Sostenía recientemente un buen amigo que la democracia se sustenta en la cultura y que, en consecuencia, a más cultura, más democracia. Debió leerme en la cara un tic escéptico, porque me preguntó si no estaba de acuerdo.
No lo estaba,
"Creo -le contesté con la intención de provocarlo- que la necesidad de una moralidad básica, de una decencia común, no puede ser suplida por un bombardeo masivo de la población con sonetos".
Nos enzarzamos en un largo debate en el que yo le iba poniendo ejemplos de grandes intelectuales -filósofos, poetas, novelistas, artistas...- que apoyaron a tiranos y de países cultos que se rindieron incondicionalmente a dictadores y él iba modificando el significado de la cultura.
Me guardé para el final el argumento definitivo, Aragon, el poeta -gran poeta- que ensalzaba el terror y cantaba a la terrible GPU:
Il s'agit de préparer le procès monstred'un monde monstrueuxAiguisez demain sur la pierrePréparez les conseils d'ouvriers et soldatsConstituez le tribunal révolutionnaireJ'appelle la Terreur du fond de mes poumons…Je chante le Guépéou nécessaire de France
Por supuesto, no convencí a mi amigo, porque lo que en el fondo daba por evidente es la existencia de una relación, para mi incomprensible, entre incremento de la cultura y de la moralidad, con lo cual, de hecho, estaba condenando a los iletrados a la inmoralidad y a los catedráticos universitarios a la excelencia moral.
Si Leo Strauss es, a mi parecer, uno de los grandes filósofos del siglo XX es por haber visto con más claridad que nadie el ambiguo papel político que juegan los intelectuales.