Todo eso es verdad, pero verdad incompleta. Por supuesto, las emociones son importantes en las decisiones y hasta en el activismo político, en la capacidad para movilizar o comprometer a los ciudadanos. Ahora bien, el que las emociones y los instintos morales nos ayuden a decidir no los convierte en principios de racionalidad práctica. No son la última palabra. En ningún caso suplen a la argumentación, científica o moral. Las decisiones instintivas muchas veces aciertan, pero, para saberlo, hemos de poder aquilatarlas con los mejores procedimientos, con la razón y la experiencia. También el crimen “pasional” y la venganza son acciones guiadas por la emociones.
Las emociones no hacen buenas las políticas. No resuelven los dilemas morales, no nos dicen qué está bien o mal ni escapan a nuestra valoración. Aunque nos ayuden a decidir y valorar, no son las que valoran sino las valoradas. Algunas emociones que hoy nos disgustan se asentaron en nuestro cableado mental por su provecho en otro tiempo, porque cumplieron funciones adaptativas en los entornos en los que se ha desarrollado la mayor parte de la vida de la especie. Eran importantes para cazar (por eso somos agresivos), transmitir nuestra herencia genética (por eso somos celosos) o prevenirnos frente a otros grupos cuando hay pocos recursos (por eso somos racistas). Ahora bien, su persistencia, indiscutible, no impide que condenemos y castiguemos los comportamientos violentos, sexistas o racistas desencadenados por ellas.
Por lo demás, en no pocas ocasiones, la empatía y hasta el altruismo son enemigos de las buenas decisiones. No parece elogiable el juez que, llevado por su empatía con la víctima, pierde su sentido de la justicia o el político que, por la afinidad afectiva que experimenta hacia sus vecinos o sus familiares, les otorga ayudas públicas o cargos administrativos, tengan o no talento.
Félix Ovejero Lucas, El leproso mudo. Acerca del buenismo político, Claves de razón Práctica nº 234, Mayo/Junio 2014