Tal vez una de las razones del éxito de Trump es que su discurso y su conducta no resultan tan ajenos a los valores y tradiciones americanas como se puede creer. Ciertamente, Trump no es digno ocupante de la silla de Lincoln o Roosevelt, pero no está tan lejos del temperamento, la falta de escrúpulos y el odio de Nixon hacia sus rivales. No se identifica con el intelectualismo de Obama o Wilson, pero sí con el populismo de Reagan.
Más importante que todo eso, Trump conecta con una forma de entender la democracia norteamericana, como una democracia directa, resolutiva, como una democracia del pueblo, un democracia de la gente, no de las élites, una democracia dirigida por uno de los nuestros, uno como nosotros, una democracia que encuentra raíces en la historia de EE UU y que no es solo una propuesta de derechas sino que la comparte una porción de la izquierda, como se demostró en 2011 con el movimiento
Ocupa Wall Street. Por cierto, una idea de la democracia también respaldada lejos de EE UU.
La democracia es un sistema de gobierno aburrido y lento, que contiene métodos y reglas, que requiere largos debates y procedimientos engorrosos para tomar decisiones difíciles con el mayor respaldo posible. Es a veces también un sistema lejano, que no acabamos de entender y que dejamos en manos de quienes saben moverse entre sus enredados vericuetos. Al estar formada por complejas prácticas de equilibrio de poderes, la democracia resulta a veces también disfuncional, produce resultados pobres, injustos o contradictorios y, en casos extremos, llega a alumbrar a sus peores enemigos.
Es fácil, aunque peligroso, confundir los problemas de la democracia con exceso de democracia —para justificar su interrupción— o con falta de democracia —para justificar la democracia directa o no representativa, o no democracia—. Por mucho que se les ha dicho, los votantes de Trump no sienten estar alimentando el fascismo, sino perfeccionando la democracia americana, haciéndola más directa, más americana, arrancándola de las manos de las élites para devolvérsela al pueblo, encarnado por una figura reconocible, de la televisión, un patán con éxito, un tipo normal, que goza y peca como las personas corrientes, no como ese cursi de Obama, esos corruptos Clinton o esos arrogantes cosmopolitas de Hollywood, Silicon Valley o los medios de comunicación.No existe una fácil receta para combatir esta visión simplista y populista de la democracia. Pero un primer paso ha de ser reconocer la realidad, por cruda que sea para el gusto progresista: “En la América rural, valores básicos como el trabajo duro, el claro papel de los sexos y la armonía social se están destruyendo ante los ojos de la gente”, advierte David Brooks en
The New York Times. Trump representa, como explica James Miller en Can Democracy Work, algunos aspectos de la democracia americana que se tienen poco en consideración: “La atracción por los demagogos que desatan los peores instintos entre nosotros, un cierto nativismo racialmente contaminado, una resistencia contra los expertos que pueden resultar intimidadores y contra los burócratas que pueden resultar mandones”.Quienes tienen todos esos temores, quienes tienen esos valores y piensan así también votan. Podemos seguir dos años más lamentándonos del desastre que representa Trump, ajeno a los valores que nos gustan a nosotros, como la solidaridad, la compasión, la diversidad, el civismo, la educación, o pensar en qué motiva a quienes no los comparten a buscar opciones tan radicales y disparatadas. Si esto no se resuelve a tiempo, Trump seguirá en la Casa Blanca después de 2020.
Antonio Caño,
Por qué ganó Trump, El País 17/11/2018
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