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Educación y filosofía
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El Juan de Mairena. Filosofía, educación y poesía en Antonio Machado (I).
Marcos Santos Gómez
Lo que Machado expresa en su poesía, la temporalidad desde la que, en aparente contradicción accedemos a la eternidad del instante o a su mayor valor, es “elevado” a ejercicio pedagógico en su Juan de Mairena. Pero, a diferencia de la pedagogía al uso, lo que sea que haya que enseñar, los tan adorados contenidos y verdades de las clases, no resisten un irónico poner en jaque su propia firmeza; y la buena clase retratada por sus aforismos lo es porque logra disolverse y mirarse ella y al mundo, como parte de un mismo vértigo. Juan de Mairena sitúa con su guasa a sus alumnos flotando en lúcida levedad sobre la superficie del tiempo, para poder asistir asombrados a la trama de lo real constituida ahora en simple tramoya, como una sólida pero grotesca pretensión de ser algo cierto, en medio del arrollador paso de lo que hace que todo sea incierto: el tiempo, las facetas, la carencia de solideces y firmes cimientos. De nuevo la fascinación helénica por el cambio que para unos es constante y dramático despeñamiento de los entes en el no ser y para otros, entre los que hay que contar a Machado, es el modo de darse el puro ser, antes ondulación en esa extraña sustancia, que no es sustancia, que es el tiempo, lo que salva al asunto de todo tinte trágico o pesimista. Y también, como desde hace dos mil y pico años, el viejo y siempre nuevo asombro griego, la capacidad de asombrarse como lo que pone en marcha el pensamiento y nos salva:
“El paleto perfecto es el que nunca se asombra de nada; ni aun de su propia estupidez” (p. 79).
Las esencias, las cosas, lo firme, constituyen la vana pretensión del hombre de acceder al ámbito sin tiempo, pero en el tiempo, desde el tiempo y abocado a vivir y a perecer como ser temporal. Hay un bellísimo aforismo del libro del poeta que estamos comentando, que cuenta la brillante y poética metáfora kantiana de una paloma que notando la resistencia del aire al volar, se imagina equivocadamente que volaría mejor en un espacio vacío. Esto es, precisamente, lo que sueña el hombre, sin darse cuenta que todo él, y todo lo bueno a lo que puede aspirar, incluidos sus sueños de intemporalidad, se traza dentro del tiempo y solo se entiende en la medida que es dicho, pensado o soñado en el tiempo. Saber esto es ya el inicio del pensamiento que trata de educar, del Juan de Mairena, de manera que la clase en el instituto consiste en una especie de disolución ingeniosa y a veces tierna, de todas las certezas. Y es pedagogía, o filosofía que ha de ser poética y pedagógica, porque solo puede desarrollarse esta fluidificación del hombre en el trato, educativo y dialógico, que el hombre hace consigo mismo cuando trata de compartir saberes y esfuerzos por asir o danzar la realidad o, por seguir nuestro hilo de las precedentes entradas, la cultura. Por cierto, en un aforismo se muestra con obviedad esta posición cercana a la Institución Libre de Enseñanza que atribuíamos a Machado recientemente, en la idea de una universidad no de especialistas sino lo que hoy llamaríamos “generalista”. Es el contacto vivo con la totalidad de la cultura lo que salva la vida del hombre, lo que nos justifica y eleva a ser algo y no nadie:
“Cuando el saber se especializa, crece el volumen total de la cultura. Ésta es la ilusión y el consuelo de los especialistas. ¡Lo que sabemos entre todos! ¡Oh, eso es lo que no sabe nadie!” (p. 56).
La del especialista, señala el poeta, es una forma de ignorancia, de renuncia a la atmósfera, con todo su juego y proporciones de gases distintos, que nos insufla vida. Como vaticinaba Weber, la ciencia del especialista, su saber, es ciencia sin espíritu.
El pensador que es Antonio Machado, o su alter ego Juan de Mairena, es duende travieso al que el abismo le produce un grato hormigueo en el cuerpo, un goce lúdico. Machado vence al espíritu trágico, que resulta desenmascarado y derrotado por la risa. Muestra las cualidades y reverberaciones de las cosas, acaso formas sin sustancia, con juegos poéticos y sofísticos (que en él comprobamos que son lo mismo, es decir, lo poético y lo sofístico coinciden, como sabía el arquitecto Platón al condenar a los poetas en La República), en una broma (pensar y reír también es lo mismo) que parte de la sospecha ante todo lo firme, para lograr una licuación de la clase misma, con sus breves y aforísticas lecciones. Sentimos manar el caudal de la verdad que aniquila las verdades y a la propia verdad, para ser gozosamente arrastrados por esa desvariada corriente. Es la temporalidad la que parece deshacerlo todo y es la palabra juego que trata de captar la realidad en una inagotable dialéctica que lo es todo y que huye de cualquier tipo de freno ni síntesis.
Se despliega en el libro del poeta una curiosa forma de entender la lección y la clase, en un ficticio instituto donde su alter ego enseña asignaturas como “sofística” o “retórica”, y otras más que nunca se han enseñado verdaderamente en la enseñanza secundaria, pero mucho menos al estilo con que este profesor de provincias lo hace. Y es que para adquirir plena consciencia de lo que implica realmente saber y de algo tan raro como una clase escolar, hay que tomárselo, literalmente, a broma. Esa conciencia es el producto donde comienza y termina el pensamiento. Se piensa, así, para obtener lucidez, pero no para hallar verdades. O en cualquier caso, la verdad opera como el daimon socrático, de una manera negativa y un tanto nihilizante (¿las gotas de sangre jacobina que el poeta decía tener, como un pathos de verdad impulsándole en denodada lucha contra la verdad?). Tanto es así que en las primeras páginas del Juan de Mairena lo que desarrolla el maestro es broma tras broma, lo que no se aleja mucho tampoco de Sócrates y de sus discípulos estoicos o sobre todo cínicos. Como en todos ellos, sí hay una voluntad de llegar a algo, y, en los textos del Mairena, se llega de hecho a algo, en cada uno de sus aforismos. Aun ofreciendo una continua sensación de estar en el aire, como una pluma o semilla de diente de león flotantes, el lector va percibiendo que es él quien está con plena lucidez en el mundo, en la clave que aniquila todas las claves y que también se aniquila ella misma, feliz y exultante. Nótese dicho con extrema concisión, que concentra burla, ironía y pensamiento, en el primer aforismo que abre el libro:
“La verdad es la verdad, dígala Agamenón o su porquero.Agamenón. – Conforme.El porquero. – No me convence.” (p. 53).
Son precisamente los que guardan y aguardan la verdad, quienes más se alejan de ella, pues tapan las dobleces y bifurcaciones con que nuestros corazones buscan, se aproximan y hasta cierto punto alcanzan algo así como la verdad. De manera que los más blasfemos son justamente quienes combaten y castigan la blasfemia, y los que profieren en amargas bufonadas sus blasfemias son quienes mejor se acercan a la verdad y sobre todo, más la respetan:
“La blasfemia forma parte de la religión popular. Desconfiad de un pueblo donde no se blasfema: lo popular allí es el ateísmo. Prohibir la blasfemia con leyes punitivas, más o menos severas, es envenenar el corazón del pueblo, obligándole a ser insincero en su diálogo con la divinidad. Dios, que lee en los corazones, ¿se dejará engañar? Antes perdona Él –no lo dudéis- la blasfemia proferida, que aquella otra hipócritamente guardada en el fondo del alma, o, más hipócritamente todavía, trocada en oración” (p. 55).
Por eso, con suave sarcasmo, erige Mairena al Diablo como profesor de Blasfemia en una Facultad de Teología, y le concede tener razones, aunque no razón. Razones que hay que atender siempre y que son y viven en el discurso, sin pretender que esta vivificación de la palabra deba apoyarse en la Razón. De hecho, Satanás puede estar equivocado, pero no es eso lo que importa. Porque haya o no haya una Razón, el hombre vive, respira y se mueve entre razones. Son ideas que podrían acercar a Antonio Machado en una demasiado fácil interpretación a los sofistas, pero no acaba de ser en ningún momento, propiamente, un sofista. Está casi a la vuelta de Nietzsche, tal vez, como para caer en la trampa de la fácil dicotomía que a todos nos enseñan acerca de la verdad empleando la parábola de Sócrates y los sofistas. Machado está en otro juego. Para él, sí hay una seriedad en la filosofía, en la existencia, en la vida humana y el ser humano, pero una seriedad a la que se accede solamente con el juego y la oblicuidad sofística. De hecho, mezcla a ambos, sofistas y Sócrates. En gran medida algo ya presente en Sócrates que siempre tuvo algo de sofista y no en vano fue metido en dicho saco por el comediógrafo Aristófanes en Las nubes, como es bien sabido. En cierto aforismo señala elocuentemente:
“Contra los escépticos se esgrime un argumento aplastante: ‘Quien afirma que la verdad no existe, pretende que eso sea la verdad, incurriendo en palmaria contradicción’. Sin embargo, este argumento irrefutable no ha convencido, seguramente, a ningún escéptico. Porque la gracia del escéptico consisten en que los argumentos no le convencen. Tampoco pretende él convencer a nadie” (p. 57).
Los argumentos están para otra cosa… y no precisa Machado mucho más. Quizás sean, me atrevo a sugerir, una forma de masaje, de incursión en aguas termales o una cálida sauna donde sudar y hallar cierto relax, como si crearan un ámbito sereno en el que desplegar las ideas. Una cierta organización, el entrenamiento para un deporte o la milicia (típicas metáforas estoicas, por cierto), una regulación del cuerpo y el alma. Pero sin nada más allá de esta puesta en orden y salud. Bastante de todo esto hay en la lectura de Foucault de la Grecia y Roma clásicas, también.
Tampoco nos acerca a la verdad-no verdad machadiana la complicación en el discurso, los claroscuros barrocos, las tramas enrevesadas y el lenguaje retórico. Su lenguaje es como el sencillo gesto con el que de manera práctica, pragmática diríamos, el niño caza a la mariposa con su cazamariposas. No se alude a la turbiedad del mundo y a la vieja academia reproduciendo sus oscuridades. Su lenguaje es muy claro porque pretende situarnos en una claridad. Uno escucha casi físicamente, junto a nosotros, la fuente que tanto nombrara en sus poemas y erigiera en sonora metáfora del agua que baila y multiplica sus destellos, como luz en la luz. Y esta amena fuente está arrojando su limpia agua en cada aforismo del Mairena.
Todo lo demás, lo que transmiten las lecciones graves, la gran tragedia de la historia, los metálicos preceptos de la estilística y el Barroco literario, la precisión de las ciencias y, por supuesto, la trama política y moral en que todo se halla, incluido en un gran sistema teológico como las tragedias morales de Calderón, es vencido por la gracia o incluso gracejo de un Lope de Vega que salva, nos salva, de tanta gravedad con una broma como de algodón o fino terciopelo. Pero todo esto es comentado por el poeta porque realmente le interesa llegar a algo, o estar, mejor dicho, en el intelectual y moral camino de algo. Sí es obligación del hombre formularse preguntas y si hablamos, por ejemplo de la religión, esta ha de consistir antes en duda que en creencia.
“- Dios existe o no existe. Cabe afirmarlo o negarlo, pero no dudarlo. - Eso es lo que usted cree.” (p. 57).
Porque para Machado si nos tomamos la escuela en serio, como agente de lucidez y consciencia, hay que recurrir, un tanto freudianamente, a lo cómico. Es lo cómico o, mejor dicho, la burla, lo que verdaderamente eleva a los hombres sobre el fatalismo de su inexorable desgracia. Desgracia que el hombre encara y sabe, como única verdad, o sea, su propia muerte, así que podemos concluir, el hombre es, retomando el testigo burlón que nos cede Antonio Machado, el animal que más en serio se toma la verdad, o la mayor y peor de todas la verdades con la que vive, aunque hubiera sido mejor saberla. Esta conciencia y lucidez nos eleva por encima del resto de la Creación. Algo que, muy en el espíritu del Mairena, impregna todo lo que hace el hombre y atraviesa el experimento pedagógico del libro… no podemos saber salvo que morimos y salvo nuestro no saber, mucho más:
“Pero no me toméis demasiado en serio. Pensad que no siempre estoy yo seguro de lo que os digo, y que, aunque pretenda educaros, no creo que mi educación esté mucho más avanzada que la vuestra. No es fácil que pueda yo enseñaros a hablar, ni a escribir, ni a pensar correctamente, porque yo soy la incorrección misma, un alma siempre en borrador, llena de tachones, de vacilaciones y de arrepentimientos. (…) Para los tiempos que vienen, no soy yo el maestro que debéis elegir, porque de mí sólo aprenderéis lo que tal vez os convenga ignorar toda la vida: a desconfiar de vosotros mismos” (p. 81).
Pero alguien debe ayudarnos a sacar la cabeza del fondo removido del gran océano inefable y hacernos tomar aire, respirar, y sentir que hay más espacio, otro espacio para el hombre, para el filósofo, un espacio inaugurado por el curioso hecho de que podamos reír. Seguramente si no pudiéramos reír los seres humanos, no habríamos sido capaces de pensar. Y Machado se toma esta intuición muy en serio en su Mairena. De un modo que, hasta cierto punto y con tonos y estilos diferentes, hace lo de Borges, cuando comprueba que precisamente todo lo grave, todo lo firme, lo que aparenta mayor seguridad, es justamente lo menos real, lo más cobarde, lo que tapa y oculta la esencia del mundo que es contraria a todas las esencias.
Bibliografía:
Machado, A. (2004). Juan de Mairena. Madrid: Alianza. Edición primera 1936.