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Educación y filosofía
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Noche de flamenco (Hitos en la búsqueda del éxtasis) Marcos Santos Gómez
Todo arde en secreto. En esta revelación he fundado mi desmesura. Qué duda cabe de que esto me ha tornado excéntrico a ojos de los demás, lo que no resulta fácil de aceptar y a la larga ha manifestado su peligro. Se puede llegar a vivir muy solo con la verdad, pero he optado por hurgar sin miedo en la herida del mundo y ahora veo el momento de contarlo, de ir aclarando poco a poco las estaciones de este viaje revelador. Una tarea que acometo trémulo, en la que es posible que al mismo tiempo que vaya componiendo el relato de lo esencial, me consuma y me borre a mí mismo.
Podemos situar el inicio en un tiempo posterior, aunque próximo, a mi extraña infancia. Optemos por esta convención. Narrar el incendio de mi niñez resultaría temible, por lo que con sensatez prefiero situar el comienzo de este via crucis en una noche del año 1994, o tal vez 1995. El recuerdo es borroso, pero a todas luces fue en verano, pues me parece sentir incluso hoy el aire sofocante de la noche, el calor húmedo de aquella madrugada en la que me contemplo excitado, eufórico. Por momentos voy viéndolo mejor. Yo en el bullicio de la plaza, que por otra parte es una plaza poco convencional, pues se parece antes a un anfiteatro con las gradas de piedra y ladrillo formando un semicírculo en torno a un “foso” central. Situado en ese eje, a modo de centro del centro, como su corazón, está la estatua en bronce del cantaor Camarón de la Isla, congelado en trance de estar ejecutando algunos de sus cantes magnéticos. Ocupando las gradas vemos la multitud que se agolpa en torno al centro sublime. Era fácil distinguir los “botellones” (palabra que entonces no se empleaba), de los que partía un rumor en el que las palabras de unos resultaban inaudibles para los demás.
Yo andaba por allí como perro perdido. Había insistido en quedarme en el anfiteatro más tiempo y ellos se habían marchado. Solo. Mi empeño en quedarme solo, rampante, era por la extravagancia de perderme entre las multitudes.
Me resultaba imposible quitar los ojos de la estatua del cantaor, sorprendido en su sillita de mimbre en mitad de un quejío, inmerso en la bulería teñida de negro, como si hubiera que arrostrar la pena para conocer la alegría. O tal vez ya había desembocado en el pozo de la tenebrosa seguiriya. Era precisamente este palo triste, el palo rancio, originario, que como campanadas se abre paso en la noche, el que primero invocaba al éxtasis, según era mi experiencia. Las tensiones del flamenco disparaban las mías.
Los personajes de esta escena estaban ¡Dios mío!, interpretando una bulería en medio de todo aquello. Tenían presente a Camarón, como yo. Estaban solos, también como yo. Me enamoré de inmediato de sus voces rasgadas, de su provocación. Eran justo lo que yo buscaba en la noche incierta, los devotos de aquello que todos parecían ignorar, que todos temían. Imagínense lo que sentí cuando los hallé como un hermoso regalo de la madrugada. ¡Eran típicos! Los arquetipos vivos que necesitaba yo, animal de raras obsesiones… Eran cinco. Estaban cantando, cantando por Camarón. Maravilloso. Eran los sacerdotes de esta misa secreta, los ecos del misterio de Camarón.
El rubio que cantaba era más joven que yo, de cuerpo menudo y cabellera a lo flamenco. Lo recuerdo con nitidez, aunque mucho de lo que sucedió en ese momento y en el desenlace fatal me resultó después imposible recordarlo. Vestía una camisa extrañamente oscura para el verano y lucía un majestuoso y atrevido cordón de plata sobre el pecho. Días antes yo había estado estudiando si comprarme un cordón de ese tipo, pero no tenía suficiente dinero para hacerme con uno de oro. De todos modos, el brillo de la plata en la noche, más discreta que el oro, constituía la melancólica evocación de los oros que llevaba sobre sí el Camarón, sus esclavas, el reloj que casi le estallaba en la muñeca, los desmesurados anillos en los dedos finos y gloriosos, y el tatuaje cercano, de quinqui, de persona diferente, temible. Todo lo que relucía cuando movía las manos con duende, con verdadero arte, profiriendo sus mortales alegrías y sus negros tangos, los quejidos sublimes. Hacía casi tres años que había muerto. Pero, aun muerto, poseía la clave del enigma sagrado de la vida.
Supe que aquel círculo de quinquis era la antesala del paraíso y me aproximé con recogimiento. Eran cabales, gente cabal. Me sentí feliz y comencé a proferir “oles” llenos de pasión. Adopté la pose más flamenca posible. Palmeando con ellos el círculo resplandecía. Era natural que me consideraran de los suyos, porque yo de hecho lo era. Compartíamos alma. En aquellos años vivía en la bondad expansiva, en la fe de que todo era sublimado por la amistad. No veía el mal. Nunca. Solo vi sus bellas melenas, las manos sagradas y a Camarón.
Se hallaban entregados a la tarea de beber unos litros en medio del desprecio y el miedo que despertaban en los demás. Hice lo que sabía que debía hacerse con ellos, que era mostrarme como ellos, ser uno de ellos y hacer confiado lo que nadie hacía, porque preferían escapar y dejarme solo. Pero yo me quedaba donde podía leer la lenta escritura de los siglos. Del mar brotaba la niebla, del manso oleaje que rompía suave en el borde de la orilla como una miniatura. Su candencia era, me dije, la cadencia del universo ebrio.
Al principio ocurrió lo natural, lo que esperaba que debiera ocurrir. Lo que debería ocurrir siempre. Me acompasé con aquellos seres excelsos. Traté de expresarles mi profunda vinculación con Camarón y con la noche. Me invitaban a tragos pero miraban con miradas de hielo. No obstante, me vi sumido en un infinito bienestar. Les confesé que yo también era un producto de la marginación, un ser periférico que sufría con ellos. También yo, exclamé, sentía el dolor de los estigmas y sangraba por ellos. Insistí bastante en esto.
Hablaban poco. La música se había marchado hacia las esferas sublimes y ninguno cantaba ahora. Parecían estudiarme. Les hablé de la noche y el éxtasis. Parecían mudos, pero una mano me tendió algo, una botella. Y por supuesto bebí. Después, retomaron una pose más natural. Había uno con grandes cejas que destacaban en el rostro flaco, tan pálido que parecía reflejar la luz de la luna y que era bastante alto, deduje, porque sus piernas lo acaparaban todo en la grada donde estábamos. Recuerdo, o creo que recuerdo, que irradiaba un aire distante. Me llamó colega y me preguntaba quién era, dónde vivía, si estudiaba fuera… mientras una y otra vez me tendían la botella. En cierto momento, rularon porros. Yo di unas caladas, a pesar de no estar en absoluto acostumbrado.
Por fortuna, de nuevo hubo música. El muchacho rubicundo cantó un par de veces más, conmigo exultante a las palmas, jaleando. El alto sacó no sé de dónde una guitarra. Casi lloro cuando la vi. Con absoluta humanidad conversaban abiertamente sobre Camarón. Decidí creer en la plena felicidad. El rubio que cantaba también tenía la opinión de que Camarón había sido el cantaor más grande de todos los tiempos, un genio, un dios. Según evocaba el mito del aedo de San Fernando se fue exaltando y llenando de una pena que irrumpió, en apariencia sin venir mucho a cuento. Me refirió que el gran cantaor seguía vivo para él. ¿Lo conociste? Pregunté atónito. Bueno, dijo, conozco a uno que se corrió muchas juergas con él. Decía que invitaba siempre y que aguantaba muchas noches cantando sin parar. Y hasta Paco de Lucía aparecía a veces. El tiempo de todo aquello, pensé, era incierto y podía haber sucedido en la eternidad. El joven me contó además un secreto, que era que le habían jurado que cuando más cansado estaba el cantaor, con la voz más quebrada, más ciego, después de noches enteras sin dormir y casi a punto de romperse, era cuando cantaba mejor, cuando todos esperaban escuchar la voz que salía de su cuerpecito.
De pronto le cambió al muchacho la expresión y comenzó a repetir que Camarón era el más grande mientras se le saltaban las lágrimas e incluso me abrazó y apoyó su cabeza en mi hombro izquierdo. Yo no supe qué decir. Él lloró, lloró de verdad hasta humedecerme la camisa con motivos de cachemira, muy grande, de una talla superior, que yo llevaba puesta aquella noche. Creo. Desde luego, yo era muy delgado. Y después de llorar sobre mi camisa, afirmó que yo ya podía decir que un flamenquito había llorado sobre mi camisa. Y me ofrecieron más bebida. Yo dije en algún momento algo que guardaba indeleble en la memoria: que Camarón llamaba la atención incluso en Nueva York, cuando caminaba por las avenidas de Manhattan, donde todo estaba lleno de seres extravagantes, pues, qué fuerte, insistí con los vellos de punta y soportando las ganas de ponerme también a llorar, hasta en Nueva York la gente se paraba y lo miraba, como si irradiara un halo especial, de genio… llamaba la atención ¡allí!, exclamé, en la mismísima Nueva York.
Entonces recordé una nueva anécdota buenísima, que me dispuse a contar: cuando murió Camarón, un mes de julio, me parece que del 92, unos colegas (decidí emplear esta palabra) fuimos a la playa, al paseo de levante, pero ya como yendo al burgos. Ya sabéis que hay chiringuitos. Fuimos parando en varios, por beber algo en cada uno, y resulta que en todos ellos sonaba el Camarón. ¡Todo el mundo había puesto discos de Camarón! Pero todavía mejor es que fuimos de los primeros en enterarnos, porque uno de mis colegas que iba por la mañana por el centro vio que alguien salía de una puerta de esas casitas con patio blanco, con un pozo, tipo antiguo, con flores y eso, decía yo plenamente exaltado. Ellos intercambiaban de vez en cuando fugaces miradas de hielo, pero apenas se decían nada, salvo un par de veces que el rubio le dijo al alto algo en el oído y pude oír la palabra julay, que no sabía lo que significaba.
Contaba yo cómo mi “colega” había visto salir a uno llorando aparatosamente, con grandes aspavientos y cubriéndose los ojos con el antebrazo, mientras se oía una voz de mujer que le gritaba que se volviera para dentro. Repetía el hombre que Camarón era un genio, un monstruo, el hombre más bueno y más grande que ha habido en toda la Tierra ni habrá nunca. Entonces mi colega, les continué contando a mis mudos oyentes del anfiteatro, se percató de que había muerto Camarón. Tenía que ser así a la fuerza. Y al mediodía ya lo dijo la tele. Así, afirmé con solemnidad, nos enteramos muy pronto, casi los primeros de toda España. Entonces, otro de ellos, que fumaba sin parar, me invitó a que cantara. Nosotros te jaleamos para que cantes, dijo. Yo supe que se me ofrecía la oportunidad de ser quien era. Así que canté muy cerca del bien absoluto. Tan enfrascado estaba que ignoré sus ya siniestras miradas, peligrosamente siniestras.
Cuando hubo terminado mi homenaje al Camarón, el alto, con repentina seriedad, me preguntó si les iba a invitar a más birra. Yo me palpé el bolsillo y dije que por supuesto. Les di todo lo que llevaba en la cartera, que miraron fijamente. Quedaron unas monedas que el rubio me reclamó, llamándome amigacho o ampare o algo de eso. Y ese reloj es muy bonito, cuánto te ha costado, ¿me lo prestas? No eran gran cosa, ni el dinero que llevaba ni el reloj, pero se los di con decisión, como si partiera de mí. Solo acerté a repetir el mantra que llevaba años repitiendo, que venía a decir que el tiempo ya no contaba y que por eso les regalaba mi reloj o, dado el caso, sencillamente lo tiraba o lo rompía a golpes. El alto se guardó todo en un bolsillo y sus ojos ya eran como salvajes. Se hizo un absoluto silencio. Parecía haber cambiado la atmósfera, de manera inexplicable, como si hubiera muerto alguien. Quise mirar la hora, pero no estaba el reloj en mi muñeca, como es lógico. Me poseyó una oleada de ansiedad y decidí que tenía que ver a los otros, que ya era bastante tarde con toda seguridad (una vez más traté de ver la hora pero de nuevo me tropecé con el hecho de que ya no tenía puesto el reloj). Así que con precipitación, algo nervioso sin saber por qué, balbuceé una despedida, me di media vuelta y me marché. Ellos no dijeron nada, me miraron irme rígidos, muy serios, sentados en las gradas arriba y abajo, como un diminuto equipo de fútbol. Aunque el rubio bajito sonreía con un rictus despectivo.
Algo me dijo que me fuera de allí enseguida. Y me fui, tropezando un par de veces, hasta que les di la espalda para salir del anfiteatro. Me fui escapándome y respiré solo cuando iba por la primera calle, bastante oscura y solitaria. Pero alguien silbó detrás de mí. Alguien me llamaba. Ampare, ¿dónde vas? Giré la cabeza y los vi, sus perfiles se adivinaban en la oscuridad de la calle desprovista de farolas. Intenté salir corriendo pero me caí. ¿Dónde ibas? Me agarró de la camisa el alto, pero sin dejar que me pusiera de pie. Los demás eran, habían sido, como tres muñecos que solo palmeaban o daban golpecitos en el ladrillo de la grada, siguiendo el compás. Los palmeros perfectos. Uno llevaba unas gafas de metal grandes como una bicicleta, que a veces relucían y de las que solo me percaté ya tirado en el suelo cuando se me venía encima. Las gafas son lo único que recuerdo bien, lo poco que pude observar caído en el asfalto mientras empezaban a molerme. Traté de levantarme pero no me dejaron. A partir de aquí no me acuerdo mucho, pero sé que seguían con las patadas. Yo les preguntaba qué mosca les había picado, les recordaba que éramos amigos, que Camarón era un genio para todos nosotros, un dios. Y más fuerte me daban. En particular fue duro soportar la patadaque recibí en la zona del hígado por una pierna muy larga y fina de alguien muy alto. El joven rubio me coceaba partido de la risa y repitiendo julay, miradlo, es un julay. Yo solo podía cerrar los ojos e implorar que aquello se acabara en algún momento, que se cansaran de patearme y pudiera escapar vivo. Decidí adoptar una posición fetal, protegiendo la cara con los brazos, como una cosa inerme y me puse a sollozar. Ellos golpeaban con increíble precisión, a lo que ya solo era algo mustio que gimoteaba en el suelo. Parecían estar pateando un saco. Hasta que algunos bebedores del anfiteatro también pasaron por allí. No hicieron nada, realmente, salvo esconderse y mirar a salvo; pero se ve que mis agresores temieron alguna cosa o sencillamente se cansaron, por lo que, aunque no recuerdo nada más que golpes furiosos, se debieron marchar en algún momento. Y me dejaron profundamente triste y decepcionado. Un brazo piadoso me ayudó a levantarme. De algún modo creo que me puse a correr (ya sin motivo), fuera de mí, como una liebre con los galgos detrás. Y después, tampoco sé cómo, me encontré en la comodidad segura de mi cama, sollozando hasta quedarme dormido.
Nunca he podido evitar hacer de todo una fábula. Y, para no variar, a la siguiente mañana, cuando aturdido abrí los ojos y sentí doloridos los huesos molidos, el tórax casi en una agonía, con pruebas de haber sangrado por la nariz y haberme tragado la sangre, cubierto de rozaduras, inflamado uno de los codos, con cardenales por todo el cuerpo, incluyendo una mejilla, e incluso con la huella de una zapatilla de fútbol dibujada con claridad en el costado, como unos días después observó mi médico, aquella mañana, digo, decidí que se me había regalado una lección de la providencia y que jamás volvería a tentar la suerte ni a jugar con fuego (malditos sean los incendios, incluso los secretos). Nunca volvería a jugarme el tipo. Evitaría con inteligencia todo tipo de peligro. El destino me estaba enseñando cosas. Quizás que el éxtasis pertenecía a muy pocas personas, que no era democrático, sino elitista, y que la mayoría, aun receptivos a la grandeza de Camarón o de Beethoven o de quien fuera, compaginaban su devoción con la maldad. En efecto, el incendio era muy secreto, casi anónimo y desconocido. Pero como lo cortés no quita lo valiente, supe que mi obligación seguía siendo quemarme a fuego lento, abrasado por el éxtasis hasta las entrañas. Debía proseguir mi búsqueda, solo que con más prudencia.