Es muy probable que creamos ser personas absolutamente racionales, y más cuando se trata de votar. Es común pensar que evaluamos las propuestas de los diferentes partidos y que, tras un análisis racional, decidimos cuál es la opción más adecuada y en la que confiamos para solucionar los problemas de nuestro país.
Pero no es del todo cierto. No evaluamos la información por sí sola, sino que lo hacemos teniendo en cuenta nuestras ideas, creencias y preferencias previas. De hecho, los argumentos que damos en defensa de una elección vienen casi siempre después de haber tomado la decisión de modo instintivo, y no antes.
Somos víctimas del sesgo de confirmación, es decir, la tendencia a buscar y encontrar pruebas que apoyan las creencias que ya tenemos e ignorar o reinterpretar las pruebas que no se ajustan a estas creencias.
En su libro
The Believing Brain (
El cerebro que cree),
Michael Shermer habla de un experimento de la
Universidad de Emory, en Estados Unidos, en el que se ponía a prueba este sesgo, usando además resonancias magnéticas. En 2004 y antes de las elecciones presidenciales estadounidenses, los experimentadores mostraron a votantes demócratas y republicanos declaraciones en las que tanto John Kerry como George W. Bush se contradecían a sí mismos. Tal y como se preveía, los demócratas excusaron a Kerry y los republicanos hicieron lo mismo con Bush.
Lo novedoso del estudio vino con la resonancia magnética: esta prueba puso de manifiesto que las partes más activas del cerebro mientras se intentaba justificar al político preferido eran las relacionadas con las emociones y con la resolución de conflictos. En cambio, las asociadas con el razonamiento apenas registraban actividad. No solo eso: una vez se llegaba a una conclusión satisfactoria, se activaba la parte del cerebro asociada con las recompensas.
“En otras palabras -escribe
Shermer-, en lugar de evaluar de modo racional las posiciones de un candidato en esta u otra cuestión, o de analizar los puntos del programa de cada candidato, tenemos una reacción emocional a datos conflictivos. Racionalizamos y apartamos lo que no encaja en nuestras creencias previas sobre un candidato y después recibimos una recompensa en la forma de un chute neuroquímico, probablemente dopamina”.
Los neurocientíficos Hugo Mercier y Dan Sperber apuntan en su libro
The Enigma of Reason que este sesgo no se ve ni siquiera mitigado por factores como el mayor conocimiento, la capacidad de concentración o la inteligencia.
Estos autores recuerdan un experimento en el que se propusieron temas a dos grupos, uno con muchos conocimientos de temas políticos y otro con menos, con el objetivo de que propusieran argumentos a favor y en contra. “El grupo con pocos conocimientos mostró un sesgo de confirmación sólido: citó el doble de ideas en apoyo de su opinión que de la contraria”. Pero los participantes con amplios conocimientos políticos se veían aún más afectados por este efecto: “Encontraron tantas ideas en apoyo de su posición favorita que no llegaron a ofrecer ninguna en contra”.
Jaime Rubio Hancock,
Por qué creemos que nuestro partido siempre tiene razón y los demás están equivocados, Verne. El País 05/04/2019
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