En una entrada anterior vimos cómo para Byung-Chul Han la sociedad digital puede interpretarse como una nueva fase del capitalismo tardío. Siguiendo el análisis, otro enfoque desde el que se puede leer esta obra se centra en los efectos inmediatos que ha tenido la revolución de las TIC sobre nuestra concepción del espacio y del tiempo. Fundamentalmente a través del fenómeno que ha derribado la τῆλε, la distancia, cuestionando el ejercicio de la intermediación (informativa, formativa, política,…) y que además impacta especialmente en nuestra relación con el otro. En esta obra,
Han ofrece, como es típico en su mirada, la cara amarga de esta alteración.
Des-distanciamientoHan, constatando que “la comunicación digital deshace, en general, las distancias”, al romper el “pathos de la distancia” inherente al respeto, afirma que se “deja paso a una mirada sin distancias, que es típica del espectáculo”. Esta ruptura de la distancia, que facilita la sociedad de la transparencia, esa sociedad sin pudor en la que se mercadea con la intimidad, es también consistente con su tesis de que el sistema ha fomentado la pura positividad acumulativa, que niega la negatividad y que resulta típica de su voracidad que, en este sentido, también ambiciona lo lejano: “La falta de distancia es una dimensión positiva: le falta la negatividad, que caracteriza la cercanía. En ella está inscrita la lejanía. A la comunicación digital le es extraño el “dolor de la cercanía de lo lejano”.
Sin embargo, parece difícil creer que las experiencias de dolor, de nostalgia y de ansiedad – que nos son tan consustanciales – se hallen tan ausentes incluso en las manifestaciones más complacientes de las sociedades acomodadas del primer mundo digitalizado. Ciertamente, “no es posible ninguna experiencia sin dolor, sin negatividad de lo otro, en el exceso de positividad” pero, ¿es realista dibujar un triunfo sin fisuras que hubiera negado todo protagonismo a esa negatividad? Dentro del amplio espectro de lo que la negatividad pudiera denotar, sin duda el emotivismo explotado sobre la experiencia negativa es moneda común del consumo de la sociedad digital. Pero, más allá, ¿no seguimos contando con experiencias que otorgan al dolor y al sufrimiento su propio papel en esta época digital?
La muerte, aunque ciertamente algo tabú en nuestra época de hedonismo nihilista, ¿no sigue golpeando en cada puerta, desconcertando con su acostumbrada recurrencia y nos alcanza desde los más remotos lugares del globo gracias a las TIC? Además, las TIC, ¿no nos hacen más patente que nunca la caducidad de la existencia, no nos recuerdan cómo se han marchado para no volver momentos que vivimos y que han quedado recogidos en miles de archivos de fotos y vídeos que almacenamos con cierta ansiedad? Incluso las TIC, sin ingenuidad, ¿no permiten visibilizar y denunciar situaciones de dolor y de pobreza ocultas, no abren una ventana para la organización de los sin voz, de quienes viven al margen de los discursos oficiales, de quienes intentan organizar la disidencia ante situaciones de sufrimiento?
Hace años, escribía en un artículo,
replicado en esta entrada, que es difícil imaginar a un ser humano que no esté vocacionado por el
Entfernung de
Heidegger, esa distancia que se distancia, esa permanente aspiración por aproximar lo extraño, y no siempre con voluntad de dominio, como viera
Nietzsche. La distancia se vive como fenómeno trágico cuando es insuperable – aunque siempre lo es en el fondo de todo – y como desafío cuando al menos es reductible. Lo muestra aquella ansia por saber lo que no se puede conocer que detecta
Pascal, y esa aspiración tan humana de abarcar la totalidad que inspirara tanto la reflexión de
Feuerbach. También la inexorable nostalgia que nos constriñe al recordar permanentemente lo que ya nunca volverá. En este caso, Han parece demonizar una actitud que, si bien puede degenerar en frivolizaciones, relaciones instrumentales o de dominio, parece que nos es tan connatural que difícilmente sería superable sin dejar atrás lo que significa ser humano, por más que llevemos en nuestros genes la insistencia permanente en exponernos más allá de nuestra zona de confort biológico.
DesmediatizaciónOtro de los planteamientos de
Han a propósito de la supresión de toda distancia, es la desaparición de toda mediación. En este sentido sostiene reiterada y contundentemente que “La instancia intermedia que interviene es eliminada siempre”. Hemos de suponer que esta aseveración tan drástica obedece más a una licencia retórica por enfatizar la ostensible reducción de esta mediación que a su efectiva afirmación. Pero aun así, si bien es cierto que en muchos ámbitos los viejos modelos de intermediación están sucumbiendo gracias a las TIC (comida, viajes, alojamiento, ropa, seguros, viviendas, segunda mano, comunicación política, periodismo tradicional,…) ¿cómo ignorar los nuevos modelos de intermediarios que han surgido? Hablamos de portales, buscadores, comparadores, boletines de noticias, plataformas de comercio colaborativo, redes sociales,… Un acceso más directo en ciertos ámbitos no evita que una fuerte intermediación emerja en otros, en ocasiones inadvertidos.
Un ejemplo evidente lo encarnan los algoritmos de búsqueda e indexación de información para presentar resultados en cierto orden en sitios como Google. Éstos pretenden legitimarse en cierta imparcialidad técnica, pero resultan tan tremendamente decisivos para la proyección mediática y el éxito comercial de ciertos contenidos y productos, que su pura neutralidad se hace bastante inverosímil con tantos intereses en juego.
La personalización en la entrega de contenidos constituye toda una burbuja que sesga nuestro acceso.
Otro ejemplo sutil sería la mera restricción en formatos y contenidos para el intercambio de información. La brevedad de los blog, por ejemplo, fuerza la síntesis en la que caben pocos matices. Mucho más sucede en el extremo de aquellos mensajes encapsulados en 140 caracteres al estilo de Twitter. Se desarrolla así toda una nueva pragmática del discurso que, una vez más, no se forma ajena al poder de influencia de los intereses de pocos actores que tienen capacidad para modelarla. En esta pragmática, de hecho, se acaban configurando una serie de juegos del lenguaje al más puro estilo del segundo
Wittgenstein, en el que ciertas formas expresivas predominan y condicionan los contenidos posibles y su jerarquización. Así, en muchas ocasiones, los formatos establecidos por unos pocos intermediarios favorecen que los contenidos expresados libremente por los interlocutores devengan en un mercadillo de boutades que se intercambian en un afán por vender ocurrencia y originalidad a cambio de cierto nivel de reconocimiento y prestigio – retweets y followers. Nuestra sed psicológica por este reconocimiento, aparentemente catapultado por las TIC, estimula ciertos comportamientos pornográficos compulsivos que exhiben desenfrenadamente la intimidad hasta aniquilarla. De ahí que
Han recurra despectivamente a hablar de esa “sociedad de la transparencia”.
Como ya aludía
en otro artículo, indudablemente las TIC influyen como intermediarias en nuestros modos de comunicación, como el propio
Han resalta, pues los medios audiovisuales disponibles hoy no dejan de restringir la comunicación posible a ciertas formas. Así,
Han destaca que “el medio digital despoja a la comunicación de su carácter táctil y corporal” e incluso “me blinda frente a la mirada del otro”. Pero que caducos modelos de intermediación conozcan su ocaso no permite hablar de una disolución completa de la intermediación. Las nuevas plataformasintermediarias, acaso mástransparentes, antes que desaparecer aparentan su desaparición simulando la entrega directa y a la carta de información, producto o servicio. El ya clásico modelo introducido por la CNN para presenciar en directo el acontecimiento sin aparente digestión periodística de por medio se ha extendido a los nuevos medios. Pero esta aparente desaparición es, acaso, mucho más peligrosa que la desaparición efectiva de toda mediación, lo que
Han omite.
Este análisis sobre la desmediatización es llevado por
Han al terreno de la política: “La creciente desmediatización se apodera también de la política. Pone en apuro a la democracia representativa”. Y ciertamente, una participación mucho más directa y activa hoy hecha posible por medios digitales fricciona con los modelos antiguos de representatividad. Pero no pueden ignorarse los enormes retos que este tipo de iniciativas de participación directa al estilo asambleario tienen por delante y que no pasan inadvertidos. Precisamente porque, además, vivimos en un mundo en el que los contenidos difícilmente se jerarquizan con solidez y al contrario se mueven en esquemas volátiles y sensibles al contexto. El relativismo típicamente postmoderno en el que crear opinión es relativamente gratis, especialmente gracias a las TIC, provoca en efecto que el político se vea obligado a identificarse con el impulso más irracional y cortoplacista de su electorado. Esto es para
Han “el final del político” como tal, pues el genuino es aquél “que se aferra a su propio punto de vista y, en lugar de andar en conformidad con sus electores, se anticipa a ellos con su visión”. El equilibrio entre la modesta y prudente pluralidad postmoderna y la añoranza por los grandes líderes articuladores de la historia es más que delicado, aunque
Han parece quedarse sólo con la parte problemática de ese abigarramiento postmoderno, de ese ruido desmediatizado.
SoledadEl tercer gran punto de vista desde el que analizar este impacto de las TIC en la demolición de la τῆλε concierne a la distancia con el otro. El desdistanciamiento ha tenido sin duda su expresión más reciente en el fenómeno de la globalización articulada en gran medida por las TIC que afecta en múltiples aspectos a nuestras relaciones personales. La postura de
Han frente a autores como
Hardt y
Negri, que invocan un tanto optimistas una transformación romántica del comunismo en la nueva aldea global digital, es la de subrayar la primacía de la soledad en el ambiente hiperconectado de nuestro tiempo, de la radical soledad subyacente a las numerosísimas interconexiones meramente superficiales. El desencuentro – por no caer en el choque de
Huntington – entre civilizaciones, entre culturas, sigue latente. Pero no sólo.
Han llega a decir que “el medio digital nos aleja cada vez más del otro”, en este contexto de frívolo intercambio y consumo de intimidades ajenas. Su mirada crítica, no obstante, parece no dejar espacio a la virtud de los resultados que el empleo de las TIC nos ha traído. Ciertamente, las TIC bajo un uso compulsivo y absorbente amenazan con suplantar el protagonismo de la comunicación natural más directa. A pesar de los esfuerzos por aumentar la calidad de la presencia simulada a través de los medios digitales, como los de las telepresencias, es evidente que toda interacción mediada a través de las TIC resulta empobrecida a día de hoy con respecto a la natural.
No obstante, ¿cómo ignorar las enormes ventajas que han generado las TIC al aumentar radicalmente nuestro radio comunicativo de forma antes inimaginable? Cierto es que el hedonismo que cultiva en nuestro instinto el sistema capitalista alarga indefiniblemente esa adolescencia irresponsable e inmadura, que, como decía
en aquel artículo, intercambia mil mensajes y comentarios, pero es incapaz, frente a frente, de expresar sentimientos y realidades de profundidad. Decía allí, a propósito de estos adolescentes procurados, que son “incapaces de decir “te quiero” a la cara, mientras despilfarran en espacios de mínima intimidad los “tq””. Sin embargo, no parece ingenuo esperar que la tecnología siga,
ceteris paribus, mejorando la recreación de la comunicación natural, y que a pesar del enorme radio de comunicación que nos abra, sigamos necesitando cultivar las virtudes de la comunicación directa, para la que estamos biológicamente programados. No hay que perder de vista que nuestro cerebro ha contado con una historia de millones de años para evolucionar y puede no tener suficiente plasticidad como para adaptarse a evoluciones tecnológicas tan drásticas.
Efectivamente, nuevos medios de comunicación cuestionan nuestra capacidad para lidiar con ellos y manejarlos adecuadamente.
Han cita a Kafka y su renuencia a la correspondencia, porque “los besos escritos no llegan a su destino”. Pero esta llamada a la prudencia para un correcto uso de las TIC nos lleva a la observación de
Aristóteles, acerca de la virtud o maldad de los fines, y no de los medios: el mismo coche que es necesario aprender a conducir adecuadamente, porque su conducción no es un conocimiento innato en nosotros, sirve tanto para el atropello como para el socorro. Los discursos pesimistas como el que Han por momentos maneja coquetean demasiado con demonizar los medios, como la tecnología, sin observar que son los fines los que pervierten su uso. De nuevo, el mismo cuchillo sirve tanto para matar como para partir el pan a compartir. Convertir un medio en un fin en sí mismo, como también apunta el Estagirita, podría ser igualmente dañino.
El discurso pesimista de
Han parece querer legitimarse en su reacción ante un discurso ingenuamente optimista como el de
Flusser, para quien “la ética telemática […] corresponde […] al judeocristianismo” en el sentido de que la sociedad de la información es una “estrategia” para “eliminar la ideología de un sí mismo […] a favor de una realización intersubjetiva”. Frente a ello, Han opone su diagnóstico: “Más bien, la comunicación digital hace que se erosione fuertemente la comunidad, el nosotros. Destruye el espacio público y agudiza el aislamiento del hombre. Lo que domina la comunicación no es el “amor al prójimo”, sino el narcisismo”.
En gran medida, ambas versiones pueden encontrar manifestaciones empíricas a su favor y en contra. Pero no puede obviarse que losdiscursos totalitarios, ya sean utópicos o distópicos, siempre yerran vendiendo un relato que da calor pero no ilumina. Conviene recordar en este sentido aquella advertencia de
Gould sobre “nuestra tendencia a idear esquemas dicotómicos que se sustentan sobre la invención de caricaturas de individuos no existentes que sirven como hombres de paja en una representación retórica autorreferencial que da calor pero no ilumina”. Algo similar acontece con las macrodescripciones sociales. El afán totalizante de la filosofía nunca puede dejar de observarse con cierto escepticismo, y aunque pueda inspirar mejores reflexiones, nunca puede pretender agotarlas. El sesgo como legítimo recurso de la crítica para despertar conciencias ha de tener sus límites.
Qué duda cabe que, en nuestra interacción con el otro a través de estos medios digitales, ciertamente, puede darse esa distorsión estimulada y cultivada por el sistema, y consentida por nuestra decisión, que
Han denuncia: “Lo digital absolutiza el número y el contar. También los amigos de Facebook son, ante todo, contados. La amistad, por el contrario, es una narración”. En esta misma línea, sin embargo,
cerraba yo aquel artículo, salvando un espacio que
Han parece dar por perdido y constatando que, a pesar de todo “al final, en la era digital, las amistades, las verdaderas, aquellas de las que hablaba Cicerón, no son un número de agregados a un perfil, sino que se siguen contando con los dígitos de las manos”. Ignorarlo, probablemente, es engañarse. Sin embargo, subrayar sólo la negatividad podrá vender, pero no convencer.
Javier Jurado,
En el enjambre de Byung-Chul Han (II): Espacio y tiempo, La galería de los perplejos 04/02/2016