Algo que suele pasarse por alto es que los psicópatas no son, en absoluto, incapaces de mostrar emociones. Sienten ira, satisfacción o placer. Además, presentan una elevada autoestima. El psicópata presenta una experiencia atenuada de la ansiedad y el miedo, pero no del resto de los estados emocionales. Mientras que la mayor parte de los mortales tenemos miedo a muchas cosas, ellos no.
Antes hemos comentado que el proceso de socialización depende del castigo de aquellas conductas que consideramos antisociales. El castigo funciona mediante la inhibición de impulsos. Cuando la tentación se presenta, el individuo con bajo temor no reactivará la sensación de miedo que produce la inhibición de la conducta.
Hace ahora más de 60 años, Hervey Cleckley escribió un fascinante libro titulado
La Máscara de la Cordura. En él relataba los casos que había tratado en su consulta, es decir, personas de buena familia, inteligentes y racionales, individuos sanos de mente y cuerpo, pero con una tendencia irrefrenable hacia la conducta antisocial. Su temor a las consecuencias de sus acciones resultaba nulo.
El psicópata es superficialmente encantador y presenta una inteligencia media o alta, los delirios u otros signos de pensamiento irracional están ausentes, es mentiroso, carece de remordimientos, es egocéntrico, y sus relaciones afectivas y sexuales son impersonales. Este perfil se ajusta mal a un individuo con una psicopatología que le incapacite para vivir adaptativamente en nuestra sociedad.
El temperamento del psicópata es común al villano y al héroe. Los profesionales apenas tenemos dudas cuando declaramos que el villano es moralmente responsable, y, por tanto, debe ser juzgado conforme a los cánones de cualquier criminal que es consciente de lo que ha hecho. Los psicópatas más conocidos de la historia de la criminología, como Ted Bundy, Ed Kemper o Gary Gilmoreson absolutamente conscientes de sus actos, tanto que sus declaraciones producen verdaderos escalofríos morales. Las palabras de Kemper pueden servir de ejemplo:
“Algo me atrae hacia Mary. Representa precisamente lo que me impulsa a cometer esos crímenes. Es altiva, algo desdeñosa. Veo a una joven, ni bonita ni fea. Una californiana. Y se muestra distante conmigo. Mary es experta en autoestopismo. No quería subir al coche cuando me detuve, pero yo había perfeccionado una técnica infalible. Miro siempre mi reloj, con el aire de alguien que se dice: “¿Tengo tiempo de detenerme?”. Es increíble lo bien que esto funciona. Mary sube con su compañera. La observo por el retrovisor y ella me mira a los ojos. Llevo gafas de sol que no son totalmente opacas. Nuestras miradas se cruzan y en vez de preguntarme por qué la miro y de decirme que sería mejor que me detuviera para dejarlas apearse, continúa examinándome. Eso es parte del juego. Era parte de mis fantasías eso de recoger autoestopistas para matarlas, pero hasta entonces siempre había ido aplazando la realización. Maldigo mi debilidad. Me digo que debo decidirme a actuar. Es algo así como la ruleta rusa, excepto que no arriesgo mi vida. Flirteo constantemente con el peligro, es excitante. Sé que si saco mi arma tendré que matarlas. No puedo dejarlas escapar. Demasiado peligroso. Mary me hace caer en el crimen a causa de su refinamiento, de la distancia que establece entre nosotros. No puedo soportarlo”.
Y no se trata únicamente de un producto estadounidense. Hace 10 años fue tristemente famoso en nuestro país el crimen del rol. Las siguientes son unas declaraciones extraídas del diario de uno de los criminales:
“El asesinato debió durar ¡20 minutos! ¡joder! ¡qué timo el de las películas y libros, macho! Nos lavamos bien, decidimos tirar mis pantalones (también se habían manchado), brindamos, nos felicitamos, nos reímos, y me fui para mi casa, donde me cambié de pantalones y metí los viejos en una bolsa, que escondí en un cajón. Mis sentimientos eran de una paz y tranquilidad espiritual total: me daba la sensación de haber cumplido con un deber, con una necesidad elemental que por fin era satisfecha. Me sentí alegre y contento con mi vida, desde hace un tiempo repugnante”.
La actitud de este personaje durante el juicio resultó acorde con estas palabras. Fue hallado culpable, naturalmente.
No son personas mentalmente enfermas, aunque, desde luego, nos resulta difícil pensar en esos términos. ¿Cómo es posible que no tengan un trastorno mental? Pero no lo tienen, saben lo que hacen.
Es fácil para nosotros, el común de los mortales, aceptar que en nuestro mundo hay personas verdaderamente buenas, personas de noble corazón incapaces de matar una mosca. Sin embargo, nos cuesta aceptar el reverso, es decir, que la maldad también está entre nosotros. Pero así es.
¿Podemos “curar” a un psicópata antisocial y devolverle a la sociedad? Siento ser pesimista, pero pienso, sinceramente, que la respuesta es negativa. Es una persona peligrosa que debe estar bajo control.
¿Podemos aplicarnos para tratar de prevenir la aparición del psicópata antisocial? La respuesta es rotundamente positiva puesto que somos capaces de producir héroes a partir del mismo “material genético”. Hagámoslo.
Félix García Moriyón, entrevista a
Roberto Colom,
Una entrevista sobre las emociones, Diálogo Filosófico, Año 21, Mayo/Agosto II, 2005, págs.. 223-240