Ayer fui a una gran superficie a comprarme un pijama cómodo de verano y lo hice acompañado por mi nieto Bruno, de 8 años.
Muy pronto vimos que la tarea no iba a ser nada fácil. En las tiendas de ropa de hombre no se venden pijamas o, si se venden, se trata de excentricidades que mi nieto no hubiera permitido, de ninguna manera, que me comprara.
Resulta que para que un señor venerable como yo, a punto de cumplir 63 años, pueda comprarse un pijama, ha de entrar a las tiendas de lencería femenina y buscar por los rincones la sección de ropa interior masculina. Ante tamaña muestra de desigualdad de género, mi nieto lanzó un grito reivindicativo que, debo reconocerlo, no me atreví a secundar en voz alta, aunque no podía ser, en nuestras circunstancias, más justo: "¡Menos bragas y más pijamas!"
En una de estas tiendas me mostraron un pijama que parecía estar bien. Yo me lo hubiera comprado sin problemas. Me parecía cómodo y eso era todo lo que buscaba. Pero mi nieto se fijó en que los pantalones estaban decorados con rosas rosas y me dijo que ni hablar, por las rosas rosas, no pasaba. Así que, cediendo a sus órdenes imperativas, me compré un pijama azul marino. En el pecho de la camiseta lleva la inscripción "I will run tomorrow" en letras blancas y el pantalón luce pequeñas zapatillas deportivas de color gris.
Y después nos hartamos de pollo frito en un KFK.