"¡Franco, Franco!", gritábamos ayer por la noche en el castillo de Peralada.
Y Franco Battiato nos dio dos bises.
El tiempo ha erosionado su fuerza física, que me parece que en su caso nunca fue precisamente hercúlea, y le ha robado buena parte de la voz, pero le ha dejado intacta la profesionalidad, la entrega y, sobre todo, el buen gusto para acompañarse de unos músicos excelentes.
Todo hubiera ido perfecto si una pareja que teníamos al lado no se hubiera pasado la primera parte del concierto tuiteando, sin ningún conciencia de que la luz de sus móviles nos molestaba a los de alrededor. Hubo que decírselo, porque a algunos hay que decirles lo elemental. Su comportamiento confirma mi tesis de que las tecnologías son prótesis antropológicas que amplifican lo que ya cada uno es. No hace mucho mi mujer y yo -y cuarenta más- asistimos en vivo y en directo a la ruptura de una pareja. Seguimos todos los detalles de la misma gracias a que un joven -que andaría por los 25- nos los fue revelando a viva voz mientras hablaba por teléfono con su inminente exnovia en el trayecto del tren de cercanías que va de Ocata a Barcelona, sin ningún sentido del pudor. La cosa era bastante morbosa, pero no le dijimos nada. Nos pudo la curiosidad por ver cómo acababa aquello.
Acudimos a Peralada invitados por Expansión y nos lo pasamos bien. Coincidimos con personas conocidas del mundo editorial en el cóctel previo al concierto y hablamos de que los universitarios han dejado de leer. Lo que contaron algunos mejor que quede en el secreto del sumario, si es que hay que seguir confiando en el futuro.