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Educación y filosofía
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Pedagogía e ideología en la actual reforma educativa.
Marcos Santos Gómez.
La inmediata y urgente actualidad de la reforma educativa nos recuerda que es preciso acudir a lo teórico de manera ineludible para comprender la escuela y el sistema educativo. Se hace preciso llevar a cabo un prudente distanciamiento que nos facilite la percepción cabal de lo que está ocurriendo, es decir, recuperar una cierta objetividad en el análisis y la valoración de todo ello. Me refiero a la necesidad de poner en marcha una sospecha “metódica” acerca de las supuestas obviedades que tenemos entre manos y, como señalamos en nuestra entrada anterior, aplicar el principio de una Teoría Crítica a la hora de pensar las actuales reformas. Es la Pedagogía, que en realidad poco se diferencia en esto, creemos, de la Teoría de la Educación, la portadora de esta “mirada” que puede realizar un análisis imparcial movido por el exclusivo interés de descubrir la verdad. En realidad, la Pedagogía (y la Teoría de la Educación inextricablemente ligada a la misma, así como la Historia de la Educación) ha de optar si finalmente es esta la misión que escoge o, por el contrario, va a dejarse arrastrar por un interés ajeno a la pura investigación de la verdad capaz de desvelar el trasfondo neoliberal de la reforma.
Esta encrucijada, expresada en forma de tesis, se formularía del modo siguiente: la Pedagogía puede optar, por una parte, por contribuir a la ideologización que legitima lo que se está haciendo en escuela y universidad, o, por el contrario, puede ser capaz de disolver la ideología que obstaculiza el ejercicio de la crítica. Primero precisemos que entendemos por ideología un modo de pensamiento clausurado que se ha cristalizado dogmáticamente en unas cuantas “verdades” acerca de la realidad. En este sentido, la pista de que el espíritu crítico destaca por su ausencia es que las interpretaciones, comprensiones y explicaciones de lo real han dejado de constituir un vivo y permanente tanteo con la realidad. Esto es así cuando la inconfesable y a menudo inconsciente misión del pensamiento y ciencia pedagógicos es precisamente clausurar y detener toda posibilidad de pensar la realidad para que esta no cambie.
En esta línea, nos referimos en la anterior entrada a la posibilidad de una Teoría Crítica de la Educación cuya labor partiera de la historización de los conceptos, o sea, que acometiera la “devolución” a los mismos de su carácter histórico, o, dicho de otro modo, dispuesta a hacer patente la vinculación de conceptos y teorías pedagógicas con el modo interesado y parcial de “ver” las cosas acorde con su tiempo y circunstancia. Al poner en juego los conceptos y las teorías al uso, se dan unas consecuencias prácticas que hay que observar escrupulosamente, y que nos pueden asombrar mostrando que de hecho una teoría que se dice de una forma determinada, sirve justo para lo contrario. O podemos detectar que tales conceptos no describen nada real aparte de ideas por encarnar o todavía por desarrollar. Esto es lo que la Escuela de Fráncfort, en su primera etapa, pretendiera para la teoría en las ciencias sociales y la filosofía. Es decir, desnaturalizar los conceptos y evidenciar su vínculo con la historia, con la carga ideológica y axiológica que contienen, con los intereses a los que sirven.
Pues bien, en la presente entrada deseamos ampliar estas razones a toda la Pedagogía, entendiendo por ella el estudio amplio de la realidad educativa, cuyo aspecto técnico son las didácticas, y que en un nivel teórico se va apoyando en las llamadas Ciencias de la Educación que proceden de saberes científicos generales (fundamentalmente psicología y sociología). Aún más, la pedagogía aúna tanto una comprensión teórica y científica, como una aproximación histórica a la educación. Es este conocimiento básico y general de lo educativo y sus formulaciones y “prescripciones” el que puede ser crítico o ideológico. La más inmediata actualidad educativa nos sirve en bandeja la percepción de esta doble finalidad, cómplice o crítica, de la pedagogía. Y es que nos duele especialmente que la tradición pedagógica que tratara en su fase moderna de constituirse como un modo de pensar la relación (formativa) del individuo con el legado humano que en la cultura le es transmitido, esta noble tradición ilustrada, decimos, se haya acabado materializando en la peor de sus posibilidades, la que elude su aspecto crítico y emancipador y cae en brazos de la pura apología de lo que el político y el empresario, en última instancia, le estaban exigiendo. Cabe preguntarse, pues, por la idea (de persona, de sociedad, de relaciones humanas) que están verdaderamente invocando y “trayendo al mundo” la escuela y la universidad actuales, amparándose y justificándose en una Pedagogía tornada ideología.
Esta función cómplice con un determinado statu quo de la pedagogía es, ciertamente, una de sus posibilidades desde su nacimiento (en la Grecia del siglo V a. C., con Esparta y Atenas como modelos totalitario y liberador del pensamiento, o por otro lado, en la discusión entre Sócrates y los sofistas en Atenas que es bien reflejada en el Protágoras o La República). Porque, queremos decir, si la educación se entiende, como en el caso de La República platónica, como construcción del sujeto previa al ejercicio de la razón política, la pedagogía se ocuparía de pensar y favorecer que la educación incorpore de un modo ordenado, pautado, al sujeto un carácter social, mediante los afectos y sin mediar más razón que la del diseñador de los “planes de estudio”. Los estudios de Foucault, por mencionar a alguno de los que mejor lo han dicho, aludieron a la necesidad que tiene una sociedad o un régimen de fabricar, moldear y constituir un tipo de sujeto que garantice la supervivencia del modelo o estructura sociales. La pedagogía, nos dice el francés, ha estado involucrada como una de las principales tecnologías de la vida en la Modernidad, aunque se ejercería en la constitución de sujetos de un modo afirmativo, no necesariamente punitivo o represivo (en esto consisten los matices que supusieron para su teoría anterior los famosos cursos postreros en el Collège de France a principios de los ochenta). Es decir, la pedagogía se ha ocupado de idear una educación apta para fabricar y constituir los sujetos del régimen moderno de organización de la vida. Además, previamente Foucault había señalado el aspecto negativo por el que la pedagogía y la escuela habrían también actuado como instrumentos represivos (invocando un orden a costa de definir y fabricar lo anormal) para cohesionar y perfilar las relaciones de poder de la Modernidad. La educación haría emerger un orden (segregador, como todo orden) que sería legitimado y justificado por la ciencia pedagógica.
Claro, esta función atribuida por Foucault a la teoría educativa o la pedagogía pinta muy mal. Implica una disolvente crítica a las instituciones educativas, por lo menos en el Foucault de la etapa de Vigilar y castigar. Nos haría cómplices no solo a los pedagogos sino a toda la escuela, al sistema educativo y a cualquier docente de ser funcionarios de una “racionalización” equivalente a la burocratización, regulación y organización sistemática de la vida, que se concreta a partir de sus sombras, márgenes y reversos. Dicho con brevedad, lo normal es en función de lo anormal.
Podemos argumentar, y habrá quien así lo crea, que de hecho no existe otra posibilidad para la pedagogía que esta complicidad, mientras perduren las instituciones educativas de la Modernidad (crítica que ya hizo en España el sociólogo Lerena en los años ochenta del siglo pasado con su conocida obra Reprimir y liberar). Lo que tiene el riesgo, insiste hoy el pensador marxista Liria, de coartar y frenar una reivindicación de las instituciones educativas que como el Estado de Derecho, suponen una vía de liberación y salvaguarda de los ideales democráticos de la clase trabajadora. Es, afirma, esta posición foucaultiana en la izquierda la que está, paradójicamente, dejando sin instrumentos para su lucha a la clase obrera, cuyo objetivo tendría que ser reivindicar y salvaguardar la escuela y la universidad pública, universal, barata y accesible para todos. Las instituciones educativas, en su imperfección, son, no obstante, el único modo de que el fértil caldo de cultivo de la gran cultura llegue a las clases sociales menos privilegiadas. Por mucha violencia simbólica con que opere y aun albergando ocultos e invisibles sesgos que continúan e incluso consagran la división de clases (Bourdieu), Liria parece decantarse por que la lucha por una sociedad más justa deba pasar por atribuir un papel válido para ello a la escuela.
La crítica institucional que en gran medida la izquierda progresista hizo suya, ha circulado por otros derroteros que han acabado, argumenta Liria, destruyendo lo que era una posibilidad real de transformar y hacer más justa a la sociedad. Entre estas críticas a la institucionalización de la educación mencionemos al curioso y denostado pensador Iván Illich (en su etapa de los setenta) o a algunos movimientos (anti)pedagógicos como el controvertido movimiento de la Desescolarización e incluso el actual Home schooling. También el amplio enfoque que se resume en la denominación de “escuelas libres” o “pedagogía no directiva” se podría incluir en una suerte de “reblandecimiento” de la escuela que la despojaría de su vigor intelectual y por tanto, paradójicamente y contra lo que pretenden estas escuelas, de su capacidad para cultivar el espíritu crítico y la utopía.
Pero para enfocar el asunto sin la necesidad de cuestionar a la propia escuela, como sugiere la perspectiva ilustrada de Liria, creemos que parece necesario y útil retomar el modo de pensar lo educativo de la corriente norteamericana denominada “Pedagogía Crítica”. Sus análisis y argumentos tienen la ventaja de que “salvan” a la escuela, es decir, no se hunden en un pesimismo fatalista que haría de la escuela un fatal instrumento de la opresión. Aun más, todo lo contrario, recalcan que la institución escolar puede tener un importante papel, todavía, en la emancipación de los individuos y sociedades. Es esto, sin entrar en los detalles de su enfoque particular y el trasfondo marxista-freiriano que comparten sus autores (Apple, Giroux, Mc Laren, por ejemplo), lo que nos vale como pista para desarrollar una mirada distanciada, pero al mismo tiempo consciente de la historicidad de lo que mira y de la propia mirada, que sea capaz de ver más allá de ciertas apariencias a la escuela y a la universidad. Una pedagogía crítica y no ideológica, o sea, que sirva a la “verdad” por encima de otros intereses espurios y ajenos a la ecuánime descripción, análisis y explicación de lo que está pasando.
Esto resulta hoy imperioso, si la pedagogía pretende ser algo más que mera ideología para legitimar las sucesivas reformas educativas que el poder político y empresarial va lanzando. Porque en España se han acompañado las reformas de un discurso pedagógico y de unas aparentes evidencias que han ocultado que las reformas eran justamente lo contrario de aquello que parecían ser. Lo que se nos ha vendido como una liberadora revolución educativa, señala Liria, en realidad se trata de una reconversión neoliberal de universidad y escuela. Resulta innegable (e inolvidable, en aras de una cierta memoria histórica), por ejemplo, la decidida responsabilidad del gobierno socialista de Zapatero en la implantación del Plan Bolonia en la universidad.
Lo más sangrante que una pedagogía crítica o de la sospecha nos puede demostrar (sin ir más lejos emprendiendo un recorrido histórico por los datos y documentos que han ido creando la mentalidad Bolonia en los profesores universitarios y la sociedad) es que el verdadero objetivo de las reformas educativas ha sido una astuta privatización de la educación pública. Se ha llevado a cabo su depauperación para ponerla al servicio del interés de las grandes empresas y corporaciones.
Por ejemplo, señala Liria que uno de los objetivos vinculados a este plan ha sido eliminar la sobrecualificación de los trabajadores. Hoy las grandes empresas necesitan, dice, una mano de obra que acepte feliz y acríticamente su situación precaria, flexible, volátil y, añado yo, inhumana, en el mundo laboral. Un mundo en el que se trata de hacer desaparecer a la vieja clase obrera con la individualización de los sueldos (que significa el final de los convenios laborales), la competitividad y rivalidad de los propios trabajadores entre sí y la destrucción de la conciencia de clase y sindical para convertir a los trabajadores en emprendedores. De hecho, por apuntar un ejemplo, explica Liria basándose en un documento empresarial que lo admite sin reticencias, en las entrevistas laborales no cuenta la cualificación profesional que aporte el entrevistado, sino que este no declare su intención de vivir, como es lógico y humano, con ciertas certezas en torno al salario, las vacaciones y el horario de trabajo. Debe estar disponible en cuerpo y alma, las veinticuatro horas del día, para su empresa, que trata de convertirse en una especie de familia donde reina la alegría, la motivación constante y la identificación afectiva de los empleados con la marca. Y el propio empleado ya no vende su mano de obra, sino que se convierte en su propia marca, que debe defender adaptándose continuamente a las veleidades y corrientes del siempre incierto mercado con la educación permanente (o sea, reciclando sus competencias hasta que se muera, pero sin importar su profundización en conocimientos).
Está claro que una universidad basada en el conocimiento en sí mismo, como algo valioso porque sí y nunca rebajado a su utilidad, una universidad para todos, que enseñe materias como griego antiguo o Física fundamental, no vale para los empresarios en este contexto neoliberal. Hasta ahora la universidad tenía la doble función de preparar para una carrera profesional (el viejo y medieval título de “licenciado” se llamaba así porque en los comienzos de la institución universitaria facultaba para dar clases en ella y tenía por tanto ese fin que podemos considerar práctico, lo que tras la Ilustración ya ha sido uno de los principales cometidos de la universidad) y también la importante función de preservar vivificándolo el gran caudal del pensamiento y la ciencia, en su sentido más valiente, puro y noble.
Pues bien, la gran revolución neoliberal que está sucediendo ante nosotros a una velocidad que casi impide asimilarla e ir pensándola, insiste en eliminar este segundo objetivo que las reformas ilustradas habían mantenido en la universidad para asegurar el librepensamiento y priorizar el objetivo de inserción y preparación para el mundo laboral. Un segundo cometido por el que tenían sentido y presencia valores que ahora se volatilizan sin que nos demos ni cuenta, como era el derecho constitucional a la libertad de cátedra. Este derecho pertenecía, desde luego, a otro mundo. Porque el profesor funcionario, que ostenta la estabilidad requerida para ser libre (es por cierto un invento de la Ilustración que las reformas ilustradas de la universidad en el siglo XVIII introdujeron), para no depender de poderes privados o gobiernos de turno, ahora se “proletariza” y se torna un empleado con su puesto de trabajo legalmente en el aire. Y ante la amenaza de un persistente acoso por parte de evaluadores, rankings, procedimientos estandarizados, burocracia, que le va mermando tiempo y dignidad. La antigua densidad del conocimiento se ha convertido en un aparentar que se investiga mediante el astuto uso de los escaparates que para ello prescribe el sistema. No importa que la verdadera calidad decaiga y que, a la larga (quizás no ahora a corto plazo), nos atrevemos a vaticinar que ni siquiera los nuevos profesionales e investigadores van a generar conocimiento útil y beneficios para las empresas. Tiempo al tiempo y ya veremos.
La tesis de Liria, que comparto y he defendido desde 1999 contra viento y marea, es que todo el discurso de la “nueva” (pongo comillas porque en realidad no es nueva, ya que en gran medida se basa en revolucionarias pedagogías del pasado que han seguido supuestamente la onda de Rousseau pero que realmente lo han traicionado) pedagogía universitaria es evitar escrupulosamente la formaciónnecesaria para convertirse en hombres y mujeres auténticamente libres. Eso ya no interesa porque es peligroso y encima a corto plazo no da dinero ni genera mercancías.
El empresario neoliberal prefiere un empleado que se haya entrenado en la adquisición de competencias a uno formado al estilo anterior hoy considerado caduco. Antes se estudiaba de verdad, profundizando, con suficiente tiempo; y los años de formación quedaban reflejados en un único título universitario que expresaba que durante ellos el estudiante se había adentrado realmente en una disciplina, que había catado la gran cultura y la ciencia.
Hoy, con la reducción y depauperación de la enseñanza llevada a cabo en los Grados, se elimina la idea de una formación e incluso de la instrucción bajo la ilusión de un autoaprendizaje sin la figura ya caduca de un profesor que ofrecía otrora la síntesis viva de una disciplina que él mismo era, en persona. Todo ese “lastre” de años y dedicación al estudio riguroso de un campo del saber, de una tradición epistemológica, no le sirve a la “sociedad” (al mercado y a la producción de beneficios y patentes) que ahora demanda que los trabajadores demuestren, por el contrario, haber pasado de un modo fugaz y ligero por distintos saberes. Así, el currículum se torna lo “flexible” y técnico que requieren los grandes empresarios, los bancos, las corporaciones multinacionales, etc. Es lo que hay detrás de la próxima reforma, aun peor, del 3+2. Un robo del conocimiento a la clase obrera, ya despojada definitivamente de aquello que podía contribuir a su mayor lucidez con vista a mejorar la vida. La conversión de un derecho en una inversión (que por eso ahora justifica que las matrículas cuesten más del triple a los alumnos).
A este fin exclusivamente “laboral” sirve ya la universidad española. Ya no es fértil caldo de cultivo de la cultura viva, como en el viejo modelo, por mucho que este también tuviera grandes fallos. Liria atribuye, además, a la nueva universidad un carácter aun más feudal, entendiendo por feudal un carácter privado, frente al ya denostado y superado carácter público que la Ilustración le había otorgado. Y, por volver a nuestra tesis inicial, es esto lo que han ido con su propaganda y “teorías” fomentando algunos pedagogos que, a diferencia de otros pocos entre los que me incluyo, choca con una idea verdaderamente crítica y liberadora de la pedagogía. Tiene un sentido necesario y vigente, hoy más que nunca, la pedagogía, pero para situarse críticamente ante lo que está pasando, bien sea desde la labor de un orientador de centro a la de un profesor universitario e investigador. Hay que promover una pedagogía crítica que nunca sea cómplice… de nada, que no se case con nadie y que solo responda a la verdad, la justicia y la libertad. Aunando rigor y libertad, y búsqueda de la verdad por encima de lo útil. Una pedagogía lúcida capaz de mirar más allá de las trampas ideológicas del presente, historizando los discursos de las otras pedagogías cómplices que por ahora están ganando la batalla, desvelando su trasfondo neoliberal. Y una pedagogía que haga suyo el elemento de autocrítica que ha caracterizado a nuestra civilización desde sus orígenes para realizarlo en las instituciones educativas.
Bibliografía:
Fernández Liria, C. et al. (2017). Escuela o barbarie. Entre el neoliberalismo salvaje y el delirio de la izquierda. Madrid: Akal.