No me olvido del Café de Ocata, pero no tengo tiempo de pasarme por aquí con un poco de tranquilidad. Hoy he terminado de corregir el libro que tendrá esta portada (con algún retoque) y que, si todo sale bien, saldrá a principios de marzo. Sin tiempo para reponerme, me llegan dos peticiones a las que no me puedo negar. Una, de
Correlatos, una revista editada en la UPAEP, una universidad de Puebla. No puedo decir que no por dos razones fundamentales, porque me apetece escribirlo y porque conocí a la directora de la revista en un viaje que hicimos a Huamantla, inolvidable y, como decía mi madre, "el roce hace el cariño". La segunda petición viene de la revista
Política Exterior, de donde me solicitan un texto sobre la evolución del conservadurismo y, obviamente, para cosas como esta escribí
La imaginación conservadora. Pero, al mismo tiempo, estoy trabajando con unos amigos en un texto pequeño, pero que quiere ser enjundioso, sobre la escuela cristiana y me he comprometido con una actividad en Madrid. Hay alguna cosa más que les ahorro. Que quede claro que no me quejo. Al contrario. Hago lo que me apetece por el placer de hacerlo. Ya no importa ni el CV ni ningún mérito académico. Tengo, además, cuatro cosas a mi favor: me gusta madrugar, no leo la prensa (hace tiempo que descubrí que la única manera de entender lo inmediato es desde la distancia), veo muy poca televisión y el café del Petit Café me sigue inspirando. Me gusta sentirme activo, proyectar, conocer a gente, meterme en proyectos un poco insólitos, defender mis ideas que, sin embargo, no suelen ser exactamente las mismas cuando comienzo a escribir un texto largo con intención de defenderlas y cuando acabo de escribirlo. Los argumentos acaban sublevándose contra mis intenciones. Intento no meterme con nadie, ser irrespetuoso con ciertas ideas, pero respetuoso con todas las personas y habitualmente la cosa me sale bien. Me imagino el infierno como un sofá muy cómodo en el que estoy obligado a permanecer sentado toda la eternidad con un mando a distancia en la mano, frente a un televisor de última generación con mil canales diferentes.