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A decir verdad, no vale la pena preguntarse si la libertad es natural, puesto que no se puede mantener a ningún ser en estado de servidumbre sin hacerle daño: no hay nada en el mundo más contrario a la naturaleza, llena de razón siempre, que la injusticia. Queda, pues, por decir, que la libertad es natural y que, en mi opinión, no sólo nacemos con nuestra libertad, sino también con la voluntad de defenderla. Y si aún queda, por casualidad, alguien que siga dudando y que esté tan envilecido como para no reconocer los bienes y los afectos innatos que le son propios, tendré que rendirle los honores que se merece y colocar, por así decirlo, a esa bestia en estado bruto en situación de enseñarle cuál es su auténtica naturaleza y condición. ¡Que Dios me ayude! Si los hombres quisieran oírlo, les gritaría: ¡Viva la libertad! Es sabido que algunas bestias mueren tan pronto como son apresadas. Al igual que el pez pierde la vida cuando se lo saca del agua, muchos animales se dejan morir para no sobrevivir a su libertad natural perdida. (Si los animales estuvieran divididos en rangos y preeminencias, convertirían, en mi opinión. la libertad en su más noble prenda.) Otros, de los más grandes a los más pequeños, cuando son apresados, oponen tal resistencia con las pezuñas, los cuerpos, el pico y las patas, que, con ello, manifiestan claramente el valor que otorgan al bien que les es arrebatado. Después, una vez cautivos, dan tantas señales aparentes del sentimiento de su desgracia que es hermoso ver cómo prefieren languidecer que vivir, sin jamás poder complacerse en la servidumdre, gimiendo continuamente por haber perdido su libertad. ¿Qué significa el gesto del elefante que, tras haberse defendido hasta el límite de sus posibilidades, ya sin esperanzas, a punto de ser apresado, aprieta las mandíbulas y rompe sus colmillos contra los árboles, sino que, llevado por el gran deseo que le inspira el seguir libre, como lo es por naturaleza, concibe la idea de comerciar con los cazadores y de comprobar si, por el precio de sus colmillos, podrá librarse y si su marfil, abandonado allí a modo de rescate, comprará su libertad? Asimismo, por mucho que cebemos al caballo desde que nace con el fin de acostumbrarlo a servir, por muchos cuidados y caricias que le prodiguemos, en el momento de domarlos, muerde el freno, o cocea cuando le clavamos la espuela. Con ello, no hace más que indicar, me parece, que, si accede a servir, no es de buen grado, sino obligado por la fuerza. ¿Qué más podemos añadir?...
Una vez, ocupando mi tiempo en rimar unos versos, escribí: “Incluso los bueyes gimen bajo el yugo, y los pájaros en jaula lloran...”. No temo, al escribirte a ti, oh Longa,* transcribir aquí esos versos míos, que jamás te leí, para que te pongas contento y me reconozcas su valor.
Así pues, ya que todo ser humano, consciente de su existencia, siente la desgracia de la sumisión y persigue la libertad; ya que los animales, hasta aquellos que fueron criados para el servicio del hombre, no pueden acostumbrarse a servir sino tras manifestar su protesta, ¿qué desventurado vicio pudo desnaturalizar al hombre, único ser nacido realmente para vivir libre, hasta el punto de hacerle perder el recuerdo de su estado original y el deseo de volver a él?
Etienne de la Boétie,
El discurso de la servidumbre voluntaria (1548), La Plata: Terramar; Buenos Aires 2008