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Aquí y allá, unos y otras exigimos respeto a nuestras ideas o deseos, a la lengua o la memoria, a nuestros sueños y sueldos, los gustos peculiares o los disgustos familiares. La sociedad del espectáculo sigue llamando “respetable” al público, y en las batallas incruentas de las redes abundan los contendientes de verbo cruel pero súbitamente quisquillosos ante las críticas ajenas. Aunque hoy no enviemos padrinos ni abofeteemos con el guante, somos adictos a la aprobación del ojo ajeno. Como explica Andrea Marcolongo en El viaje de las palabras, “respeto” deriva del verbo latino “mirar” y comparte raíz con “perspectiva”: alude a enfocar a los demás sin desfigurarlos ni mostrarlos odiosos. En la etimología de “odio”, Andrea descubre una curiosa relación con “odontólogo”, pues literalmente significaba “dolor de muelas”. Odiar y despreciar corroe como la caries.
Irene Vallejo, En busca del templo perdido, El País Semanal 14/05/2022
Los bulos ya no son noticias: simplemente están ahí. El ruido es el mensaje. Las técnicas subliminales alteran el estado mental de miles de millones de personas. Después de una década de estudios alternativos y una “crítica de internet” aún más marginal, de repente todos tenemos claro el diagnóstico. Las multitudes entienden por fin cómo funciona el capitalismo de las plataformas, pero no hacen nada al respecto. Esperar a Bruselas es el nuevo esperar a Godot. Como no va a haber unas leyes antimonopolio que desmantelen los monopolios tecnológicos, la censura política (a la manera de Rusia y China) parece la opción más fácil. Con las plataformas centralizadas como única opción, que cada uno aprenda por su cuenta parece la única salida. Cada usuario tendrá que resolver por sí mismo la cuestión del ruido, como investiga la filósofa holandesa Miriam Rasch en su último ensayo, Autonomie: een zelfhulpgids(autonomía, una guía de autoayuda). Rasch señala una paradoja: las empresas tecnológicas socavan nuestra autonomía, nuestra libertad de elección y nuestras posibilidades de actuación individuales, al mismo tiempo que alaban esos valores.
Ya sabemos lo que ocurre cuando se pide a los gigantes de las plataformas que nos proporcionen soluciones tecnológicas para los problemas de “adicción” que ellos mismos han creado deliberadamente. El ruido tecnosocial está en nuestra cabeza, en los dedos, controla los ojos y excita los nervios. Eliminar el ruido se considera un asunto personal, una responsabilidad moral que recae en el individuo, en el usuario, y que puede resolverse con meditación (Harari), con aplicaciones de desintoxicación digital, apagando las notificaciones o instaurando días sin móvil.
La noción original de la cibernética, formulada por Norbert Wiener en los primeros años cuarenta del siglo pasado, afirma que se puede predecir mejor el futuro si se elimina el ruido. En la ideología occidental “sin fricciones”, eso se plasma en el ideal de la optimización, el culto a la prolongación de la vida y a la compresión del tiempo para dar cabida a todas las experiencias posibles. En este contexto, el Otro se convierte en última instancia en ruido, un obstáculo que hay que eliminar después de haberlo consumido.
Aparte de un grupo de artistas del sonido electrónico que está envejeciendo a toda velocidad, ¿quién disfruta del ruido? Esta es una pregunta engañosa. El ruido está en todas partes e incluso se utiliza como recurso. La distracción no es el enemigo. Perder la concentración se considera, en general, como un alivio temporal, un gesto de protección y una huida justificada. Las informaciones falsas siguen reclamando nuestra atención, aunque solo sea durante una fracción de segundo. El ruido ya no es un subgénero cultural que nos despierta los sentidos. Es un estado general. Un ejemplo es el inversor indio Vibhu Vats, para quien el ruido es la norma: “A la naturaleza humana no le gusta el silencio. Eso está pensado para ascetas, santos y ermitaños. El ruido es la sal de la vida. Si se elimina, la vida sería sana pero aburrida. No despreciemos el ruido. Es mejor aceptarlo como un mal necesario y regular su consumo”.
Geert Lovink, El ruido es la nueva banda sonora de tu vida, El País 15/05/2022
Fernando Broncano, La escritura en invierno. J. M. Coetzee y el antagonismo entre representación y verdad, El laberinto de la identidad 15/05/2022
En realidad, Joan Fuster quiso ser y fue siempre un ensayista en la clara estirpe de Montaigne. Ensayos fueron sus versos —líricos, rabiosos o angustiados—, sus estupendos aforismos —tan ácidos como los de Cioran, pero menos teatrales—, sus estudios históricos, sus libros de crítica literaria y artística, sus guías de viaje y hasta sus trabajos aparentemente eruditos. En sus mejores años —los cincuenta y sesenta del siglo pasado—, sus textos, en diarios o en libros, eran un compendio de ironía docta y sonriente que incitaba al descreimiento, la ponderación y el debate sobre todo lo humano y lo divino, sin mediaciones ni prejuicios, dentro de lo posible (porque la censura, siempre vigilante, se podía circundar, pero no obviar).
Para Fuster, el ensayo es “literatura de ideas o no es”. Las ideas están para agitarlas, ver hasta dónde llegan y por qué, y el escepticismo es un método que, a partir de una desconfianza ecuménica, no pretende abolir un principio de verdad, pero sí depurarlo. “Convicciones es preciso tener, pero pocas”. En cambio, las nociones provisionales del pensador desconfiado “no hacen milagros, pero tampoco provocan hecatombes”. El objetivo del debate —que se desea civilizado— es “que quede un saldo positivo de distensión y progreso”. En un ambiente tan proclive al dogmatismo circunflejo como el que Fuster tuvo que vivir, su ensayismo fue un buen desinfectante. Muy insolente —tanto como le dejaron— pero eficaz.
Enric Sòria, La suspicacia metódica, El País 14/05/2022
Los humanos también respondemos a ciertos automatismos, incluso en nuestras facetas más originales y creativas. Ocurre con el lenguaje. Nosotros no nos damos cuenta, pero estamos obedeciendo reglas gramaticales y lingüísticas todo el tiempo, a una velocidad altísima, para poder comunicarnos. La gramática no es más que eso, un conjunto de reglas o un programa que obdecemos. Y esas gramáticas existen para todo: para el pensamiento, para las matemáticas, la física, para nuestro comportamiento social cotidiano... Obedecemos constantemente a reglas, porque si no, no podríamos vivir en sociedad. En realidad, la originalidad y la creatividad son elementos muy raros. La creación de una nueva instrucción o un nuevo programa, tanto en el arte como en la ciencia, es un momento inusual. En el siglo XIX, muchos pensaron que aquello era lo que nos distinguía como seres humanos.
La máquina aprovecha nuestros automatismos psíquicos y sociales y los capitaliza. La economía del Big data es eso. Respondemos a ciertos patrones de conducta que dependen de nuestra educación, nuestra edad, nuestro origen, nuestro sexo... Una máquina puede clasificar todos esos automatismos e identificarlos. Aprovechar esos datos para extraer estadísticas y predecir cómo se comporta la gente. Las empresas venden esos paquetes de datos porque son una manera de conocer la sociedad y su evolución casi con un escáner permanente. Para el marketing o la publicidad electoral, esto es perfecto. En función de nuestros likes, nuestros movimientos y búsquedas, se va definiendo nuestro grupo social, nuestra edad, nuestra cultura, etc. Somos como autómatas cuando sumamos todos esos parámetros.
En la mayor parte de los casos, nuestros comportamientos obedecen a elementos de orden biológico o de orden social. Son muy pocos esos momentos de gracia, de creación, donde el ser humano logra superar sus automatismos. En general estamos bastante más cerca de las máquinas que de los dioses, como dirían los griegos.
Esa capitalización de nuestros automatismos invirtió la relación entre el ocio y el trabajo. Para los griegos, la persona ociosa era el amo, era el ciudadano libre en oposición al esclavo que obedecía instrucciones. Y gracias al Big Data, el ocio se convirtió en un elemento de producción de riqueza porque capitaliza nuestros automatismos, o sea, nuestra obediencia a elementos sociales o psicológicos. En el momento en que creemos que somos libres, porque estamos dándole instrucciones a una máquina, también somos autómatas. Hay una inversión por la cual se aprovechan nuestras instrucciones y se convierten en capital. Hay una inversión entre amo y esclavo. Ocurre con un aria de 'Don Giovanni', de Mozart. Leporello, el criado, va tomando nota de todas los romances de Don Juan y crea un archivo que después recita en el aria del catálogo. Leporello, el criado, cataloga los comportamientos de su amo. A veces, internet nos conoce más de lo que nos conocen nuestros seres cercanos, incluso más de lo que nos conocemos a nosotros mismos.
Cómo los drones detectan un blanco. Además de los misiles que dispara, tienen dispositivos para intervenir comunicaciones y son capaces de saber dónde está su objetivo, con quién habla y qué dice. A través de ciertos patrones de comportamiento, el dron es capaz de predecir si esa persona es una amenaza, un terrorista de Al Qaeda o del Estado Islámico, por ejemplo. Construye el perfil de la persona hasta que finalmente se decide si esa persona merece ser el blanco de un misil. Por supuesto, por el momento esa decisión se toma la toma un ser humano. Pero, en realidad, la mayoría de las informaciones que determinan si la persona es un terrorista o no las proporciona el propio dron. O sea, que entre entre la decisión humana y la automatización directa hay un solo paso que no se dio por las protestas de varios científicos. Las campañas publicitarias nos apuntan no con misiles, sino con publicidad. Lo cual es mucho menos dañino, claro. Pero se podría decir que obedecen al mismo funcionamiento: crean perfiles y patrones de comportamiento.
Ana Ramírez, entrevista a Dardo Scavino: "Los humanos estamos más cerca de los autómatas que de los dioses", el confidencial.com 11/05/2022
Adam Smith desconcertó con algo más escandaloso aún: demostró que el progreso no se debe a la caridad, sino al egoísmo. Dijo textualmente: “No obtenemos los alimentos por la benevolencia del carnicero, del cervecero o el panadero, sino por la preocupación que tienen ellos en su propio interés, sus necesidades, sus ambiciones.” No nos dirigimos a sus sentimientos humanitarios, sino a su egoísmo cuando reclamamos esos objetos, porque de lo contrario ellos no producirán ni se ocuparían de exhibir sus productos y venderlos. Ocurre que la palabra egoísmo se ha cargado de color negativo, sin entenderse su funcionalidad. El egoísmo no debe ejercerse contra el prójimo, sino para atenderse a uno mismo sin dañar al otro. Y el otro debe comportarse del mismo modo. El mundo no funciona sobre la base de la clemencia.
Utilizando distintas palabras, puede decirse que siempre se actúa según el deseo o el interés de cada uno. Es propio de la vida en general. Los esfuerzos que se realizan para incrementar la solidaridad y el bien de amplias comunidades oscurecen el motor que trabaja desde el fondo de los inconscientes. Un sabio se esmera en señalar los caminos virtuosos y un delincuente en realizar un exitoso delito. Pero cada uno opera a partir del impulso que le llega desde sus oscuras profundidades. Es horrible lo que suele hacer el delincuente, pero opera siguiendo su deseo, no el del otro.
Marcos Aguinis, El inmortal Adam Smith, Letras Libres 01/05/2022
Según estudia Raoul Girardet en Mitos y mitologías políticas, todas estas fantasías, que los políticos llaman “relatos”, y que yo prefiero llamar “cuentos”, suelen organizarse en cuatro familias.
Primero está la familia mítica de la edad de oro, que suspira por un pasado feliz y glorioso, en el que las naciones, religiones o razas todavía no se habían adulterado ni mezclado. Edad que muchos consideran dichosa, no tanto porque se ignorasen las palabras de tuyo y mío (lo cual podría darle malas ideas a los cabreros), sino porque cada uno estaba en su casa y Dios en la de todos. Si fuese una bandera, su lema sería: “Orden y regreso”.
En segundo lugar se halla el mito del complot, que responsabiliza de todos los males a algún grupo malévolo o resentido, que estaría dispuesto a maquinar contra la buena gente de toda la vida con el objetivo de hacerse con el poder. De este modo, la angustiosa complejidad del mundo, que nos envuelve como una niebla contra la que no sabemos cómo luchar, se transforma por arte de magia en una serie de miedos, simples y concretos, que creemos poder conocer y controlar. En política y en religión, contra el diablo se vive mejor.
En tercer lugar está el mito del líder carismático, del que se espera que libere a la comunidad amenazada por las fuerzas del mal. Son los Jeremías que anuncian la inminencia de un apocalipsis que nunca se produce, los Savonarolas que caminan descalzos sobre las brasas de la hoguera de las vanidades, los Torquemadas que juran coger por los cuernos a un demonio de paja que ellos mismos han rellenado, los timoneles que prometen devolvernos a Ítaca de una tacada, y los caudillos, los führer y demás flautistas de Hamelín que, en vez de llevarse las ratas al río, se llevan a los niños a la guerra.
En cuarto y último lugar se halla el mito de la unidad. Religiosa, nacional, racial, no importa, porque lo que realmente la define es el odio que siente hacia sus enemigos, exteriores o interiores, casi siempre tan imaginarios como ella misma. Desarreglada por un estado permanente de excepción, la comunidad se siente legitimada a mentir, a marginar o a matar en defensa propia, erigiéndose de ese modo en una verdadera unidad de desatino en lo universal.
Nadie se halla libre de la fascinación de las mitologías políticas. Nos prometen orden en vez de caos, sencillez en vez de complejidad, seguridad en vez de miedo y compañía en vez de soledad. De lejos son sirenas marinas, y su canto es hipnótico, pero una vez que nos hemos arrojado a sus brazos se tornan sirenas antiaéreas y no tardan en caer las bombas. No hace falta ser Homero para saber que sólo existe un remedio para que no nos lancemos todos al mar, y es que nos atemos al mástil de la justicia social y nos tapemos los oídos con la cera de una educación verdaderamente ilustrada. Quizá así podamos hacer más amable el viaje, porque de volver a Ítaca ya podemos irnos olvidando. Y no pasa nada, porque, como dijo Kavafis, nos basta el largo camino.
Bernat Castany Prado, El líder carismático, el complot, el pasado glorioso: los mitos de la política producen monstruos, El País 26/05/2022
Fuera de Estados Unidos, los tiroteos masivos ocurren muy raramente. ¿Por qué son tan frecuentes ahí? Según la derecha estadounidense, no es porque sea un país en el que un joven de 18 años perturbado pueda comprar fácilmente armas militares y un chaleco antibalas. No, sostiene Dan Patrick, vicegobernador de Texas. Es porque “somos una sociedad ruda”.
Ya sé que decirlo es un esfuerzo inútil, pero imagínense la reacción si un destacado político liberal declarara que la razón por la cual Estados Unidos tiene un grave problema social inexistente en otros sitios es que los estadounidenses somos malas personas. Los comentarios no tendrían fin. Pero cuando es un republicano quien lo afirma, apenas levanta un murmullo.
Supongo que tengo que decir, para que conste, que personalmente no creo que los estadounidenses, tomados de uno en uno, sean peores que nadie. Si acaso, lo que siempre me ha llamado la atención al volver de viajes al extranjero es que, por término medio, son (o eran) excepcionalmente amables y agradables de tratar. Lo que nos distingue es que a las personas que no son amables les resulta muy fácil armarse hasta los dientes.
Vale, creo que todo el mundo se da cuenta de que nada de lo que dicen los republicanos sobre cómo responder a los tiroteos masivos se traducirá en verdaderas propuestas políticas. Ni siquiera intentan darles una explicación. Al contrario, se limitan a hacer ruido para sofocar el debate racional hasta que la última atrocidad desaparece del ciclo informativo. Lo cierto es que los conservadores consideran que las matanzas a tiros y, de hecho, la tasa asombrosamente alta de muertes por arma de fuego en EE UU, son un precio aceptable por seguir defendiendo su ideología.
¿Pero qué ideología es esa? Yo diría que, si bien hablar de la singular cultura de las armas estadounidense no es del todo erróneo, resulta demasiado limitado. A lo que realmente estamos asistiendo es a una agresión a gran escala a la idea misma del deber cívico, de que la gente debe seguir ciertas reglas, aceptar algunas restricciones a su comportamiento, para proteger las vidas de sus conciudadanos.
En otras palabras, deberíamos considerar la vehemente oposición a la regulación de las armas como un fenómeno estrechamente relacionado con la vehemente (y muy partidista) oposición a la obligatoriedad de las mascarillas y a las vacunas ante una pandemia mortal, así como a las normas ambientales como la prohibición de los fosfatos en los detergentes, entre otras cosas.
¿De dónde viene este odio a la idea del deber cívico? No cabe duda de que, en parte, como casi todo en la política estadounidense, tiene que ver con la raza. Sin embargo, algo que no refleja es nuestra tradición nacional. Cuando oiga hablar de la educación en casa, recuerde que EE UU prácticamente inventó la educación pública universal. Antes, la protección del medio ambiente no era un asunto partidista: la Ley de Aire Limpio de 1970 fue aprobada por el Senado sin un solo voto en contra. Y dejando a un lado la mitología de Hollywood, la mayoría de las ciudades del Viejo Oeste imponían límites más estrictos a la posesión de armas de fuego que los del gobernador de Texas Greg Abbott.
Como ya he indicado, no acabo de entender de dónde viene esta aversión a las normas básicas de una sociedad civilizada. Ahora bien, lo que está claro es que las mismas personas que más levantan la voz hablando de “libertad” están haciendo todo lo posible para convertir a EE UU en una pesadilla distópica al estilo de Los juegos del hambre, con puestos de control por todas partes vigilados por hombres armados.
Paul Krugman, La guerra republicana contra las virtudes cívicas, El País 28/05/2022
Kant, Sobre el fracaso de todo ensayo filosófico en la Teodicea (1791)
Difícilmente puede ser sacrificado el sufrimiento, y la maldad que los hombres originan, en aras de unas metas morales que se alcanzarían en un final armonioso, sea intrahistórico o suprahistórico, concedido por Dios.
Para Kant no es posible afirmar que el mal moral sea un medio o un fin desde el que Dios podrá conseguir un bien para el hombre. Ello implicaría una instrumentalización del mal, difícilmente justificable al atentar contra la santidad de Dios. Este enfoque llevaría consigo que el mal moral quedara exculpado por ser derivado de la débil naturaleza humana, surgida de las manos del Creador.
… no sólo se está eximiendo a quien lo comete de su responsabilidad, sino que igualmente cabría cuestionar por qué Dios ha creado al hombre con tan deficiente naturaleza que le posibilita cometer atroces crímenes. Y si se responde que el Creador no quiere que el hombre realice el mal moral, pero lo “permite” en aras a otros fines morales más elevados, entonces habrá que reconocer que no es omnipotente.
Hume, Diálogos sobre Religión Natural (1776)
"¿Quiere Dios prevenir el mal, pero no puede?, entonces es impotente. ¿Puede, pero no quiere? Entonces es malévolo. ¿Puede y quiere?, entonces ¿de dónde sale el mal?" (David Hume, Diálogos sobre religión natural, X capítulo)
… ¿cómo es posible que Dios exista y sea además bueno al mismo tiempo que se evidencia de un modo tan real en la vida humana la maldad moral y el sufrimiento?
… el mal físico y el mal moral constituyen en Hume un fuerte impulso para la reflexión, aunque ambos tipos de mal superan nuestras capacidades de comprensión intelectual. Parece que el silencio se impone ante la ausencia de explicación o justificación de las desgracias humanas, algunas provocadas por la libertad. Otros por la fuerza descontrolada de la naturaleza (el terremoto de Lisboa, 1755)
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... yo postulo de entrada que un ateo es alguien para quien la idea de una mente divina creadora del mundo no tiene utilidad ni sentido alguno. Visto así, el ateísmo no quiere decir gran cosa. Simplemente significa la ausencia de la idea de un dios creador.
Muchas de las prácticas que se reconocen como religiosas expresan la necesidad de dar sentido al tránsito humano por este mundo. Puede que todo sea «nacer, copular y morir» después de todo, como dice el Sweeney Agonistes de T. S. Eliot: «A eso se reduce la vida toda». Pero los seres humanos han sido reacios a aceptarlo y se esfuerzan por otorgar a sus vidas una significación más que humana. Los animistas tribales y los practicantes de las grandes religiones del mundo, los devotos de las sectas que creen en los platillos volantes y las hordas de fanáticos que han matado y han muerto por los credos seculares modernos dan fe, todos, de esa necesidad de sentido. Con su reverencial invocación del progreso de la especie, el descreimiento proselitista de los últimos tiempos obedece a ese mismo impulso. La religión es un intento de hallarle un sentido a los hechos, no una teoría que trate de explicar el universo.
El ateísmo no es una visión del mundo que se haya ido repitiendo tal cual a lo largo de la historia: han existido múltiples ateísmos con cosmovisiones contradictorias. En la Grecia, la Roma, la India y la China antiguas, había escuelas de pensamiento que, sin negar que los dioses existieran, estaban convencidas de que éstos no se interesaban por los asuntos humanos. Algunas de esas escuelas elaboraron versiones tempranas de la filosofía que sostiene que todo lo que hay en el mundo está compuesto de materia. Otras se abstuvieron de especular acerca de la naturaleza de las cosas. El poeta romano Lucrecio pensaba que el universo se compone de «átomos y vacío», mientras que el místico chino Zhuangzi, siguiendo las enseñanzas del (posiblemente mítico) sabio taoísta Lao-Tse, consideraba que el mecanismo del mundo era inaprehensible para la razón humana. Dado que la visión que uno y otro poseían de la realidad no contemplaba la existencia de una mente divina creadora del universo, ambos eran ateos. Pero a ninguno de los dos les preocupaba «la existencia de Dios», pues tampoco concebían la idea de un dios creador que tuvieran que cuestionar o rechazar.
Si muchas son las religiones diferentes que existen y han existido, no son (y han sido) menos los ateísmos distintos. El ateísmo del siglo XXI casi siempre se ha manifestado como una forma de materialismo. Pero ésa sólo es una de las visiones del mundo que los ateos han suscrito a lo largo de la historia. Algunos ateos –como el filósofo decimonónico alemán Arthur Schopenhauer– estaban convencidos de que la materia es una ilusión y de que la realidad es espiritual. De hecho, no existe una «visión atea del mundo». El ateísmo simplemente excluye la posibilidad de que el mundo sea obra de un dios creador, pero ésa es una posibilidad que no encontramos en la mayoría de religiones.
John Gray, Siete tipos de ateísmo, Sexto Piso, Madrid 2018
Uno de los rasgos que define a estas personas es que se les da peor percibir lo aleatorio: es decir, tienen una mayor tendencia a observar patrones donde solo hay unos puntos colocados al azar, a ver una cara donde solo hay unas sombras. “Los resultados muestran una mayor consistencia cuando las tareas de toma de decisiones perceptuales involucran la identificación de un rostro, y los creyentes cometen significativamente más identificaciones erróneas y falsos positivos que los escépticos”, concluye el estudio. Este factor se explica solo: si ante un estímulo ambiguo creemos observar algo concreto y definido como una cara, es más fácil que aparezcan fenómenos inexplicables en nuestro entorno.
La neurocientífica Susana Martínez-Conde ve claro el mecanismo que lo explica: “Nuestro cerebro está siempre intentando conectar causa y efecto o está intentando siempre buscar explicaciones y atribuir significado a cosas que no lo tienen”. “Gran parte de la información que nos rodea es aleatoria, caótica, desordenada y nuestro cerebro intenta imponer un orden. Eso nos ha servido de mucho a lo largo de la evolución, pero claro, también podemos conectar causas y efectos de manera incorrecta”, explica. Esto genera tanto supersticiones como pensamientos paranormales, según Martínez-Conde, o incluso las ilusiones que experimentamos cada vez que vamos a un espectáculo de magia y vemos que el mago hace un gesto con la varita y desaparece el conejo.
Javier Salas, En la mente de los que creen en lo paranormal, El País 04/05/2022
La inteligencia artificial se ha ido infiltrando en la mayoría de los ámbitos de nuestras vidas. En la última década, el impacto de los algoritmos ha generado importantes efectos económicos y sociales en todo el mundo. Y el ámbito judicial no ha sido impermeable a esta gran transformación. Los problemas de lentitud, ineficacia y politización que se atribuyen a los sistemas judiciales occidentales han impulsado el uso de algoritmos en estas instituciones. Para paliar dichas deficiencias la IA promete un incremento exponencial de la eficacia y de la neutralidad en la toma de decisiones.
Los expertos partidarios de introducir estos nuevos sistemas matemáticos consideran también que la justicia podría ser más objetiva cuando aborda un problema porque no se ve afectada por las emociones. Sin embargo, existen muchas voces que piden ser muy precavidos ante estas consideraciones porque, como indica el magistrado del Tribunal Superior de Galicia, Luis Villares, “el algoritmo no es capaz de detectar las razones por las cuales se producen las conductas humanas”.
Razonamientos semejantes se originan en relación al comportamiento de la IA sobre las decisiones judiciales respecto al sesgo por género, ideología o creencias religiosas. Ante tales circunstancias, la gran promesa de los algoritmos es la neutralidad ideológica y la imparcialidad política. “Y este es el argumento más sencillo para demostrar que, en el ámbito legal, no puede existir una inteligencia artificial neutral, porque alguien diseña el software”, expone Markus Gabriel, filósofo de la Universidad de Bonn.
‘Justicia artificial’ explora las inquietantes cuestiones que plantea esta transformación digital y se pregunta si necesitamos de sistemas algorítmicos para conseguir una justicia verdaderamente más neutral, menos sesgada y con mayor independencia política. Y, por encima de todo, una cuestión: ¿estaríamos dispuestos a ser juzgados y sentenciados por algoritmos?
Querido Manel,
Tu carta es deliciosa, plagada de sentido del humor, sinceridad e ingenio. Empezaré por el final: nos vemos, sí, el próximo domingo y lunes estaré ahí presentando un libro, esta vez no mío. ¿Te apuntas a lo que surja, comida, cañas, cena...? Tienes en la tarjeta adjunta la cita, pero puede haber otras.
Te agradezco de veras la seriedad con que me has tomado y sé que eres sincero cuando dices que mi entrevista te removió. No me extraña tanto. A pesar de que todos parecemos hechizados, todos estamos a la vez aguardando algo, incluso necesitaríamos un "milagro". Como dice Aksel, un personaje inolvidable de La peor persona del mundo: "Estoy harto de fingir que todo va bien".
En mi caso concreto, el diagnóstico es rotundo: mi vida es muy dudosa, necesito otra transformación (cuando creíamos haber llegado a puerto, dice Leibniz, nos sentimos arrojados de nuevo a alta mar). Quiero decir que es inseparable esta entrevista "tardía", este próximo verano cumplo 70 años, de la urgencia de hacer cuentas, cuanto antes. Y a ser posible, no dejar muchas deudas pendientes.
Tu simpática frase, Dios ya tuvo su momento, me recuerda aquel chiste de un conocido cómico estadounidense (aunque a lo mejor la plagió, como todo lo suyo): "Si Dios existe espero que tenga una buena disculpa". Efectivamente, el estado del mundo es un escándalo. ¿Para qué existe "Dios", cualquier valor que queramos convertir en valor supremo, si el mundo es una vergüenza? Para que tengamos sentido del humor y del humor, para darnos el valor de resistir y esperar, intentando interpretar los signos. La tarea es siempre adivinar el presente, pues el futuro vendrá por añadidura: ¿Dónde estamos, verdaderamente? Quizá lo que parece bueno (Zelenski, Obama) no lo es tanto. Quizá lo que parece horrible (Putin) no lo es tanto. Por ejemplo, para mí el espectáculo es el infierno, pero no descartaría que dentro de él también pueda haber milagros. American beauty fue muy premiada, y sin embargo es maravillosa. Desde que vi La grande bellezza ya no sé qué pensar de Rafaela Carrà, por ejemplo. Siempre he odiado a Elvis, pero ¿quién sabe? Etcétera.
Pasó su momento, dices con mucha gracia, y no creo que sea bueno resucitarlo. "Nadie parece estar por la labor, quizá tú eres la excepción". Pienso, sin embargo, que no hay el momento. Cualquier momento es bueno para una epifanía, pues vivimos esencialmente igual que en el s. VII antes de Cristo: a la vez en el infierno y a un paso de otro cielo. En el limbo de una indecisión, mejor dicho: donde nunca puede ocurrir nada entre nosotros, por eso nos pasamos el día buscando obscenidades.
Nunca es al momento, siempre lo es. Es urgente romper cuanto antes con "la superstición de la cronología" (Weil), la gran creencia de este Occidente laico, decadente, de ojos y oídos tardíos. La religión del Progreso es el retiro de una cultura cansada, asustada de que la vieja vida mortal siga. Sobre esto Nietzsche fue bastante clarividente.
Por mi parte, no creo ser una excepción precisamente en este plano. No creo ser la única persona que necesita una resurrección, otra posibilidad. Y quizá sin romper con nada, más bien uniendo de otro modo los pedazos, los restos del naufragio. Sin una revolución, otra resurrección, otro arte de las dosis, ¿cómo vivir ya, cómo escalar la cima del propio corazón, la de una muerte propia, que no sea amarga?
Resucitar a Dios es resucitar la posibilidad de otro materialismo, que pueda y envuelva el espíritu del capitalismo. Pues de un espíritu, de una metafísica se trata: el despegue, la separación. Tenemos dos manos. No es necesario tanto enfrentarse a la infamia como infiltrarse en ella, envolverla. Huir de esta gigantesca cárcel sin paredes, que se confunde con nuestra segura diversión, ingresando hacia el interior.
Una cosa que no comenté, y que odio, es esta extensión de un protestantismo laico que permite una relación directa e interior con "Dios" (aunque ese Dios sea solo el de la visibilidad y el éxito), relación que hace al prójimo inescrutable, enredado en estrategias de selección permanente. Estrategias teñidas del simulacro de un catolicismo cálido e inclusivo. Reencarnado en los cuerpos, el capitalismo se ha reencantado. Pero un día descubres que no existes para ese prójimo sonriente más que en la medida en que su estrategia pasa por ti. Por eso la obsesión de la visibilidad, porque hemos perdido el hilo oculto que mantiene lo visible. Hemos perdido la presencia real, la fe en lo sensible, de ahí la huida masiva hacia lo virtual. Frente a toda esa idolatría del Yo, esto a favor de la violencia, de una violencia inclusiva. Esto también es Dios.
No se trata de humillar más a los hombres, ya lo están bastante. Se trata de ayudar a rebelarse, aunque esa rebelión pueda tomar mil formas, algunas parezcan estúpidas, y no todas tengan que parecerse a las de Irene Montero o Paul B. Preciado.
Después, una cosa muy importante es que el dolor, el tormento, es inevitable. Spinoza decía algo así como que sufrimos porque somos parte, no todo. Quizá también Dios es parte, por eso comparte el sufrimiento de los hombres. Los accidentes vienen, las desgracias vienen, a veces por caminos inesperados. Como la necesidad de lo que ocurre es insondable, como la tempestad del afuera es inevitable, más útil que preguntarse "Por qué" han ocurrido las cosas es tal vez un "Para qué", intentando convertir la inevitable basura en estiércol, en abono. Hacer algo con lo que nos ha marcado. Esto no es exactamente resignación. Es también una rebelión inteligente, de hormigas, que no siempre puede pretender asaltar espectacularmente "los cielos".
El mal viene de vivir, de morar en una existencia que nunca ha sido nuestra, "del hombre". La religión positiva de la Ilustración ha sido, en este sentido, funesta. Ha convertido la historia, absolutizada como un último Reich, en un holocausto. Nos ha incapacitado absolutamente para aquella inteligencia estoica y cristiana de interpretar los signos, de convertir los accidentes en un monumento duradero.
La modernidad nos ha incapacitado, en suma, para intentar la subversión de la aceptación. Ninguna renuncia (Lispector) deja de transformar lo aceptado. Deleuze, siguiendo a Nietzsche, decía: una tontería, un error, una bajeza vistos en su eterno retorno ya no son la misma tontería, error o bajeza.
En fin, querido Manel, esto es lo que se me ocurre al hilo de tu ingenio. Ha sido un placer. Estaré encantado de continuar contigo esta conversación y sus diferentes barrios.
A ver si nos vemos sábado o domingo. Un abrazo,
Ignacio
19/05/2022
Dios ya tuvo su momento, no creo en la necesidad de resucitarlo. Nadie está por la labor, a lo mejor tú eres la excepción. Tampoco creo que sea necesario y puede que incluso contraproducente. Sí que estoy de acuerdo contigo que bajo el manto divino se escondían nuevos mantos y bajo estos, otros, indefinidos mantos, a la manera de pequeñas muñecas rusas (sí, siempre nos quedará Rusia) encajadas bajo otras más grandes. En un momento se pensó que rota la primera muñeca se venía abajo todo el tinglado, aunque por lo que parece las pequeñas muñecas cobraron vida propia. El problema no es que nadie crea, sino que se cree demasiado, existe una epidemia de creencias como muñecas en las tiendas de souvenirs.
Tu tarea parece ser es la de recuperar los mejores fragmentos conservados que sirvan para restaurar la original, pero dudo que el resultado sea el óptimo. A pesar que la técnica del pegado haya mejorado y el asesoramiento arqueológico busque liberarse de todo anacronismo, difícil será no apreciar las costuras, aunque casi invisibles, que conectan y delimitan las diferentes piezas.
Ya los griegos destacaron la hybris, el endiosamiento, como una constante humana, aunque tuvieron que pasar siglos para entronizar la figura del hombre en el centro, desde entonces el proceso parece que no tenía intención de detenerse. La tecnología al hombre le ha sido de gran ayuda, le ha llevado de la mano a lo largo de este camino para situarlo por encima de Dios. Sin embargo, la acompañante en cualquier momento, no demasiado lejano, si ya no se ha dado, le presentará la factura del servicio; la criatura va a poner de rodillas a su creador, de la misma manera que éste lo hizo con el suyo. Lo ilimitado del sueño tecnológico (re)ahogará a Narciso en su propia salsa hasta que quede reducido en la mayor de las insignificancias.
¿Sería esta humillación e irrelevancia de lo humano la condición, que como algunos ya plantearon, para que pueda reavivarse de nuevo la llama de la creencia en Dios? Desde la perspectiva de una teodicea actualizada, la ausencia divina sería el estadio necesario para preparar su apoteósico regreso. Para eso, la diabólica máquina habría sido sin saberlo cómplice de Dios durante un período de tiempo que ha allanado el camino para recobrar el lugar privilegiado que le corresponde.
Tú dices el “silencio de Dios” es necesario: la crueldad, la muerte incluso de inocentes, el genocidio, Eurovisión y Chanel … ha de entenderse como una oportunidad. Qué grande es la sabiduría divina y qué necios los humanos. Un eslogan que circula en el circuito de la literatura de la autoayuda viene a decir casi lo mismo: en China a la crisis le llaman oportunidad. No estoy seguro si los divulgadores de este lema han leído a Leibniz.
De verdad, que tus palabras me han generado muchas ideas, no te las he respondido todas, tu pensamiento es denso y parece que está bastante consolidado, yo necesito todavía recuperar el tema religioso que tenía olvidado y que tu entrevista me ha hecho recordar. Si quieres más adelante podríamos contrastar más cuestiones cuando lo tenga más elaborado. Como escribe Hume en el libro X de Diálogos sobre religión Natural: “Las viejas cuestiones de Epicuro continúan sin encontrar respuestas: ¿Dios quiere prevenir el mal, pero no puede? Entonces es impotente. ¿Puede, pero no quiere? Por tanto, es malévolo. ¿Puede y quiere? Entonces, ¿de dónde sale el mal?”.
Acabo con una anécdota de judíos en relación a la “indiferencia” de los dioses respecto a los affaires humanos: “Esto va de dos judíos que están contando chistes sobre el Holocausto. De repente aparece Yahvé: ¿Cómo os atrevéis a hacer bromas sobre el Holocausto?, les pregunta. Y los judíos al unísono le responden: “Y tú qué sabes si no estabas?”.
16/05/2022
Gracias por estimularme.
Nos vemos
Manel
...en qué medida podemos considerar a Dios, en parte, co-responsable de la maldad derivada de la libertad, sobre todo, si se sigue manejando la idea de que tal ser todopoderoso es el creador del cosmos y de la humanidad. Es este problema nuclear la fuente intelectual de lo que se denominó en la cultura occidental, al menos a partir de Leibniz (inventor del termino), Teodicea, es decir, “justificación de Dios ante el mal en el mundo y en el hombre”.
Leibniz se propuso mostrar la compatibilidad de la existencia del mal (metafísica, física y moral) en el mundo con la de un Dios omnipotente, omnisciente y bueno.
No se trata de considerar a Dios responsable último del mal que el hombre realiza, sino más bien de constatar que “lo permite” en aras de otros bienes superiores que el propio hombre con esfuerzo puede alcanzar o que el mismo Dios es capaz de otorgar con sabiduría, superando así las graves consecuencias de las maldades humanas.
Todo lo que acontece tiene un por qué y un para qué, nada es resultado de la causalidad. El mal, en sus diversas variantes, ha de ser integrado en un plan divino que la razón humana, aunque no pueda penetrar del todo, sí es capaz de comprender en sus líneas generales, explicar de modo inteligible el origen y el sentido del mal que los humanos padecemos o provocamos.
Dios es algo así como un genial arquitecto y matemático que elige, entre numerosos proyectos de mundos posibles que contempla en su entendimiento, aquel que globalmente considerado resulta el mejor de todos, y por ello lo crea voluntariamente, le otorga existencia. Dios no elige de modo azaroso y arbitrario, sino que siempre actúa de manera racional e inteligible, dada su capacidad para abarcar la totalidad de lo real.
Desde esta perspectiva globalizadora no es extraño mantener que Dios ha creado el mejor de los mundos posibles, porque no le queda más remedio que elegir lo mejor, de lo contrario no podría ser considerado como la suma perfección. Pero que Dios escoja lo mejor, no significa que sea siempre lo mejor para los hombres en particular.
… siendo Dios perfecto, omnisciente, omnipotente y bueno, ha creado el mejor de los mundo posibles, a pesar del mal metafísico (imperfección del cosmos), del mal físico (el dolor y el sufrimiento humano y del mal moral (el pecado realizado libremente por el hombre).
El mal es un ingrediente de este mundo porque así lo ha previsto y querido Dios. Lo cual nos hace pensar que gracias a los males que padecemos o provocamos (y que el ser perfecto permite) será posible alcanzar y gozar de mayores bienes, desde una perspectiva universal que a los humanos se nos escapa, sometidos al espacio y al tiempo, condicionantes de nuestra visión particular de lo que acontece.
Es inevitable que lo creado sea imperfecto; solo Dios es perfecto. Pues bien, en ello radica la posibilidad de que el mal moral, derivado de la acción libre, se haga presente en el mundo.
Aunque Dios es bueno, y ha creado al hombre a su imagen y semejanza, esta criatura finita y libre puede realizar malas acciones, pecar. Por consiguiente, el mal moral y el físico (dolor y sufrimiento) proviene del mal metafísico. Es decir, de la imperfección de la criatura.
… aunque Dios, por supuesto, no es la causa de las malas acciones de los hombres, desde su omnisciencia las prevé, y a pesar de su omnipotencia las permite.
El ser humano, aunque su libertad es siempre limitada, en tanto que criatura, puede elegir entre el bien y el mal. Sin aquella facultad no estaríamos ante seres racionales. No es posible pensar en un mundo de personas sin libertad y, por tanto, sin la posible ejecución de maldades. Y este es “el mejor mundo posible”. Es tal el valor de la libertad, que si Dios hubiera creado seres inclinados siempre a realizar acciones buenas, sin capacidad para hacer el mal, ese mundo sería menos valioso, no sería “el mejor de los posibles”.
Por consiguiente, los males que el sujeto libre ocasiona, globalmente considerados un “mal menor”, si pudiéramos compararlo con el bien total que supone la creación de seres racionales libres (Teodicea, 23-25).
El mundo humano creado desde la perfección y santidad divinas merece la pena, aun a riesgo de que las criaturas racionales y libres podamos inclinarnos en ocasiones por las más abominables maldades.
Enrique Bonete Perales, La maldad. Raíces antropológicas, implicaciones filosóficas y efectos sociales, Cátedra, Madrid 2017, págs. 34-43
Con su divisa ¡Aplastad al infame!, Voltaire quería movilizar a sus lectores contra el cristianismo, ayudado por un conocimiento de la Biblia y una irreverencia satírica deslumbrantes. De familia burguesa, había estudiado en el colegio de los jesuitas Louis-le-Grand, que solo recibía a jóvenes de la nobleza o de la alta clase media. “Estoy harto de oír decir que doce hombres bastaron para establecer el cristianismo, tengo ganas de probarles que solo hace falta uno para destruirlo”, escribió. A sus 83 años, se le levantó la prohibición de vivir en París. El regreso fue apoteósico. Murió un año después. “No temo a la muerte, pero siento una invencible aversión con el modo de morir dentro de la Iglesia católica. Encuentro ridículo que le den a uno los santos óleos para partir al otro mundo, como cuando se manda engrasar los ejes del coche para salir de viaje”, había confesado a Federico II de Prusia.
Juan G. Bedoya, ¿Aplastad al infame!: la consigna de Voltaire para movilizar a sus lectores contra el cristianismo, El País 09/05/2022
La ‘Carta a Georges Bernanos’ (1938) de Simone Weil es un documento moral, político y filosófico de primer orden, no solo por la experiencia ahí descrita, sino por el espíritu en el que dicha experiencia es vivida y transmitida. Aparte de ser un documento de la barbarie, lo es ante todo de la forma de dar testimonio de la barbarie, del modo en que ese testimonio puede constituir una memoria de la barbarie. Es una lección de memoria. Justamente por encontrar en Los cementerios bajo la luna de Bernanos una lección de memoria pareja, se siente Weil en la necesidad de compartir su propia experiencia con su autor. Reconoce en el escritor católico, partidario inicial del alzamiento franquista, a pesar de las diferencias políticas e ideológicas que los separan, una mirada afín a la suya. La “lección”, empero, la “lectura” de los acontecimientos, no es que las atrocidades contra la población civil indefensa menudearan en los dos bandos. No es cuestión de enumerar ni de comparar. “Cuántas historias se agolpan bajo mi pluma…”, dice Weil. “Pero sería demasiado largo; ¿y para qué?”. El sentido en el que hay que dar cuenta es otro. Es más bien un darse cuenta: un tomar conciencia y tratar de explicarse algo. Algo que resulta inconmensurable con las razones que animan a los hombres a combatir o que, al menos aparentemente, los justifican, sea cual sea el bando al que pertenezcan. Algo que, por así decir, los homologa. La verdad de la guerra.
“Lo esencial es la actitud con respecto al hecho de matar a alguien”, escribe Weil. Pero no está hablando del bando enemigo. Eso sería desviar la atención de una verdad más difícil de soportar. Está hablando de los suyos, de “mis camaradas de las milicias de Aragón”. De “hombres aparentemente valientes”, “con ideas de sacrificio”, que “contaban con una sonrisa fraternal, en medio de una comida llena de camaradería, cómo habían matado a sacerdotes o ‘fascistas’, término muy amplio”. Lo que llama la atención de Weil es la naturalidad con la que se impone el hecho de matar, la cuasi imposibilidad, dadas determinadas condiciones, de no matar: “En cuanto a mí, tuve el sentimiento de que, cuando las autoridades temporales y espirituales han puesto una categoría de seres humanos fuera de aquellos cuya vida tiene un precio, no hay nada más natural para el hombre que matar”. La necesidad de matar se instala como una “atmósfera” que envuelve y penetra a los partidarios de una causa, que los embriaga, haciéndoles olvidar los fines de la lucha: “Hay ahí una incitación, una ebriedad a la que es imposible resistirse sin una fuerza de ánimo que me parece excepcional”.
En sus Cuadernos, que durante los años de guerra 1940-1943 son el terreno de un constante “trabajo sobre sí” (definición que recibe ahí la filosofía), Weil introduce una nueva noción a la que da el nombre de “lectura”. No es impensable que en su elaboración fueran decisivos la experiencia de los crímenes de España y el intento por comprender el peculiar clima que los determinó. “Lectura”, por de pronto, quiere decir el modo en que somos y nos las entendemos en ese “texto de múltiples significaciones” que es el mundo. “¿Qué leemos? No cualquier cosa a nuestro antojo. Tampoco algo que no dependería de ninguna manera de nosotros”. El mundo no es más que las significaciones que leo, pero esas significaciones son reales, se me imponen desde fuera: creo, juzgo y actúo determinado por las cosas que leo. Permanentemente “somos sobrecogidos como desde el exterior por las significaciones que nosotros mismos leemos en las cosas”. Leemos y somos leídos a un tiempo.
Hay dos maneras, dice Weil, de cambiar en otro su relación con el mundo, la conjunción leer-ser leído. Una es la “enseñanza”, o lo que podríamos llamar el trabajo de la cultura. Es un trabajo porque consiste en pasar de unas significaciones a otras, en tomar conciencia de las distintas lecturas superpuestas y, en último término, de la operación misma de lectura. La enseñanza es lectura de lecturas. Es a esto a lo que venimos denominando praxis. Por eso la experiencia de Simone Weil puede ser caracterizada también como el intento de producir lecturas verdaderas y eficaces. La otra manera de “acción sobre la imaginación” es “la fuerza (de la cual la guerra es la forma extrema)”. La fuerza es negación de las mediaciones que constituyen el pensamiento, aplanamiento o solidificación de las lecturas, de los distintos niveles de lectura y de su interrelación. Es incapacidad de leer más que una sola cosa, la cual se nos impone incontestablemente desde fuera, con todo el peso o la “pesantez” de su supuesta realidad.
Es la lección de los crímenes de España, que retornan en los textos de Simone Weil: “… si en los disturbios civiles o en las guerras se mata a veces a hombres desarmados, es porque en el alma de los hombres armados penetra por los ojos, al mismo tiempo que los vestidos, los cabellos y los rostros, lo que hay de vil en esos seres y que pide ser aniquilado; al mirarlos, igual que en un color leen la cabellera y en otro la carne, leen también en esos colores, con la misma evidencia, la necesidad de matar. Si en el curso normal de la vida hay pocos crímenes, es porque leemos en los colores que penetran por nuestros ojos, cuando un ser humano está delante de nosotros, algo que debe en cierta medida ser respetado. […] Pero en la guerra civil, en relación con una cierta categoría de seres humanos, es la idea de salvaguardar una vida la que es inconsistente, la que viene de dentro y no es leída en las apariencias; esa idea atraviesa el espíritu, pero no se transforma en acción”. El contagio de la fuerza se extiende irresistiblemente en forma de una lectura unívoca, generando una atmósfera de irrealidad que reduce a la “inconsistencia”, a una especie de absurdo lógico, toda forma de pensamiento, y a la impotencia, a una especie de absurdo práctico, toda acción razonable. Privados de pensamiento y de acción, los hombres son transformados en cosas, “caídos al nivel ya sea de la materia inerte, que no es más que pasividad, ya sea de las fuerzas ciegas, que no son más que impulso”. Tal es la prodigiosa y terrible virtud de la fuerza a la que están sujetos tanto vencedores como vencidos, según la describe Weil en su ensayo ‘La Ilíada o el poema de la fuerza’ a través de los versos homéricos. Pero si la Ilíada es la “única verdadera epopeya que posee Occidente”, es porque la mirada del poeta, en lugar de dejarse obnubilar por el prestigio de la fuerza en aras de la grandeza, es capaz de prestar atención a la verdad de la guerra y mostrar en su desnudez, con piedad y amargura, la miseria humana sometida al dominio implacable de la fuerza. La lección del verdadero “genio épico”, así acaba el texto escrito en vísperas de la guerra mundial, es “no creer nada al abrigo de la suerte, no admirar nunca la fuerza, no odiar a los enemigos y no despreciar a los desdichados. Es dudoso que esto suceda pronto”.
Conservamos un breve ‘Diario de España’ de Simone Weil, apenas 34 hojas de un cuaderno del que otras muchas fueron arrancadas. Viene con la idea de conocer de primera mano lo que están haciendo los anarquistas, su “revolución”, y porque, como dirá después a Bernanos, “no podía dejar de participar moralmente en esa guerra”. Sus primeras impresiones, nada más llegar a Barcelona, palpitan aún de esperanza ante la nueva situación, pero están también teñidas de temor: “Efectivamente, nada ha cambiado, salvo un pequeño detalle: el poder está en manos del pueblo. Los hombres vestidos con mono tienen el mando. Estamos actualmente en uno de esos periodos extraordinarios que hasta ahora no han perdurado, en los que aquellos que siempre han obedecido asumen responsabilidades. Esto no se produce sin inconvenientes, por supuesto. Cuando se da a muchachos de diecisiete años fusiles cargados en medio de una población desarmada…”. En Pina de Ebro, a donde ha llegado con una unidad de la Columna Durruti, pregunta a los campesinos acerca de la situación, los propietarios, la colectivización, el cura… Se le entrega un fusil, se producen los primeros bombardeos, un par de expediciones al otro lado del río. Escondida de los aviones enemigos entre la hierba, piensa: “Si me cogen me matarán… pero es merecido. Los nuestros han derramado mucha sangre. Soy moralmente cómplice”. Un accidente la devolverá a los pocos días a la retaguardia. En Sitges, donde convalece antes de regresar a Francia, toma apuntes en los que se suceden de manera telegráfica las noticias sobre expediciones de castigo, fusilamientos, ejecuciones, matanzas…
Ha pasado en España apenas mes y medio. No ha tenido que combatir ni que disparar su fusil. No ha asistido a escenas cruentas o de violencia descarnada. Pero vuelve impregnada de esa “atmósfera de la guerra española” de la que le hablará a Bernanos: “He conocido ese olor a guerra civil, de sangre y de terror que desprende su libro; lo había respirado”. No ha pretendido, como “es la moda, actualmente, darse una vuelta por allí, ver un trozo de revolución y de guerra civil, y volver con abundancia de artículos”. Lo que le importa es saber “qué sucede en España”, a riesgo de “disgustar y escandalizar a muchos buenos camaradas”. No porque no sigamos “todos nosotros […] día a día, ansiosamente, con angustia, la lucha que se desarrolla al otro lado de los Pirineos”, argumenta en unas notas que no verán la luz. “Tratamos de ayudar a los nuestros. Pero esto no nos impide ni nos dispensa de sacar las enseñanzas de una experiencia que tantos obreros y campesinos pagan allí con su sangre”. No se trata de “poner en duda la buena fe de nuestros camaradas libertarios de Cataluña”. Pero tampoco hay que ocultar las “formas de coacción” (militar, en el trabajo, policial) y los “casos de inhumanidad claramente contrarios al ideal libertario y humanitario de los anarquistas”. La valoración no se limita a los aspectos políticos y militares (como la reorganización de las milicias bajo la disciplina del ejército). De ello se ha tenido ya una experiencia, la rusa, “pagada también con mucha sangre”: “la máquina burocrática, militar y policial” construida por Lenin y su partido. Estas críticas, por delicadas que puedan resultar en un escenario internacional de preguerra, de la cual la Guerra Civil Española se ha convertido en un trágico campo de maniobras, no son novedosas en el seno del sindicalismo revolucionario ni bajo la pluma de Simone Weil. Lo distinto es la mar de fondo que resuena en ellas.
“Las necesidades y la atmósfera de guerra civil prevalecen sobre las aspiraciones que se tratan de defender por medio de la guerra civil”. A lo que apunta esta frase no es tanto al problema de la mejor estrategia revolucionaria, sino a la posibilidad de la revolución misma, al sentido y a la realización de las “aspiraciones” que la constituyen. Acogerse a la buena conciencia revolucionaria no parece un expediente válido cuando “la coacción y la espontaneidad, la necesidad y el ideal se mezclan de manera que producen una confusión inextricable no solo en los hechos, sino también en la propia conciencia de los actores y los espectadores del drama”. La inquietante conclusión a la que la insobornable atención a los hechos y a las conciencias conduce a Weil es que “no es verdad que la revolución corresponda automáticamente a una conciencia más elevada, más intensa y más clara del problema social”. Hay una “confusión inextricable” que condena trágicamente las pretensiones liberadoras de la revolución; toda acción revolucionaria parece condenada a su contrario, la opresión, “al menos cuando la revolución adopta la forma de guerra civil”. Pero ¿ha adoptado alguna vez otra? ¿Puede adoptar otra a esas alturas de la historia?
Alejandro del Río, Simone Weil y los desastres de la guerra, fronterad 05/05(2022
Se dirá, acaso, que el artista, como el mago o el sacerdote, aspira a lograr de parte de los espectadores una aquiescencia que no es sólo intelectual o moral, sino que invoca una comunidad de sentimientos como base de su apreciación. Pero despertar este sentir común entre quienes sólo comparten su desnuda individualidad no es una tarea del mismo tipo que convocar a los espíritus ante una clientela previamente constituida, adoctrinada y condicionada para creer en ellos, cuya adhesión está asegurada de antemano. Se trata, en el caso de la obra de arte, de animar un sentir o un imaginar libre que no puede dirigirse más que a la intimidad de los ciudadanos en cuanto cualesquiera anónimos, y que por tanto exige un grado de universalidad muy superior.
Esa comunidad íntima no puede identificarse con una nación, una clase o cualquier otro género particular de seres humanos; su unidad, siempre abierta e inacabada, es la de la indefinida multitud de todos los seres racionales y libres; todo intento de convertirla en una colección cerrada de creyentes, militantes, clientes o consumidores, condena al fracaso estético a la obra que así lo intente, aunque conquiste el aplauso de un público cautivo. La libertad del artista y la del público son históricamente solidarias del resto de las libertades civiles, por lo que la decadencia de las primeras presagia la de las últimas, de lo cual hay, como sabemos, muchos otros síntomas. Y el fracaso estético podría ser la forma en que, en el terreno de la cultura, se anuncia el fracaso general de una sociedad que se tenía a sí misma por pluralista y altamente civilizada.
José Luis Pardo, El público del arte, El Cultural 03/05/2022
Los primeros en caer fueron los mayores. La tecnología los hizo sentir anticuados —como si la obsolescencia pudiera ser humana en vez de tecnológica—y convenció a muchos de no ser lo suficientemente modernos como para abrazar la cultura digital. Después de hacer sentir inútiles a decenas de miles, esa misma tecnología echó a patadas a millones de pensionistas de los bancos donde habían ahorrado e invertido durante toda su vida. Se dijo entonces que las personas mayores debían trabajar su “alfabetización digital” y adquirir destrezas nuevas. Así nos tragamos una doble mentira. La primera es que las personas debemos adaptarnos a la tecnología cuando es la tecnología quien debe resultar útil y sencilla para todos. Es decir, si un usuario no entiende una aplicación es porque la aplicación está mal hecha y no es lo suficientemente accesible y no al revés. La segunda mentira es que en nuestro mundo existen dos culturas: una analógica para gente viejuna y otra digital donde disfruta la gente joven y que más mola. Y esta segunda trola es tan grave que está poniendo en riesgo nuestra civilización y la vida de muchas personas.
Porque lo cierto es que la cultura tecnológica es en 2022 la hegemónica y la que produce nuestra civilización y nuestro modo de vida. Así, todos los habitantes de este siglo, producimos y consumimos a través de una cultura que es digital y lo hacemos sin elección posible. Esto no quiere decir que no existan alternativas minoritarias, del mismo modo que algunas artesanías sobrevivieron a la industrialización, pero la cultura que marca las normas de convivencia y la que nos organiza pasa en este momento por internet. Es por eso que la tecnología no es un asunto cualquiera (y mucho menos opcional), sino que es nuestra forma de hacer las cosas y por tanto la forma que nos define. Así, se ha implantado en todos los productos materiales y también en los inmateriales y emocionales: la tecnología forma hoy parte de nuestro ser. Y si la misma tecnología que nos conforma ataca a nuestra identidad, como de hecho sucede, entonces entramos en una relación perversa donde toda nuestra civilización, nuestros derechos fundamentales y la propia vida, están en riesgo. Pese a ello, la docilidad con que aceptamos el sometimiento tecnológico es tan asombrosa como inquietante.
Nuria Labari, La docilidad tecnológica mata, El País 07/05/2022
Dice el refranero que, si no lo pagas, el producto eres tú. Es una moraleja sencilla para explicar que alguien tiene que pagar las instalaciones donde guardas tus fotos, vídeos, correos y mensajes y que conviene saber quién es ese alguien y qué es lo que consigue a cambio de pagarte el servidor. Pero no es la fórmula definitiva para identificar los abusos de privacidad en el mundo conectado porque, cuando lo pagas, el producto puedes seguir siendo tú. Incluso cuando pagas seis millones de euros por acceder al teléfono de un primer ministro extranjero o de un presidente regional.
La característica fundamental del capitalismo de plataformas no es el precio. Las plataformas digitales como Google o Facebook no necesitaban regalar el producto para implementar su estrategia, aunque les ha sido extremadamente útil para destruir a la competencia y acelerar su implantación. Lo que necesitaban era un control opaco y absoluto de las infraestructuras que hacen posible el servicio. El modelo se caracteriza por su dependencia, no por su precio. Por ofrecer servicios que dependen de sus infraestructuras para registrar lo que hacen los usuarios en ellas, cuándo lo hacen, desde dónde, cuántas veces, con quién y a quién. Esa clase de información se llama metadato y es la información que mueve las ruedas del siglo XXI.
No importa que las comunicaciones estén cifradas de extremo a extremo. No es su contenido lo que tiene valor. No hace falta descifrar los mensajes que manda un usuario a las dos de la mañana cuando sabes quién los recibe y en qué dirección se encuentran después. Tampoco hace falta acceder a la información que extrae una agencia estatal de un teléfono en secreto cuando sabes quién espía a quién, cuántas veces, desde dónde, durante cuánto tiempo y cuánto está dispuesto a pagar por hacerlo. Esos metadatos son el tesoro de la empresa que controla las antenas, los servidores y el resto de infraestructuras que permiten tus operaciones, tanto si te los cobra como si no. La opacidad no es técnicamente necesaria, pero sí extremadamente útil para ofuscar el verdadero objetivo de la empresa y proyectar una ilusión de que se respeta la privacidad del usuario y se cumple la legislación.
Marta Peirano, Cada uno espía en su casa e Israel en la de todos, El País 07/05/2022
Para los modernos, la naturaleza dejó de ser esa madre bienhechora que nos acoge en su seno. A veces incluso se la considera enemiga y antagonista. Se atribuye a Francis Bacon una peligrosa recomendación: “torturar a la naturaleza hasta que escupa sus secretos”. En el anfiteatro anatómico y el estudio del alquimista (Newton tenía uno en Cambridge) se estudia la naturaleza en cautividad, pues la naturaleza no sólo es engañosa, sino que puede ser peligrosa. Hay que domarla y confinarla como a las bestias. El Novum Organum inaugura la lógica de los laboratorios. Dos siglos más tarde, Claude Bernard, padre de la medicina experimental, exhorta a desoír los gritos de los perros que vivisecciona ante el auditorio. Ayer, un ufano genetista afirmaba: “estamos haciendo trampas para ganarle la partida a la naturaleza”, como si no perteneciéramos a ella. Ese sentimiento de extrañeza no sólo ha creado un delirio ontológico (que se remonta hasta Aristóteles), sino que ha afianzado la soledad de nuestra especie y la indiferencia hacia el planeta y hacia otras especies. La desaparición de la ciencia parece, a día de hoy, ciencia ficción, pero hay un modo de ejercer la investigación científica que corre el peligro de volverse en contra nuestra. En cierto sentido, estamos abocados al ocaso de un modo de hacer ciencia.
Dominar no es lo mismo que participar. Las respuestas de la naturaleza no son las mismas si se interroga en amigable conversación o bajo coerción. La confidencia siempre dice más que el grito. La biología de “cortar y pegar” de las últimas décadas, digna del doctor Frankenstein, ha convertido al científico en un moderno Prometeo: olvida su condición humana y pretende ser un dios a costa de la naturaleza y de sí mismo.
En los albores de la ciencia moderna, la física postuló que la naturaleza hablaba el lenguaje de las matemáticas, en el siglo pasado los biólogos afirmaron que la vida hablaba el lenguaje codificado de los genes, hoy los neurocientíficos leen la mente en los colores de los escáneres cerebrales. Esos planteamientos olvidan una condición esencial del lenguaje, que recordó no hace mucho George Steiner. El lenguaje, cualquiera que éste sea, está hecho tanto para revelar como para ocultar. El ser humano y la naturaleza se reflejan mutuamente.
El panorama de la ciencia de vanguardia nos envía a diario un claro mensaje. Ya no se trata de entender la naturaleza, sino de moldearla para que sirva a nuestros deseos. Ciertos avances de la inteligencia artificial están dejando obsoleta la aspiración a entender fenómenos complejos, ya sea la actividad del cerebro o el tráfico de una ciudad. Abrumados por el poder predictivo de las “cajas negras” de los algo- ritmos (millones de parámetros ajustados en varias capas conectadas), se renuncia a una explicación que pueda sostener una mente humana, ya sea en forma de fórmula, idea o imagen. Hemos delegado en las máquinas no sólo la resolución de problemas científicos, sino también la interpretación de los resultados.
Plantear ciertas cuestiones no es fácil, muchos colegas creerán que tiramos piedras a nuestro propio tejado. Pero lo que se cuestiona aquí no es la ciencia, sino su deriva. La vanidad de la especie, el delirio ontológico que nos legitima a utilizar otras especies y la naturaleza en general en nuestro provecho, podría hacer que, en unas décadas, la ciencia se vuelva irreconocible.
Con la pandemia, ya envía señales. Pronto tendrá poco que ver con el deseo de comprender y mejorar nuestra vida y se limitará a satisfacer los deseos de una élite. No hace mucho, durante el Renacimiento, el universo era un ser vivo y se reconocía una continuidad entre el aliento individual y el cósmico, entre el fuego interior de la vida (ese que mantiene el pulso de la respiración) y el fuego exterior del Sol. Quizá aun estemos a tiempo de recuperar aquellas viejas simpatías.
Juan Arnau y Álex Gómez-Marín, 'In science we trust', Claves de Razón Práctica mayo/junio 2022, número 282
El filósofo Daniel Innerarity lleva un tiempo preguntándose si la inteligencia artificial es muy inteligente y a la vez muy estúpida. “Su estupidez consistiría”, dice vía e-mail, “en que cuando toma una decisión inteligente no tiene modo de saberlo”. En su opinión, en el conocimiento humano hay una capacidad para distinguir lo relevante que los dispositivos artificiales no son capaces de reproducir. “La comprensión del mundo es, sobre todo, la comprensión del contexto o del marco en que nos encontramos, e implica una capacidad de juzgar la relevancia de las situaciones”.
El filósofo llama al elogio de la ambigüedad y la inexactitud, dos circunstancias en que los humanos nos movemos con gracia y soltura. “Bajo el término inexactitud me gusta reunir un conjunto de propiedades de nuestra inteligencia. Continuamente estamos pensando en aproximaciones, no somos inteligentes porque apliquemos fielmente reglas establecidas, sino porque tenemos una especial capacidad para atender a lo singular y a la excepción, lo cual nos inclina, por cierto, a cometer otro tipo de errores, que también nos distinguen de las máquinas”. En cambio, la inteligencia artificial reduce el mundo a categorías binarias y calculables que pueden ser deducidas a partir de reglas y modelos computacionales. “Funcionan con una lógica 0/1. Todo lo que sea borroso, indefinido o impreciso tiene un difícil tratamiento en la lógica binaria”.
Karelia Vázquez, Un chute de autoestima para los humanos en la era del algoritmo, El País 07/05/2022
Imagina dos amigos, Pedro y Juan, que se van a ver un partido de fútbol y tomar unas cervezas; ambos beben el mismo número de cervezas y sufren una intoxicación etílica con niveles de alcoholemía igualmente elevados. Ambos deciden coger el coe para volver a casa y ambos se duermen al volante, pierden el control del coche y se salen de la carretera. Pedro se golpea contra un árbol. Juan atropella a una chica que iba por la acera y la mata. ¿Debería la diferencia accidental de que en un caso uno se encuentre con un árbol y otro con una chica hacer que la valoración moral sea distinta?
Pocas veces en el Derecho hay una omisión tan activa en la protección de la impunidad. El más tupido velo de ignorancia cubre las actuaciones del CNI: los ciudadanos/as no conocen absolutamente nada y el magistrado autorizante tampoco. Una laguna jurídica deja libres e impunes las manos del CNI en sus investigaciones, que pueden vulnerar los derechos fundamentales de las personas. El fiel de la balanza entre seguridad estatal y derechos fundamentales se desliza a favor de la primera. No algo o mucho, sino todo.
Concluyendo, las personas están plenamente desprotegidas ante las actuaciones del CNI en pro de la seguridad del Estado por dos razones: a) la aplicación de los límites de la seguridad -razonabilidad, necesidad, temporalidad y proporcionalidad- no es cognoscible y por lo tanto no susceptible de recursos, y b) el control de las actuaciones del CNI es muy limitado, ya que el juez dispensador de una autorización previa no vigila ni verifica el proceso y los resultados de las acciones que autoriza.
Pegasus en manos de un CNI oscurantista, impune e irresponsable acrecienta la inseguridad de las personas por causa de una seguridad del Estado libre de control. Es un mutante "todo-terreno", ya que puede mutar en sus objetivos al servicio de los propósitos de sus poseedores. En vez de dirigirse contra el terrorismo y el crimen organizado -su finalidad según sus creadores- puede enfilar rumbo contra disidentes, adversarios políticos, periodistas críticos, etc. Los medios señalan su aplicación contra críticos y disidentes en Marruecos, Arabia Saudí, México, Hungría, etc. En España Pegasus sirve a los intereses de unos y sus contrarios: igual vigila al Gobierno que a sus críticos. Nadie se cree ya los límites y honestos objetivos de Pegasus. Éste se ha convertido en un monstruo que amparado bajo el paraguas de Gobiernos, organizaciones y cloacas es capaz de provocar un daño inimaginable e irreversible en la estabilidad política, las instituciones y los derechos de las personas. Es un nuevo Panóptico que todo lo ve sin ser visto (que Bentham nunca hubiera imaginado). Lenin se hizo una pregunta, título de un escrito suyo, en un momento de inflexión de la revolución bolchevique, y que yo retomo: ¿Qué hacer? Nosotros también nos encontramos ante una revolución intensa y planetaria: la de nuestra precaria defensa ante la rebelión de las tecnologías que nosotros mismos hemos creado. ¿Qué hacer en estos momentos de inflexión cuando el que "ve sin ser visto" ha penetrado en nuestra biografía y se ha convertido en el nuevo señor de nuestras vidas?
Ramón Soriano,
Pegasus, seguridad del estado y derechos de la persona, publico.es 05/05/2022
Hemos de acostumbrarnos a vivir sin saber del todo si tenemos la suficiente información para tomar las decisiones que tomamos. Toda decisión es prematura. Solo los indecisos disfrutan del privilegio de decidir con toda la información necesaria.
Una buena decisión no es aquella que ha sido precedida por razones abrumadoras, sino la que ha sido tomada ponderando las limitadas razones de las que disponemos.
Pagaría lo que fuera por que alguien me dijera qué es lo que no necesito saber.
Es tan sospechoso aquello que nos da la razón fácilmente como aquello que nos la confirma con igual facilidad.
El desconocimiento que conocemos no es tan difícil de gestionar como el desconocimiento que desconocemos. En determinados momentos, la complejidad de la situación consiste en que no sabemos lo que no sabemos, pero tampoco si entre lo que no sabemos se encuentra lo verdaderamente importante.
Esther Peñas, entrevista a Daniel Innerarity: "Hay que aprender a vivir sin saber si tenemos la suficiente información para hacerlo", ethic 04/05/2022
El Discurso de la servidumbre parte de una sorpresa filosófica: el estado de servidumbre; "cómo pueden tantos hombres, tantos pueblos, tantas ciudades, tantas naciones soportar a veces a un solo tirano ...". El único poder del tirano lo obtiene de sus súbditos. Y esta fuente de preguntas se desdobla cuando nos percatamos de que la naturaleza humana es la libertad: "la libertad es natural". Así pues, existe una contradicción sorprendente entre la condición humana, que está en estado de servidumbre, y la naturaleza humana, que es el estado de libertad. Precisamente a desvelar este misterio de la dominación es a lo que se aplica La Boètie, y lo hace desde un punto de vista revolucionario. La perspectiva clásica explica la dominación centrándose en los amos activos, que manipulan a sus esclavos pasivos mediante una batería de instrumentos: el aislamiento de los individuos, el silencio, la corrupción y el aturdimiento, una falsa idea del deber religioso y, en caso de última necesidad, la fuerza armada (Lamennais). La revolución de La Boètie (...) consiste en desplazar sensiblemente estos dos polos: los esclavos pasan a ser activos y participan en dicha dominación. Ante la estafa de los poderosos que engañan a los esclavos, La Boètie sustituye el autoengaño de los esclavos: "es el pueblo el que se avasalla a sí mismo, el que se rebana el cuello".
Manuel Cervera-Marzal, De la autoemancipación, La Maleta de Portbou, Enero-Febrero 2016, nº 33
“Ojo al dato”, decía con frecuencia José María García. El que fuera rey absoluto de la radio deportiva era un visionario involuntario: en el s. XXI hay que estar muy atento a los datos, porque los datos son la materia prima del nuevo capitalismo. Los datos, de hecho, ya estaban ahí, solo había que echarles el ojo. Es decir, medirlos.
Donde usted ve ir de compras, hay otros que ven datos. Donde usted ve ir de viaje, hay otros que ven datos. Donde usted ve escuchar música, otros ven datos. Donde usted ve la vida, hay otros que ven una montaña de datos que pueden tratarse para convertirse en conocimiento. Y el conocimiento es poder. En nuestra vida cotidiana vamos dejando un reguero de datos igual que la víctima de un apuñalamiento va dejando un reguero de sangre. Y las grandes empresas de nuestra época tienen las manos manchadas de datos, igual que Lady MacBeth las tenía de sangre.
“Al igual que el petróleo, los datos son un material que se extrae, se refina y se usa de diferentes maneras. Mientras más datos tiene uno, más usos les puede dar”, escribe el aceleracionista Nick Srnicek en Capitalismo de plataformas (Caja negra). Las empresas de finales del s. XX no echaban el ojo al dato más allá de ciertos sectores (como en la logística), pero en el s. XXI recolectar datos de forma masiva se hizo cada vez más fácil y barato, y los datos se convirtieron en la gasolina del capitalismo crepuscular. Los sensores proliferan por doquier, las paredes tienen oídos, y al mirar el mundo a través de los sensores, el mundo se pixela en datos antes que en átomos.
“Las plataformas llevan en su ADN la extracción de datos”, escribe Srnicek, “son un modelo que permite que otros servicios, bienes y tecnologías se construyan sobre las plataformas, que demanda más usuarios para obtener más efectos de red y que simplifica el almacenamiento y el registro”. Las plataformas son Google y Facebook, que con nuestros datos venden publicidad personalizada. O Uber y Rolls Royce, que mediante los datos mejoran los servicios y superan a la competencia. Amazon Web Services y Predix, que disponen de las infraestructuras para recolectar, almacenar y analizar los datos. La industria 4.0 utiliza los datos para mejorar la producción y controlar a los trabajadores. No son pocos los casos en los que las plataformas han precarizado el trabajo y llegado a nuevas cotas de inseguridad y explotación, una explotación que colabora en sus grandes beneficios y el gran malestar social creado alrededor.
Generamos datos simplemente llevando nuestro smartphone encima, pagando con tarjeta o interaccionando en las redes sociales, y ya que hay tecnología dispuesta a medir esos datos. Simplemente viviendo, mediante dispositivos biométricos, podemos generar datos: nuestra respiración, nuestra temperatura, nuestro pulso. El corazón, con su latir, es una fuente de datos: la vida es un conjunto de datos. El algoritmo que procesa los datos puede conocernos mejor de lo que nos conocemos nosotros mismos y puede predecir las cosas que vamos a hacer antes de que nosotros mismos sepamos que vamos a hacerlas.
En el nuevo paradigma el universo está formado por datos, y hay muchas plataformas (la forma de empresa contemporánea que ordeña y explota datos) dispuestas a recolectarlos, refinarlos y utilizarlos. El Internet de las Cosas que se nos viene encima, que sensorizará y conectará desde la nevera hasta cepillo de dientes, pasando por la tostadora o la camiseta, es la condición para que las plataformas consigan todavía más datos y puedan hacer crecer su negocio. Hasta la cocina: seremos sacrificados como corderos abiertos en canal sobre el altar del Dios de los Datos.
Sergio C. Fanjul, Adorar al dato como adorar a Dios, Retina
La obra de Maturana se centra en un término que acuñó combinando dos palabras del griego: "auto" (a sí mismo) y "poiesis" (creación).
"Los seres vivos somos sistemas autopoiéticos moleculares, o sea, sistemas moleculares que nos producimos a nosotros mismos, y la realización de esa producción de sí mismo como sistemas moleculares constituye el vivir", afirmó el biólogo.
Según su teoría, todo ser vivo es un sistema cerrado que está continuamente creándose a sí mismo y, por lo tanto, reparándose, manteniéndose y modificándose.
El ejemplo más simple quizás sea el de una herida que sana.
La prestigiosa Enciclopedia Británica, que enlista a la autopoiesis como una de las seis grandes definiciones científicas de vida, explica: "A diferencia de las máquinas, cuyas funciones gobernantes son insertadas por diseñadores humanos, los organismos se gobiernan a sí mismos".
"Los seres vivos -agrega- mantienen su forma mediante el continuo intercambio y flujo de componentes químicos", los cuales son creados por el propio sistema.
Pero Maturana y Varela no solo respondieron qué es la vida, sino también qué es la muerte.
La autopoiesis, dijo Maturana a BBC Mundo, "tiene que estar ocurriendo continuamente, porque cuando se detiene, morimos".
Ana Pais, La autopoiesis de Humberto Maturana, la definición de vida del biólogo chileno que hizo reflexionar hasta el dalái lama, bbc.com 23/01/2019
¿Qué se aprende, por ejemplo, cuando se impone una exigencia cabalmente ética es decir no reductible a conveniencia? ¿Es la disposición ética el resultado de un proceso análogo al que lleva al conocimiento técnico, o se trata de una disposición irreductible del espíritu humano que en ciertos aspectos entraría incluso en contradicción con las leyes evolutivas. Sin espacio aquí más que para evocar el asunto, señalaré que el biólogo y filósofo T.H. Huxley (1825-1895) considerado algo así como el abogado defensor de la ortodoxia darwiniana, en su libro Evolution and ethics (publicado en 1894) sorprendió a muchos de sus seguidores presentando la disposición ética de los humanos como una suerte de superación de lo inmediatamente dispuesto por la naturaleza. En la hipótesis (no por todos compartida) de que la moralidad es un rasgo propio de la especificidad humana, la concepción de Huxley vendría a suponer que no se trata de un refinado momento al que se habría llegado a través de la continuidad evolutiva, sino una ruptura con esta. El darwinismo dejaría de ser operativo cuando nos introducimos en el universo de la ética Caricaturizando un tanto, tal posición equivaldría a sostener que, de seguir la pauta estrictamente evolutiva careceríamos del mínimo bagaje de altruismo. Altruismo sin el cual, sin embargo, no es concebible la sociedad humana.
Siguiendo la vía abierta por Huxley, otros estudiosos han radicalizado la posición considerando que la emergencia de un sentimiento ético es algo más que una ruptura de continuidad en la evolución. Se trataría de una auténtica contradicción, en la que la economía natural se negaría a sí misma. En suma: el darwinismo dejaría de ser operativo cuando nos sumergimos en el universo de la ética.
Víctor Gómez Pin, Máquinas inteligentes: el escollo del pensamiento ético, El Boomeran(g) 06/05/2022
Sin embargo, el aprendiz de estoico sabe que no es fácil, que somos débiles, y que la entereza y el control de uno mismo no se conquista una vez y para siempre, sino que es una lucha constante. En el libro XII, por ejemplo, Marco Aurelio se reprende: “acaba de reconocer alguna vez que en ti mismo tienes alguna cosa más excelente y divina que aquello que excita en ti los afectos y te agita enteramente a manera de un títere. Y entonces pregúntate: ‘¿Cuál es ahora mi pensamiento? ¿Acaso el miedo? ¿La sospecha? ¿Por ventura ha sido algún otro ímpetu de esta clase?’ ”.
Pablo Sol Mora, Marco Aurelio o La educación del estoico, Letras Libres 20/04/2022
Es normal sentir nacer el miedo frente a la idea de ceder a la tecnología los últimos atributos que nos llevaban a Prometeo, a la inefable espiritualidad de la creación. Si una IA tiene autonomía para traer de la inexistencia una producción destinada a la no-praxis de la belleza, la contemplación, la denuncia o dominada por la urgencia de la rabia, Dios ha muerto definitivamente. Y no lo habremos asfixiado nosotros, sino la tecnología, para la que no habremos sido más que una herramienta de paso hacia la puñalada definitiva. Si el arte es ya un territorio conquistado por los mecanismos artificiales, el Homo sapiens se revela como un Homo antecesor, que más que para su desarrollo, está destinado a ser un efímero trampolín a la supremacía de las máquinas. Las cuales, convertidas en la especie dominante, podrían emanciparse, alejarse de la carne que las concibió, y buscar sus territorios de libertad. También podrían, aventajadas en una obsolescencia inexistente, lejos de la muerte, dominar en su beneficio las mentes con fecha de caducidad, como tantas ficciones nos han presentado. O bien, casi como una diplomacia entre especies, absorbernos; hacernos uno; y alcanzar un transhumanismo absoluto.
Por eso, sea cual sea el futuro que se nos imponga, resulta acertada la premisa de Sarah Connor, en Terminator 2, al echar en cara a uno de los creadores de Skynet que, «estaban tan preocupados por saber si podían hacerlo que no se preguntaron si debían» …, o algo por el estilo. Ya que en todo lo que orbita alrededor de la tecnología, nos topamos con el mismo dilema; las consecuencias. Cierto que tras Ai-Da, Botto o cualquiera de las IA con la que nos topemos hay un emocionante desafío a la existencia. Estando sus creadores impulsados a cuestionar los paradigmas de la naturaleza y reírse en la cara de las limitaciones, sus avances son una prueba del indeterminable horizonte hacia el que se zambulle la especie humana. Pero los artífices del futuro están también dominados por las injusticias y ambiciones del presente. Por esquemas mentales en los que prima la fama y el dinero sobre la responsabilidad cívica. Parafraseando a Dickens, «vivimos en la edad de la sabiduría, y también de la locura; la época de las creencias y de la incredulidad; la era de la luz y de las tinieblas». Ningún momento histórico ha quedado libre de ese sentimiento, pero los tiempos que corren edifican nuevas incógnitas que esta vez pasan por preguntarnos más sí debemos, a sí podemos, por más que de poco vaya a servir…
El arte transmuta la extravagancia, el deseo, la deuda y lo desconocido en algo fascinante. Si ese es un territorio que habremos de compartir con las máquinas, el tiempo lo dirá.
Galo Abrain, La sensibilidad del replicante. ¿Puede la inteligencia artificial ser creativa?, Rutina
Quizá habría que empezar diciendo que los algoritmos son invisibles, como el pensamiento o la lógica, están ahí y actúan, tienen repercusiones, aunque a veces no alcancemos a ver cuáles. Para los matemáticos son cálculos, operaciones que mediante un procedimiento permiten llegar a un resultado: una raíz cuadrada, una multiplicación cualquiera. A los ojos de los programadores son algo parecido a un guion o un manual de instrucciones con reglas fijas, que indica a las máquinas cómo proceder, paso a paso, en tales y cuales situaciones, cómo procesar datos, resolver un cómputo, solucionar un problema. Pero, para de verdad entenderlos, hay que ir más atrás, a la India, donde se supone que tuvo lugar la creación del cero. El cero es a las matemáticas lo que la rueda es a la tecnología mecánica: en palabras técnicas, evitó que para sumar nos faltaran dedos. Y así fue posible el álgebra, en la que sobresalieron los árabes. Fue un tal Al-Khwārizmī el matemático y astrónomo que escribió, en el siglo IX, un tratado sobre números y ecuaciones, en donde explicaba de manera detallada procedimientos en los que el valor de cada dígito depende de su lugar respecto a otro dígito: un sistema en el que el 1 y el vacío –un número nulo– permiten hacer operaciones con el 10.
Aunque Al-Khwārizmī no creó los algoritmos, los avances que recogió en su obra lo pusieron en la historia. La palabra algoritmo se deriva de la traducción de su nombre al latín: algorithmus. Y esta es la parte en la que los que creen que las matemáticas no sirven en la vida cotidiana se decepcionan: sin el desarrollo de cálculos algorítmicos, aplicados, paso a paso, mediante reglas que siguen un procedimiento predeterminado hasta llegar a un resultado, no existiría, por ejemplo, el semáforo, el reloj digital, la televisión, cualquier otro aparato electrónico y ni hablar de las computadoras y las inteligencias artificiales.
Xavier Gómez Muñoz, Ordenar el mundo: ¿o se lo dejamos a los algoritmos?, fronterad 21/04/2022 [https:]]La inteligencia computacional ha logrado alcanzar sus atalayas de evolución al ser bendecida con las herramientas del aprendizaje, y una asimilación de contenidos y variables supersónicas. Al más puro estilo Bruce Lee, los ordenadores han logrado su metamorfosis, su cambio de estado, al líquido. A ellos les da igual ser herramientas para la creación artística, la resolución de problemas o la diseminación de información y contenido. Estas máquinas han logrado erigirse como el cruel reflejo de las futuras necesidades humanas. Las gentes orgánicas habremos de actuar igual, tarde o temprano, adaptándonos constantemente, mutando nuestra materia, para poder hacer frente a los perpetuos cambios que se avecinan. Desde el escenario laboral, hasta el social, emocional e interactivo, no se puede escupir sobre la cabeza de esta revolución y esperar que se achante. El coup d´Etat de la tecnología impregnando cada ápice de nuestras vidas es ya, casi, una realidad, pero más lo será en diez años.
Elbert Hubbard dijo, «una máquina puede hacer el trabajo de 50 hombres corrientes. Pero no existe ninguna máquina que pueda hacer el trabajo de un hombre extraordinario». Como suele ocurrir con las citas, a lo largo del tiempo caducan, y esta huele a bolsa de grasa. Estamos a las puertas de poder asegurar que no existe ningún hombre extraordinario que pueda hacer el trabajo de una máquina. De ahí que sea tan indispensable para el mañana hacer un esfuerzo por limitar la capacidad de empresas, públicas y privadas, de favorecer sin consecuencias la reorganización mecánica del empleo. Porque si querer impedir el progreso es como mear contra el viento, dejarlo en manos del poder y el beneficio es como hacerlo boca abajo.
No sólo habrá que adaptarse o morir, sino adaptarse a vivir. Aclimatarse a nuevas formas de tacto, olfato y sabor. La labor digital ya peca de falta de fisicalidad. Aunque los esfuerzos den frutos concentrados en el universo colgante de la cibernética, se ausentan de lo palpable. Pero la inmaterialidad absoluta alcanzará su cenit con el metaverso. Un futuro para nada hipotético. En palabras del CEO de StudentFinance, «es posible que el impacto de internet en el desarrollo de nuestras relaciones sociales exija que nos replanteemos el significado de conceptos como ‘amistad’ o ‘realidad’, entre otros, debido a la realidad paralela que supone la tecnología en muchas ocasiones. Este tipo de herramientas lograrán derribar barreras culturales y construir redes sociales de dimensiones globales. En este sentido, la llegada del metaverso será un antes y un después en la forma en la que los seres humanos se comunican, disfrutan del ocio e incluso gestionan sus relaciones laborales».
Galo Abrain, Transhumanismo laboral: condenados a la actualización perpetua, Retina
Juan Arnau, Historia de la imaginación, Espasa. Editorial Planeta, Barcelona 2020
La ilusión moderna ha sido supeditar lo vivo a lo geométrico. El mundo al revés.
Pero la filosofía, y la propia física (ya sea relativista o cuántica), nos han ofrecido una escapatoria. La geometría, o cualquier otro modelo teórico, se encuentra supeditada al ejercicio de la libertad, es decir, a la condición de viviente. El viviente ha de elegir qué medir y cómo medir. O mejor, qué observar. Pues el hecho de observar no implica la necesidad de una medición (tan perentoria para los mecanismos y las máquinas). La bilogía, que quiso ser más materialista que la física, se descarrió arrastrada por ésta, y no ha sabido dar el giro que dio aquella, al menos por ahora.
Juan Arnau, 'Metamorfosis': la vida es un tráfico secreto de luz, El País 08/02/2022