Estoy leyendo todo lo que he podido comprar de Antonio Espina en Iberlibro. Lo último ha sido su biografía de Cánovas, de la que recojo tres pinceladas para este Café.
Me han impresionado los desayunos del prócer, expresión de su libertad gastronómica, a pesar de que era diabético. A las 8:30 tomaba un tazón de caldo con 6 yemas de huevo batidas y un tazón de café con la nata de medio litro de leche. Con razón lo llamaban “El Monstruo”.
Me he vuelto a encontrar con el arte de don Antonio para la esgrima dialéctica. Menos retórico que Castelar, dominaba, sin embargo, la estocada. A Manuel Cañete lo describió, haciendo uso de su libertad de expresión, como "un tonto adulterado por la cultura.” Y sobre los límites de la libertad de expresión es, precisamente, de lo que quiero hablar.
El dialécticamente implacable Cánovas es partidario de la libertad de expresión, pero considera, y aquí está lo relevante, que las palabras, atendiendo a sus consecuencias, pueden ser consideradas también como actos de habla y que, por lo tanto, la libertad de palabra no es incondicional.
Conviene recordar aquí que, como dice Juan Marichal, en toda la vida pública de la España liberal había una absoluta libertad de expresión. Castelar insistía en que “no hay legalidad ni ilegalidad en las ideas; hay legalidad e ilegalidad en los actos.” Este es, precisamente, el principio que pone en cuestión Cánovas en el conocido como "Discurso sobre la Internacional," que lo enfrentó a Castelar (del que, por otra parte, se sentía cada vez más próximo) en el Parlamento el 6 de noviembre de 1871: "De estos bancos en que se profesan ideas liberales conservadoras no ha salido de los labios de nadie la idea de que se persiga la mera discusión. Si otra cosa creéis, si esto que digo no es cierto, atreveos a decir quién y cómo ha profesado semejante doctrina. No. Aquí hemos juzgado, aquí estamos discutiendo actos."
Hoy a algunos les continúa resultando difícil entender que ciertas palabras pueden ser vistas como actos y que, por lo mismo, la libertad de expresión no es ilimitada. Si asumo un compromiso con alguien y lo rompo posteriormente a mi antojo alegando mi libertad de expresión, soy un irresponsable. Mis palabras han tenido incidencia sobre la realidad y por eso mismo tienen consecuencias. Si alguien comienza a gritar "¡Fuego! ¡Fuego!" es un espacio cerrado repleto de gente, no está meramente ejerciendo su libertad de expresión. Está provocando una alteración de la realidad con consecuencia potencialmente muy graves. Por esta razón, cuando una idea se expone, no puede ser juzgada únicamente como manifestación de la libertad del que habla. Si tiene consecuencias ilícitas, su exposición puede ser también considerada ilícita.
Podemos decir, pues, que fue don Antonio Cánovas del Castillo el primero que habló de “actos de habla.”
Por cierto, tiene don Antonio Espina una deliciosa biografía de la gran "aventurera" (así la calificaban algunas, aparentando desprecio hacia ella) Lola Montes. Está escrita con tanto salero que el hecho de que se salte con frecuencia la fidelidad histórica, no solo tiene poca importancia sino que, a mi modo de ver, les resta valor a las biografías serías de la bailarina devoradora de hombres (especialmente si eran opulentos). No hay ninguna posibilidad de que Lola Montes fuera prima del torero Paquiro (Francisco Montes) ni de que naciera en Sevilla. ¿Pero saben qué? ¡La realidad se lo pierde! "Lola Montes -escribe Espina- fue una mujer admirable que vivió como quiso, hizo lo que quiso y si no fue feliz, porque eso no hay quién, se aproximó mucho a lo felizoide. Que ya es."