda, el triunfo del mecanicismo moderno y el progreso científico a él aparejado la revitalizaron. El panteísmo de Spinoza alumbró la que se ha dado en llamar la “hipótesis monstruosa”: “los hombres se equivocan al creerse libres, opinión que obedece al solo hecho de que son conscientes de sus acciones e ignorantes de las causas que las determinan. Y, por tanto, su idea de «libertad» se reduce al desconocimiento de las causas de sus acciones, pues todo eso que dicen de que las acciones humanas dependen de la voluntad son palabras, sin idea alguna que les corresponda”. Desde entonces, los hitos filosóficos se sucedieron contra la libertad como facultad del sujeto, haciendo crítica de éste ya en Locke y sobre todo en Hume que lo consideraba mero haz de representaciones. El yo se deslabazó como agregación de pulsiones en Nietzsche, fue fragmentado en niveles de consciencia en Freud, se hizo pieza del engranaje histórico en el materialismo marxista más frío, se hizo mero instrumento en los modelos estructuralistas e incluso conoció la muerte como autor en el discurso postmoderno de los Foucault y compañía, a pesar de los densos esfuerzos ontológicos de Sartre y la cercanía fenomenológica de Ortega y Gasset por mantener su radical libertad a flote.
Las ciencias, en definitiva, llevan décadas al acecho cuestionando la libertad humana e incluso la identidad del yo como sujeto de acción libre.
Deseos, creencias y deliberación
Hay que tomarse todo esto con cautela, pues por un lado es posible que estemos siendo presos de tendencias postmodernas disolutivas del yo y de su responsabilidad, un tanto de moda; y por otro, no puede obviarse que toda tesis científica es provisional, siempre susceptible de ser falsada. Sin embargo, desde un punto de vista fenomenológico y acaso existencial sobre nuestras más íntimas e inmediatas percepciones acerca de nuestra propia libertad e identidad, sin desprendernos del sano escepticismo crítico inherente a cualquier análisis filosófico, resulta difícil no seguir en la sospecha.
Por lo general, decimos que las acciones que emprendemos son producto de nuestra libre decisión a partir de nuestros deseos y creencias. Pero ¿qué son nuestros deseos? ¿A qué obedecen? ¿Acaso no será que nos determinan en un juego de fuerzas tan sutilmente equilibrado que nos hace creer que optamos entre ellos libremente? La investigación actual asume que las diferentes personalidades de los individuos, como una de las fuentes de nuestros deseos y su jerarquía, son una adaptación evolutiva. Incluso las variaciones no adaptativas serían un epifenómeno del proceso de especialización cognitivo. Es decir, que la especie aumenta sus posibilidades de supervivencia si retiene cierta reserva de variabilidad en las personalidades de sus miembros. ¿Somos pues dueños de esos deseos? ¿O más bien nos eligen? ¿No somos más bien esos mismos deseos cúmulo equilibradamente desordenado de impulsos determinados? ¿En qué más difieren nuestras preferencias de las del perro, al margen de su mayor complejidad? ¿No podría incluso decirse que el tiempoprefiere sacar a pasear al sol en verano y a la lluvia en otoño? ¿Qué son las “preferencias” o “deseos” sino conscientes regularidades por la que nos decantamos acaso de forma tan caóticamente determinista como el clima? Aquí es donde Schopenhauer se plantea que podemos hacer lo que queremos, pero no podemos querer lo que queremos.
Por otra parte, se argumenta que para considerarnos libres lo auténticamente importante es que somos conscientes de la finalidad y de las razones que nos permiten tomar la decisión, como defiende P. F. Strawson. Esta es la íntima e inmediata experiencia de deliberación que somos tan reacios a descomponer en términos de una pura cadena causal de factores que apenas podemos intuir, y que sin embargo disciplinas como la neurociencia están desmenuzando. De nuevo, la tesis de Spinoza: ¿No será esta combinación de consciencia e ignorancia la clave para comprender la persistencia de la idea de libertad?
En el proceso consciente de “deliberación” contemplamos varias posibles líneas de acción que evaluamos en función de sus consecuencias que creemos conocer, optando entre ellas sin sentir que estemos necesariamente determinados en ello. Pero ¿hasta qué punto podemos decir que interpretamos objetivamente esas posibilidades, y que en nuestra consciencia no está simplemente aflorando el embate entre pulsiones o apetitos que nos subyace bajo el ropaje de razonamientos? Ya decía Unamuno que “la razón construye sobre irracionalidades”. ¿Quién podría sostener hoy que conocemos objetivamente posibilidades y resultados dentro de la información disponible sin ningún tipo de sesgo determinante? Se podrá argumentar que el contraste con la realidad ha ido puliendo nuestra objetividad posible, porque quienes se dejan llevar sólo por sus deseos suelen fracasar frente a quienes se atienen más a la realidad. Pero, aun en ese caso, ¿no habrían sido seleccionados estos mismos “deseos”, para formar agregados de los mismos que fueran perdurables, es decir, adaptativos? Las personas seríamos así razonables agregados de deseos con suficiente plasticidad para expresarse según la circunstancia. La consciencia, el escaparate al que sale este guión preestablecido.
Por otra parte, se ha argumentado que a diferencia del animal sometido a su impulso, el hombre es libre porque su comportamiento es racional.Pero ¿es libre la elección racional? Las ciencias sociales han tratado de construir su regularidad apoyándose en el principio de racionalidad, o principio cero de las ciencias sociales, como lo planteó Popper, para ser capaces de inferir actos a partir de deseos y creencias. El carácter paradójicamente infalsable de este principio – que siempre puede acomodarse modificando las creencias y deseos que atribuimos al sujeto a posteriori de la acción – acaba aparcando en cualquier caso a la libertad: Si planteásemos el escenario en el que el sujeto no eligiera lo más adecuado aun sabiendo que lo es, como prueba de que actúa libremente, sería entonces porque habría “evaluado” de forma diferente que lo más adecuado es no hacerlo para demostrar tal cosa, modificando por tanto lo que es “objetivamente mejor”. Blanco móvil: del sujeto siempre puede decirse que ha sido racional, del mismo modo que puede decirse que ha sido libre, encerrados en una tautología poco significativa.
¿Qué hay realmente en el trasfondo de este discurso sobre sujetos que actúan con arreglo a sus deseos y creencias? La ciencia apunta a un mecanismo adaptativamente útil conocido como la folk psychology, o psicología del sentido común. Esta simplificación, como muestra J. Mundó, sería un ejemplo de las muchas que permiten a nuestro cerebro economizar esfuerzos y asimilar e interpretar la desbordante e hipercompleja información que recibimos para nuestra supervivencia. La generación de endorfinas y otros neurotransmisores que causan cierto placer para premiar aquellas simplificaciones evolutivamente adaptativas lo afianzaría. Hablar de sujetos, deseos y creencias sería el resultado útil de nuestro desarrollo psicológico como especie en un asunto tan relevante para la supervivencia: ser capaces de predecir el comportamiento ajeno.
Quizá, en la práctica resulte técnicamente imposible lograr nada mejor que esta psicología instintiva para ser capaces de gestionar e interpretar la enorme complejidad de variables que determinarían nuestro comportamiento. El homo sapiens seguiría siendo en última instancia imprevisible para el homo sapiens. Pero ello no prueba que éste sea realmente libre. Más bien, al contrario, las explicaciones causalmente deterministas siguen ampliando los horizontes de la ciencia afianzando la tesis de que nuestra libertad es una ilusión. Pero, ¿y si la ciencia hubiera encontrado un límite para interpretar el mundo en términos puramente causales?
La mecánica cuántica y el clinamen
Han sido muchos los que se han aferrado al fenómeno de la mecánica cuántica y su radical incertidumbre para intentar hacer frente al todopoderoso avance del determinismo reduccionista. Aunque pueda resultar altamente especulativo, no son pocos los que se han preguntado si la incertidumbre inherente a la mecánica cuántica podría, de alguna forma, albergar aquel clinamen de Epicuro y Lucrecio, ese último refugio para nuestra libertad que desviase espontánea e inexplicablemente la predecible trayectoria de los átomos. Sobre estos planteamientos se han venido pronunciando multitud de científicos y filósofos sin unanimidad (Eddignton, Böhr, Schrödinger, Penrose, Hodgson, Denett, Hawking,…), en ocasiones con planteamientos de enorme laxitud y escasa rigurosidad para con las teorías científicas.
A grandes rasgos, la primera objeción probablemente sería que los fenómenos macroscópicos son deterministas puesto que los efectos de la incertidumbre cuántica se encuentran confinados y son imperceptibles a su nivel. Pero, ¿puede afirmarse con rotundidad esta autocancelación a nivel macroscópico de las indeterminaciones cuánticas? Algunos como Denett rechazan los intentos por reinterpretar en términos de la mecánica cuántica tesis como las de Kant y Schopenhauer porque una voluntad libre alojada en el espacio nouménico-cuántico se hallaría radicalmente separada del mundo fenoménico-macroscópico, dicho con brocha gorda. Quienes, sin embargo, han querido mantener una puerta abierta por esta vía para congeniar el fisicalismo determinista con la libertad, se afanan en postular una posible conexión que provocase que en el mar de cadenas causales pudieran surgir fracturas indeterminadas. Para Hodgson a la dicotomía determinismo o azar, que titula como el error de Hume, se le puede proponer una tercera vía en laque el indeterminismo local y la no-localidad causal de la mecánica cuántica puedan contemplar elecciones humanas que no sean determinadas pero tampoco azarosas, apoyándose en la existencia de fenómenos cuánticos en nuestro cerebro.
No obstante, aun cuando ubicásemos esa suerte de voluntad libre tras del comportamiento azaroso del mundo cuántico, ello no socavaría la estructura determinista de la realidad. ¿No sería el determinismo más bien un prerrequisito, como argumentó Hume, para la propia evaluación moral? Pues si las causas últimas de la acción libre son puramente azarosas, no puede exigírsenos responsabilidad alguna. Y si dicha acción está determinada, tampoco. Sólo una ruptura de la cadena causal en la identidad cerrada y oscura de un yo, origen de la acción, podría habilitar el juicio ético. Necesitados entonces de la estructura causal para comprender el mundo, nos asomamos de nuevo al problema del encadenamiento ad infinitum de las causas, de aquella Gran cadena del Ser de Leibniz, que quizá provoca nuestra pregunta por el sentido del mundo, y que si se rechaza como infinita sólo se rompe, como Aristóteles, acudiendo a un Primer Motor, o a un yo en el caso de la acción libre. Pero apelar a una noción irreductible del yo como salvavidas de la libertad ¿puede persuadirnos más allá de lo que la ciencia nos muestra como lo más verosímil a la luz de sus avances?
Análisis y lenguaje
El problema podría ser irresoluble, sin embargo, simplemente porque estaría mal formulado, tratando de unir juegos del lenguaje inconmensurables. Por un lado, si se mira con detenimiento, no deja de resultar paradójico que la munición de ese ataque de las ciencias a la idea de libertad pudiera provenir de la propia experiencia de ser agentes, es decir, de ser conscientes de nuestra libertad, como apuntaba Chisholm al hablar de causalidad inmanente y causalidad transitiva. Así, no son pocos los autores contemporáneos, como P. F. Strawson, que insisten en que esa experiencia de ser agentes sería el fundamento desde el que hemos construido el principio de causalidad que vertebra la ciencia, como ya conté en esta entrada sobre el sentido de la realidad. Paradójicamente, la indefinida extensión del reino de la causalidad habría acabado acorralando a nuestra propia experiencia de libertad. Por eso, cuando la ciencia cuestiona nuestro sentimiento de libertad contraatacamos observando la contingencia del propio principio de causalidad que la sustenta: ¿no surgió de la propia “experiencia de ser agentes”? Y entonces ¿con qué legitimidad viene ahora a cuestionar esa experiencia como ficticia? La circularidad parece patente. Pero ésta podría no ser sino la de nuestro propio lenguaje, causalmente articulado y forzado a encadenamientos infinitos de “¿por qué?”. Parece que, como le aconteciera a Wittgenstein al pronunciarse sobre la ética o la religión, estaríamos así palpando por dentro los barrotes de la jaula de nuestro propio lenguaje. Y sin embargo, quizá “este arremeter contra las paredes de nuestra jaula es perfecta y absolutamente desesperanzado”.
Por otro lado, como comentaba acerca de la folk psychology, las estructuras cognitivas y lingüísticas que nos permiten simplificar la apabullante e hipercompleja realidad se desmenuzan fácilmente en cuanto intentamos analizarlas en profundidad, encontrando al fondo un carácter pragmático e intersubjetivo. Ni siquiera la apelación a los datos puros es posible, pues como lugar común en filosofía de la ciencia, manejar un lenguaje puramente observacional, ajeno a la teoría y por tanto al prejuicio, no es factible, tal y como ha defendido Hanson. Por eso, evolucionen como evolucionen en su contraste con la refutación empírica, los conceptos ya sean científicos, metafísicos o del sentido común, acaban tarde o temprano enfrentándose a la conocida paradoja de sorites, también conocida como la paradoja del montón, atribuida a Eubulides de Megara (s. IV a.C.): ¿En qué momento un montón de arena deja de serlo cuando se le van quitando granos?
Observando el yo como montón, el problema no sería distinto, y nos introduce de lleno en el mundo de la filosofía de la mente y, desde el giro lingüístico, en la filosofía del lenguaje: ¿A qué nos referimos exactamente cuando hablamos del sujeto, del yo, del agente que se pretende libre? ¿quedan los deseos y las creencias fuera o dentro de su delimitación? ¿Y a través de qué interfaz se relacionaría con el mundo, superado el dualismo pitagórico-platónico que reformuló Descartes apañándose con su glándula pineal? Las oscuras apelaciones a la superveniencia y los intentos de las teorías emergentistas por reconciliar un nivel mental irreductible al físico no recuerdan sino a los discursos que tratan de ocultar bajo una misteriosa capa el puro desconocimiento de los mecanismos que le subyacen para la determinación de los fenómenos. Spinoza, reloaded.
En cualquier caso ninguno de estos intentos parece poder sustraerse a la pragmática del lenguaje, que fija el mínimo afirmable sobre nuestra identidad en una mera convención intersubjetiva. El significado del “yo” no sería sino el conjunto de las descripciones con las que podemos identificar esa palabra, estructuralmente unidas por relaciones jerárquicas, como en el modelo de racimo (cluster) del que hablaba Wittgenstein, quien incluso en 1929 había llegado a vaciarla de tal contenido que decía que “La palabra “yo” pertenece a aquellas palabras que se pueden eliminar del lenguaje”. Parece, pues que el yo no sería sino un constructo social con el que reunimos una serie de características que perduran hasta cierto punto unidas en el tiempo, en un proceso de autoconstrucción y autodestrucción. La correspondencia de ese individuo libre que concebimos con una suerte de entidad realmente libre es un misterio, aunque por lo visto, poco verosímil. Del mismo modo, de la libertad acaso sólo podamos decir que es un agregado estructurado de las convenciones que hemos dispuesto para considerar que un sujeto es libre: estar determinado por causas que nos sean básicamente desconocidas, como hace cuatro siglos ya apuntaba Spinoza, lo cual puede formalmente no ser muy distinto de decir que un sujeto es libre cuando actúa conforme a sus creencias y deseos encadenadas “sólo por la razón”, como decía el filósofo neerlandés. Lo cual, por cierto, no es poco.
Seguiremos recurriendo a esta vía intuitiva en nuestro día a día hablando sobre nuestras acciones condicionadas pero en última instancia libres intuyendo, no obstante, que lo más verosímil hoy por hoy es que no sean más que un simulacro reductible a explicaciones causalmente deterministas que, quizá, nunca lleguen.
Javier Jurado, ¿Somos libres?, La galería de los perplejos. Blog oficial de la asociación arjaí 14/09/2015
Bibliografia:
B. Spinoza, “Ética demostrada según el orden geométrico”
P. F. Strawson, “Análisis y Metafísica”
J. Mundó: “Filosofía, ciencia social y cognición humana: de la folk psychology a la psicología evolucionaria”
L. Wittgenstein, L., “Conferencia sobre ética”
J. Locke: “Compendio del Ensayo sobre el entendimiento humano”
D. Hodgson: “The mind matters”
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