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Educación y filosofía
A través del espejo Marcos Santos Gómez
Creo que he viajado a través del espejo. Recuerdo que cerré los ojos después de mirarme en él o que, quizás, alguna mano piadosa lo colocó sobre mis labios inertes. ¿He muerto? No lo sé. Solo puedo evocar vagamente el espejo. Alicia no estaba muerta cuando hizo su viaje al otro lado. El otro lado es parte de este o, por lo menos, ambos lados son parte de una misma cosa, por lo que cabe esperar que más allá esté la prolongación de más acá. Pero con mayor seguridad, lo que se encuentra allá ha de ser su reverso o su modificación en algún extraño sentido.
Acaso era un gran espejo de tocador. Me pareció que me desinflaba, que caía a plomo, mientras con ojos muy abiertos contemplaba mi rostro a medias lleno de espuma. Todo pareció darse la vuelta y girar en torno a mí, como un tiovivo. ¿Quise besar mi reflejo como Narciso en las aguas del estanque? Ha pasado algo, pero no sé con exactitud qué. Ha habido un cierto movimiento, un tránsito que me hace dudar que siga donde estaba, donde he estado tantos años. Aunque es inverosímil verme aquí, solo, de repente en un circo que me recuerda a otro pobre circo melancólico donde pasé uno de mis fugaces días de la infancia. Miro todo y todo es, aunque absurdo, muy real. Estoy aquí, vívida y vivamente. Es como si el mundo se hubiera reducido, o ampliado, a este carrusel de espectáculos. Pero no hay duda de que es un circo que me es familiar y que esto no es, no, de ningún modo, la muerte. Solo estoy al otro lado.
Hay elementos extraños, sobrenaturales, lo cual es lógico si tenemos en cuenta cómo he debido de llegar. Una brusca interrupción, acaso un dolor que no recuerdo muy bien, me han transportado y, aunque no me lo esperaba, ahora estoy en este circo. No sé bien por qué un circo, y menos por qué ha de ser este casi olvidado, rescatado de algún rincón de mi memoria. Se sucede espectáculo tras espectáculo presentados por… Gabi, el payaso serio de la tele, que viste pantalones bombachos y está lleno de brillantinas por toda su ropa y cara. Por algún lado aparece también Leo Bassi, tal vez un añadido de épocas posteriores. Trato de saludarlos, especialmente a Gabi, porque para mi generación es como alguien de la familia, alguien entrañable, pero parece disolverse, esfumarse, cuando intento acercarme. Hay algo impersonal en los números y en cómo se suceden. Yo, desde luego, espero a los animales, que es lo que más me gustaba. La música de fondo es la que ¡qué recuerdos!, llamaba mi padre “palomitas de maíz” y la toca una orquesta que, me fijo en las caras de los músicos, toca muy seria, con aire mustio. Por todas partes hay humedad y la fanfarria suena lejana y sin gracia.
Pronto llegarán mis números favoritos. Mientras tanto, me fijo en el público y me invade un desasosiego. ¡Todos soy yo! Todo el mundo tiene mi misma cara y la expresión triste de los músicos. Todo parece una antigualla a punto de disolverse de vieja. Las grandes telas, la carpa, están muy sucias y cedidas. Pero por lo menos se suceden los números sin parar. Hay mucha variedad. Ahora por ejemplo vienen los perritos, el grupo de caniches que juega con desorganización. Son simpáticos. Hacen monerías. Caminan a dos patas. Juegan al fútbol. Pero alguno se ha quedado con la pelota que no quiere compartir. Los demás le tiran mordiscos y le arrancan pedazos de pelo e incluso carne, porque se pone a sangrar. Entonces no sé si reír o llorar, y dudo acerca de la verdadera naturaleza de lo que veo. No acabo de saber dónde estoy. ¿Qué clase de circo es? ¿El otro circo? ¿El que vi de niño? Su reverso quizás.
Tengo una teoría. De algún modo, estoy de nuevo en aquel viejo espectáculo al que fui, que ofreció una función penosa que me hizo empatizar con los artistas, teniéndoles mucha lástima. Sí. Los payasos eran ordinarios y hacían un número de mal gusto, sin gracia, pero yo forzaba mi risa de pura lástima. Sufría viéndolos esforzarse para nada. Sacaron un plato de espaguetis que se iban cayendo y pegando por su ropa y por todas partes, mientras uno hacía que tocaba el trasero de otro vestido de mujer y este le daba unas inmensas bofetadas con sus grandes guantes calados hasta el codo. ¡Plas! Sonaba así. Muy poco gusto, sin clase. Ahora los vuelvo a ver. ¡Qué cosa más rara! Leí una vez a un optimista profesional, es decir, un teólogo renovador y razonable que el cielo completaría todo lo que quedó por terminar, atando, por así decirlo, los cabos sueltos. Y quizás eso explica que haya vuelto, aquí, en el otro lado, a aquel triste día de circo que hoy es, debe ser, alegre, un espectáculo circense de veras. Todos los días de mi vida hallarán en breve plena justificación, como aquel. Todo se tornará bueno… Si es que estoy de veras al otro lado, si es que no sueño… si es que esto fuera el Cielo. Pero no sé nada a ciencia cierta. No sé si he muerto, repito. Creo que no. Solo he cruzado al otro lado del espejo.
Los perritos abandonan la pista. El que lleva la pelota va sangrando y los otros, de manera impropia si atendemos a su tierna constitución y apariencia, van dándole mordiscos con los dientes muy afilados. Juraría que los perros solo tenían cuatro colmillos, dos abajo y dos arriba, peros estos tienen la boca como un cocodrilo, llena de pequeños y grandes colmillos asimétricos que les dan un aspecto fiero. Y creí que solo eran caniches. Esto me hace pensar que no todo es como yo creía y que el otro lado, quizás el otro lado del espejo, no es una reproducción mejorada del original ni, menos aún, el Cielo. Más bien parece un reverso, hemos dicho, pero ¿qué sentido tiene? ¿Por qué he venido a caerme en este lado mientras me afeitaba? Yo mismo me siento bien, estoy fuerte, sano, con un cuerpo joven, aunque todavía no he visto ángeles. No, no estoy muerto. Me resigno, no obstante, a esperar la próxima función.
Llegan los tigres y leones, todos de color blanco y ojos celestes. Son fieras paradisíacas, muy bellas. El domador es grotesco, con un gran bigote como de principios del siglo XX. Empuña su látigo con ardor, aunque las fieras están tranquilas sentadas en sus plataformas. Me percato de que de nuevo algo no cuadra cuando, sin más, empieza a herir y arrancar tiras de piel de sus animales, cuyos cuerpos van llenándose de sangre. Esto no es divertido pienso. ¿Lo estaré soñando? Pero la visión de un pobre de poblada barba, echado en dos asientos, devuelve la esperanza de estar en una suerte de Cielo. Su cara me es familiar, pero no es la mía. Alguna otra vez lo he visto. Es el único espectador que manifiesta la deferencia de no tener mi mismo rostro. Esto, sobra decirlo, es reconfortante, porque la impresión de que solo sea yo en el universo supone una incomodidad y una responsabilidad atroz. ¿Será verdad que me he ahogado en la charca espejo como Narciso? Solo me veo a mí mismo contemplando la función. Y mis otros yoes están como alucinados, mirando serios todo lo que se desarrolla en la pista, los tigres y leones aullando de dolor. Necesito ir a ver al pobre, porque su presencia me confirma sin duda que estoy en el Cielo, y no en una mera repetición del mundo o en su escandalosa inversión, como me iba pareciendo, porque el pobre solo puede estar en el Reino de los Cielos. Pero esto es distinto, no es mejor que lo que había antes. No sé.
Mientras voy hacia él, apartando a mis dobles, recuerdo que para Chesterton el Cielo debía ser una broma interminable y un festín eterno entre amigos, pero aquí me faltan los amigos. Sé que busco al pobre porque estoy indefectiblemente solo y así me voy sintiendo, único espectador del único espectáculo que parece existir. ¿Broma e ironía? ¿Estoy dormido? ¿He muerto? Quizás el pobre sepa algo.
Está chupando unos huesecillos. No sé por qué, todo me recuerda a una película. La piel. Sí, en ella algunos comen carne… humana y en efecto, los huesecillos que chupa y chupa con fruición podrían ordenarse y acaso formar una mano. No obstante, es amable. Asiente a cuatro cosas que le pregunto y cuando abre la boca para sonreír muestra unos dientecillos afilados e irregulares, como los de los perritos. Me siento mal. Hay algo en este sitio que no comprendo, pero trataré de mirar el espectáculo y no pensar más, así que vuelvo a mi asiento con una sensación de vértigo y vacío. Empiezo a percatarme de que me invade un inesperado y desagradable desasosiego.
Resignado y callado en mi asiento, veo algo que siempre me causó pavor en los números de fieras. Que estas se revolvieran contra su amo. Siempre existe esa posibilidad, dicen, y ahora se ve a los animales sangrantes, a los que faltan largas tiras de piel, muy inquietos. Tanto, que, ¡horror!, se arrojan a una contra el domador y comienzan a arrancarle también a él trozos de carne. Sus bocas son terribles, tremendas, así como los rugidos guturales que emiten, y el ansia con que lo van devorando. Se vengan. Pienso que yo nunca vi esto, aunque lo temí. Fue algo que faltó en el mundo, una cuenta abierta y pendiente que tal vez hoy se cierra. Pero a esto no se referían los teólogos, Dios mío, a no ser que, a no ser que…Es lo único que puedo decir. Más que cuentas pendientes que se cierran, hay revanchas. Un peculiar día del Juicio. O eso parece. Todo se da la vuelta. Las películas que he visto fluyen trastocadas y empiezo a querer irme de aquí. Todo acaba mal. El pobre, confirmo y adivino, se estaba comiendo una mano humana, en su atroz pobreza, en su hambre insufrible. Sólo sé que vi flores antes de ¿morir? Sólo sé que esto es el otro lado pero también sé que debe haber otro lado más allá de este. Así no pueden acabar las cosas. Vi flores y me afeitaba. El espejo.
Me paso el pañuelo por la frente, porque sudo mucho. Hace calor. Entonces aparece Gaby, con Fofó redivivo, que lleva puesto un tutú rosa, y anuncian con un diálogo diabólicamente absurdo, que llega el número más esperado, el de Jonás y su mono. ¡Ah, qué bien! El domador ha escapado rodando por la salida de la jaula hacia fuera, a donde supongo que hay otra jaula.
Viene pues, Jonás y su mono. Una cría. Lo recuerdo perfectamente. Entonces, de niño, en aquella tarde que quise ser complaciente y empático con unos artistas penosos que fallaron todos los números, hubo uno en el que una cría de chimpancé saltó al público y creó una fugaz alarma. Hubo inquietud, pero el monito no hacía nada. Era, como he dicho, pequeño, una simple cría. Y yo río recordándolo, porque viendo a este, su remedo, su equivalente acaso en mi memoria o en mi sueño, no parece gran cosa. Así que me levanto y abro los brazos como para abrazarlo de lejos y ¡op! Salta a mis brazos. Conozco la técnica para que me diera un beso, consistente en apuntarse con el índice a la mejilla. El hombre que lo trae está nervioso. Es un pobre hombre que me echa la culpa cuando el monito en lugar de darme un suave beso en la mejilla, me la muerde. Dice “¡Es que usted se lo ha pedido, le ha hecho un gesto!” y vuelve a mí el embarazo de mi infancia, cuando pasó esto mismo. En este lado se están repitiendo las cosas. Pero todo es confuso. Cada vez me inquieta más el público inmutable, como clones míos, que ni aplauden, ni ríen ni hablan. Siempre he estado solo en mi vida y esto parece también continuar dicha situación. ¿En qué clase de lugar estoy? Lo más verosímil sería contemplar a Alicia y caer en la cuenta de que esto es el otro lado del espejo, una tonta broma, un reverso. Pero quizás, debo haber muerto. No hallo otra explicación. El espejo. Alicia. ¿Algo peor?
De mi otra vida, del lado donde leí enciclopedias, evoco un artículo científico que decía que los chimpancés pueden tener la fuerza de cuatro hombres y que son capaces de arrancar un brazo. Claro, son arborícolas. Pero este es tan tierno y pequeño. El equivalente a un niño. Una pena, en el fondo. Me ha mordido sin fuerzas.
Sin miedo le tiendo mi brazo. Un saludo. Y él, con su potencia infantil, apenas tira de este. Jaja. Es una situación graciosa. Quiere llevarme hacia él, sentado en la cabeza de uno de mis clones, y tira, y tira mucho, más de lo que esperaba, tanto que me crujen las articulaciones, que empiezan a arderme los músculos y a doler los huesos. Sobre todo el codo, parece que va a ceder, se estira demasiado, duele, aaaagh, ¡el brazo, me lo está arrancando! ¿Pero dónde demonios he venido a caer? ¿Dónde estoy? Echo de menos a los ángeles. ¿Por qué no hay ángeles? ¡Mi brazo! ¡Aaagh! No veo ángeles.