¿Cómo liberarse del
control, de un poder social que nos sigue como una sombra de cobertura, que desea tus ondas y que seas feliz? Un poder que quiere ser fan de ti y que tiende a confundirse con tu piel y tu estilo de vida. "I am what I am": mi música, mi ropa, mis estudios, mi corte de pelo, mi perfil en Facebook, mi piso, mis historias de amor… Las conexiones, la expresión constante se adelantan a cualquier habitar; se adelantan a la percepción y la desactiva, liberándonos de la necesidad de pararse y pensar, de escuchar y sentir. Vivimos casados con nuestra propia imagen, acoplados a una identidad móvil que nos separa minuto a minuto de la existencia, soltando el lastre de todo lo que haya de difícil, raro, no elegido y antiguo en ella.
Esta universal invitación a movilizarnos, que comienza ya en el plano perceptivo, es una constante
orden de alejamiento de cualquier cercanía, de una ambigüedad real que es incomprensible en nuestra alta vocación de definición. Se trata de una racismo perfectamente democrático que se ha incrustado en los cuerpos. Definirse, reciclarse, actualizarse es enviar constantemente al horno crematorio todo aquello que quede en nosotros de atraso. Así es la ideología integrada en las tecnologías, la gran oferta política que las hace arrolladoras. El entorno vibrante nos obliga a una constante respuesta, a una frenética emisión de mensajes que mima la empresa compartida del
inter-narcisismo y ahorra el peso de vivir. La propia obsesión monotemática por lo político, que lleva a no entender nada de obras como
Youth, expresa esta huida radiante -masiva y personalizada- de un día que no quiere saber nada de la noche. Por eso el arco entero del progresismo mantiene la vigilancia sobre las culturas exteriores, supuestamente atrasadas.
Expresarse, impactar, ser divertido, marcar tendencia, estar al día, ser popular. Nadie echa de menos a un desconocido, repite
Deleuze por boca de Lindon. Por tal razón, en una cultura basada en el fascismo sonriente de la visibilidad, ser desconocido no es hoy fácilmente soportable. Nos haría falta una tecnología para el comunismo de la soledad, para encontrar lo común en lo que no tiene forma. Somos demasiado oscurantistas para esto. De este terror a la común soledad proviene la actual histerización del contacto, un constante simulacro de acumulación que debe librarnos del vacío, una finitud real que hoy vivimos como si fuera el diablo.
Nihilismo e interactividad. La euforia social es la cara externa del pesimismo vital, sugiere una y otra vez
Baudrillard, ese pensador despreciado en bloque por el conductismo hegemónico en la izquierda. Si este mundo está
enfermo de conciencia (
Tiqqun) lo está porque se trata de una enfermedad que nos hace cien por cien sociales. La conciencia misma es una huida de todo lo que de inconsciente hay en las cosas, en la tierra, en nuestro propio cuerpo y en las situaciones. Probad a ser invisibles. Es hoy, en medio de esta multiplicación viral de las normas, lo más fácil del mundo. Por eso precisamente da pánico. En medio de nuestros ambientes cambiantes debemos correr para no quedarnos atrás en la carrera mundial de la iluminación, perpetuamente alternativa.
Si hay salida, comenzaría por aceptar el mapa gigantesco de la trampa en la cual todos estamos implicados, esta trampa tan multiforme y extensa como el horizonte en el que queremos ser felices. La única salida pasaría por -al menos con un ojo, con una mano-
ver, desde la vida mortal, esta prisión de paredes móviles que llamamos sociedad. No estaríamos entonces lejos, con
Deleuze, de aquella idea de
Heidegger de practicar un
sí y un
no simultáneos ante el orden de la técnica. Simultáneos, el sí y el no, porque la
serenidad y la
cólera son pronunciados en distintos planos, aunque coexistan: el devenir y la historia, el acontecimiento y la situación, el tiempo secreto de las vidas y la cronología social que se multiplica en las pantallas.
Es necesario ingresar en el corazón de las situaciones para preparar algo parecido a lo que estaba en la estrategia estoica, una especie de subversión por aceptación. Cada una de nuestras diarias escenas de sumisión está separada por una delgada lámina de una posible liberación. Todo depende de cómo asumamos nuestro decorado, cómo nos atrevamos a
habitarlo, pues una pequeña variación tonal en el
cómo puede convertir lo que parece el infierno en un limbo respirable. Ello exige que logremos dentro de nosotros, un adentro que hoy es lo más lejano, un peligro superior a la amenaza política y visible del exterior. Sólo así la pesadilla que es la historia será un juguete en manos de la primera propiedad de cualquiera, el peligro de vivir.
Esto no implica refugiarse en el individualismo, sino lograr una
individuación que subvierta -una y otra vez- nuestra tendencia crónica al fascismo de grupo. Subversión forzosamente contingente y necesitada de la presión externa, pero capaz de potenciar en lo que surge nuevas formas de comunidad. Formas necesariamente provisionales, tan inestables como lo es un encuentro. Tenemos dos manos, dos hemisferios cerebrales. Con un lado es inevitable pactar con las tonterías de la época, el canon de la visibilidad y el reconocimiento. Con el otro lado, si queremos sobrevivir a esta multiplicación cancerígena, debemos volver a ser invisibles, aprender el silencio y la desaparición, el hecho inevitable de que en los momentos cruciales no podremos ser reconocidos, ni tendremos derecho a mendigarlo.
24 horas al día, 7 días a la semana. Hasta en los momentos de descanso, hoy se nos empuja a movilizarnos por todas partes. La cuestión es cómo encontrar una velocidad que conecte con la
lentitudde la que hemos sido expropiados. Se trata de buscar una rapidez que sea más alta que la de este idiota entorno automatizado y nos permita regresar a una forma de vida que sea
análoga de su más atávica indefinición. Una velocidad que
vuelva al ser lento que somos, un atletismo de los afectos, del habitar y sus secretos. Peregrina sin camino, la existencia es nómada porque se aferra a una región central que no tiene cabida en ningún sitio.
Frente a las viejas formas de resistencia, la serpiente es ágil. Ante todo, ha de ser capaz del sigilo, de estar quieta o desaparecer por su simple manera de estar
ahí, camuflada con los colores de una escena. A diferencia de la tabla de surf que constantemente se nos sirve, la serpiente puede ser ágil y brillante, pero también camuflarse y desaparecer, sumergiéndose bajo las superficies. "Helada serpientenoche" -
a coldnightsnake-, se puede leer en
Giacomo Joyce. Sabemos por algunas técnicas orientales que existe un cierto tipo de reposo y
concentración capaz de la más alta velocidad. No en vano
Nietzsche ponía en el
anillo del águila, el animal más audaz, y la serpiente, el más sigiloso, la figura más alta del conocimiento. Otra vez resucitar la alianza prohibida de le femenino y lo masculino, lo subterráneo y lo aéreo, lo frío y lo caliente. Sería actualizar la jovialidad del
mediodía nietzscheano, inventar un nuevo modo de humor -a veces tendrá que ser
negro- que renace del corazón analógico de la tragedia: "caminar al sol por una carretera que tenía la libertad del mediodía", escribe
Handke.
También: un nuevo modo de descaro que nace de la vergüenza. La serpiente nietzscheana, el más frío y nocturno de los animales, debe aliarse con el águila más visible, más audaz y diurna. Todo ello para lograr una comprensión afirmativa del eterno retorno, una genial imbecilidad que re-sacralice las cosas y vierta la noche en el mediodía de esta pantalla total. Puede así decirse que el dios de
Nietzsche, al no tener ninguna esencia distinta a la existencia, debe ser operativo en cualquier situación. Se alimenta de su propia sustancia, el desierto.
Es como si debiéramos saber que, en medio de esta luminosa organización de la ceguera, nunca ha sido más fácil ser invisible. La dificultad estriba en que hoy, más que nunca, nos dan miedo las sombras, las habitaciones y los campos vacíos, la soledad de los márgenes. Todo lo que es durmiente o está sumergido es para nosotros potencialmente terrorífico, pues nuestro nihilismo -que es la única ideología del capitalismo como cultura- nos impide ver las vías de conexión que parten del silencio. Somos así prisioneros de esta malla proteica que nos mata lentamente a la vez que nos mima, pues preferimos una consensuada neutralización a la soledad de unos márgenes en los que no vemos nada más que el triste
atraso de no estar salvados por el espectáculo de la cobertura. El espectáculo, la información, es, no lo olvidemos, la versión inmanente y postmoderna del culto religioso a la historia.
Y todo ello en medio de este culto típicamente capitalista a la Juventud, una juventud que -no lo olvidemos- siempre ha sido implacable. Los nazis empezaron, con mucha fuerza, siendo rabiosamente jóvenes. Bajo este perpetuo verano de la juventud publicitaria, es necesario reinventar una forma impertinente y provocadora de ser viejos. El poder de la desconexión, la aventura de no ser
nadie. Reinventar, en esta época de transparencia total y espectáculo continuo, una nueva clandestinidad. Tal vez la mujer -mejor, aquellos que
devienen mujer- tiene esta sabiduría dentro, la humildad para desdoblarse y actuar -amar y odiar- a tres bandas. El drama del varón, siempre casado con su imagen narcisista, es que le falta -sobre todo si ejerce de nativo digital- esa tecnología punta, analógica del espectro real.
Sin el desdoblamiento de una hipocresía femenina, sin ser agentes dobles del
otro tiempo que palpita dentro de esta imperial cronología, ¿cómo escapar de un poder social que es tan fluido como nuestras vidas? El autoritarismo de los clásicos espacios disciplinarios -la derecha- nos ponía la rebelión relativamente fácil. Cuando es un dinámico y sonriente progresismo el que comanda la clonación de la especie y el control de las poblaciones, recemos, reinventemos una relación con el diablo. Esta envoltura maternal y radiante del Estado-mercado amenaza con convertirnos en un nudo de la red de redes, simples consumidores de la movilidad y sus alternativas. Logo tras logo, marca tras marca, somos prisioneros de la multiplicación sin tierra, por radicales que sean nuestras alternativas de culto. La clave, la salvación, no estará en tal o cual minoría, sino en atrevernos a vivir sin imagen: a la comunidad cualsea, que es minoritaria incluso
entre los nuestros.
No hay ninguna posibilidad para la
serpiente, un ser más ágil que el deslizamiento obligatorio que nos ha colonizado, si al mismo tiempo no somos más lentos. Debemos ser capaces de
regresar y permanecer inmóviles en un espacio sin tiempo ni imagen. Desaparecer, camuflarse, devenir imperceptibles. Ser capaces de estar a solas con una penumbra que es anterior al cuerpo, con el veneno de la una diferencia "sin papeles" y los miedos que ella genera. Ser serpiente, quizás el único modo actual de ser
creyente, exige mudar de piel, apartarnos del afán de reconocimiento y de los clichés que pretenden protegernos.
Debemos aprender a camuflarnos en un poder que se ha confundido con nuestra piel. Una vieja sabiduría, de
Platón a
Agamben, nos recuerda que para ser libres hay que atarse, dejarse atravesar, saber caer. Pensamos y somos libres desde nuestro atraso, desde un irremediable fondo de subdesarrollo. Si cedemos esa fatal zona de sombra -no elegida, pero crucial en nuestra existencia- al maniqueísmo de la gestión global, abandonamos también el único territorio montañoso desde el que podemos ejercer una fuerza. Necesitamos ser héroes, volver a ser guerreros, solamente para obedecer a una heteronomía anterior a toda autonomía.
Necesitamos la agilidad de un platonismo de lo múltiple, una religión del "uno a uno". Lograr tal ascesis en cada escena saturada, en la global dispersión que nos transporta y nos expropia, requiere un taoísmo de la violencia, una fortaleza infraleve. Solamente una espiritualidad inmanente será capaz de ingresar en la médula de las situaciones y despertar lo intempestivo del devenir bajo cualquier historia, el acontecimiento que está aprisionado en cada situación.
Las serpientes reinventan un mar abierto en cada puerto, una velocidad que puede descansar y concentrarse en cada punto de este móvil sedentarismo que nos asedia. Pero esto exige resucitar algo que nos da miedo. No una espiritualidad interior y privada, sino una espiritualidad
política, una sabiduría que sea capaz otra vez de ironizar sobre lo político y contaminar los escenarios públicos.
No obstante, es posible que
Foucault y
Deleuze sólo barruntaran este viraje de la lucha y del guerrero, este paso del
león al
niño. ¿Eran todavía demasiado "marxistas" para aceptar este giro, esta orientación práctica e
infranalógica del pensamiento? ¿Eran todavía demasiado occidentales para el oriente que espera bajo nuestra enorme urbanización? Quizás los dos amigos estuvieron todavía demasiado ilusionados con la política y su metafísica de las oposiciones. En resumen, excesivamente fieles a la modernidad y a lo que
Simone Weil llama la
superstición de la cronología. Si es cierto que
Foucault, al decir de
Deleuze, "odiaba los retornos", también lo es que los dos tuvieron un problema con la vida elemental que no cambia, un límite que nosotros, que venimos de ellos, debemos traspasar.
Lo que nos puede volver a otorgar independencia es otra relación -no desértica ni nihilista- con el desierto, con la protección que brinda saber atravesar la intemperie. Solamente un fondo estoico de disciplina, una potencia de sigilo que recupere la violencia de la que hemos sido expropiados, puede contrarrestar el mundial hedonismo obligatorio, esta violencia flexible de la que somos sujetos. Es necesario aliar entonces un epicureísmo de los sentidos con un estoicismo del pensamiento. Sumar una piedad afectiva a una dureza intelectual, a un arte de las distancias.
El amor se ha vuelto difícil en tiempos de contactos multiplicados. Es casi imposible si no podemos amar esa sombra central que no es de nadie, sino impersonal y sin rostro. Pero sin ella ni siquiera podremos experimentar nuestra propia vida, única y mortal.
Ignacio Castro Rey,
Seréis como dioses (II), fronteraD 19/03/2016