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No puedo hacer aquí otra cosa que remitir a a los primeros capítulos del “Discurso del Método”, obra admirable tanto desde el punto de vista filosófico como literario, que se lee de corrido y que sigue siendo la más fascinante vía para hacer inmersión en la filosofía. En cualquier caso, lo que precede basta para entender que en esa duda, reflejo de una decepción, que embarga al joven Descartes, reside el soporte del pensamiento y proceder cartesianos, e incluso de todo pensamiento y de todo proceder filosóficos dignos del calificativo: “que para examinar la verdad, es preciso dudar, en cuanto sea posible, de todas las cosas una vez en la vida”.
Afortunadamente una vez en la vida dudó Descartes de todas las cosas. Y digo afortunadamente, a fin de resaltar el hecho de que sólo el espíritu atravesado por la duda se halla en esa disposición singular que puede ser calificada de filosófica, y cuya reivindicación es tanto más urgente cuanto que todas las razones que inducían a Descartes a desesperar del sistema de creencias que marcaba su mundo son hoy de rigurosa actualidad.
La sentencia radical de Descartes nos pone en la pista de lo que constituiría una disposición de espíritu susceptible de desembocar en la filosofía. La duda es el mecanismo esencial en la confrontación a la verdad, al menos si por “verdad” entendemos levantamiento del velo en relación a lo que cuenta, es decir, respecto a la condición humana y a las leyes que determinan su entorno:
“Una vez en la vida” cuestionar la marcha puramente inercial de nuestra mente; cuestionar el arsenal de pre-juicios (es decir, de convicciones que no han sido sometidas a la prueba de racional criterio) que defendemos como si se tratara de auténtico elemento vital de nuestro espíritu.
“Una vez en la vida” dejar de considerar incuestionable el sistema de jerarquías sociales en el que estamos inmersos.
“Una vez en la vida” dejar de considerar sagradas las “explicaciones” sobre la “naturalidad” de nuestros ritos, costumbres, sistemas de parentesco o lazos sexuales a ellos vinculados, y correlativamente dejar de considera todo ello como bárbaro cuando nos es ajeno.
“Una vez en la vida” dejar de postrarnos como papanatas ante afirmaciones de los eruditos que nuestro espíritu no haya tenido ocasión de contrastar. Dejar por ejemplo de renunciar a pensar uno mismo sobre las cosas de las que tratan los científicos; dejar así de repudiar el espíritu mismo de la ciencia, haciendo de las proposiciones de esta un equivalente de las proposiciones de la religión; dejar en suma de creer lo que no vimos, so pretexto de que otros, supuestamente infalibles, sí lo vieron.
“Una vez en la vida” dejar de dar por supuesto que hay jerarquía natural entre grupos de humanos por lo que a las capacidades de conocimiento y simbolización se refiere, denunciando el orden social que impone tal jerarquía.
En suma: “una vez en la vida” realmente dudar, y en consecuencia, una vez en la vida enfrentarse a la tarea de intentar “salir de dudas”, lo cual no puede hacerse sin un gesto de propia afirmación, sintiendo que la entera potencialidad de la razón pasa (o al menos pasó un día) por uno. “Uno” al igual que cualquier “otro” (no impedido por una desgraciada mutilación en sus facultades, la vejez o una jerarquía social que lo esclaviza) puede llegar a conocer; ciertamente un conocer limitado a lo que es susceptible de ser conocido.
Pues aun asumida la respuesta cartesiana a la cuestión de quién puede conocer (a saber, potencialmente todo ser de razón, sea cual sea la parcela de lo cognoscible) persiste la cuestión de qué cabe conocer, cuáles son los límites de la razón cognoscitiva. Abismal interrogación a la cual nos dice Descartes, hay que enfrentarse asimismo una vez en la vida: “antes de disponernos a conocer las cosas en particular es necesario una vez en la vida buscar cuidadosamente de qué conocimientos es capaz la razón humana” ( “Reglas para la dirección del espíritu”, 8).
Victor Gómez Pin, El hombre cuenta (V): el peso de la duda, El Boomeran(g) 22/02/2021
El antropólogo y teórico de la ciencia Bruno Latour ha insistido en la hibridación entre cosas, espacios e identidad. Las colecciones, muestreos, amueblamientos, archivos y bibliotecas, museos, laboratorios, redes digitales y complejos de datos son condiciones que no están por encima ni por debajo del carácter social de las producciones culturales.
En la cultura, los espacios, los artefactos y las comunidades se entrelazan de manera inseparable, constituyendo las varias formas de identidad que caracterizan nuestras trayectorias. Identidades epistémicas y estéticas. Identidades que permiten organizarse a los grupos sociales alrededor de signos y símbolos de afiliación, afinidades y lealtades.
No hay cultura sin artefactos
La cultura existe depositada en redes de artefactos. No hay cultura sin artefactos. Los artefactos no son medios o instrumentos de representaciones antecedentes, sino medios, o entornos, sin los que la cultura no puede crecer ni florecer. No hay religiones sin artefactos: ídolos, tótems, imágenes, mandamientos escritos en piedra, ritos, vestiduras, máscaras, cilicios, reclinatorios, cálices. No hay educación sin academias, estoas, pizarrones, bibliotecas, lapiceros. No son instrumentos: son estructuradores de posibilidades.
La cultura contiene prácticas y símbolos edificados como sistemas de carácter inmaterial, pero los soportes materiales de tales sistemas simbólicos importan como importa lo constitutivo y no lo meramente accesorio o instrumental.
Así como el cuerpo no es el instrumento ni el esclavo de la mente, tampoco lo son los artefactos. La pelota no es el instrumento del fútbol sino el constituyente de un juego que llamamos balompié. La vieja forma idealista de entender la cultura, como un mundo de significados en la cabeza, se asemeja al entrenador que enseñase a jugar al fútbol con tarjetas en las que apareciese la palabra o imagen “pelota”.
Nichos de cultura material
La cultura se organiza en contextos, dominios, disciplinas, áreas… La cultura material está constituida por nichos. La escritura abrió un nicho material al lenguaje objetivado; la materia pictórica a la imagen; la digitalidad a la hibridación de medios; la bio-info-robótica quizá esté ya constituyendo nuevos nichos culturales.
Aún recuerdo clases de informática en la España medio pobre que no disponía de ordenadores en las escuelas e institutos, donde el profesor enseñaba lenguajes extraños en un pizarrón sin que los alumnos pudiesen experimentar esa tan particular experiencia de escribir comandos y ver sus resultados en la pantalla. El ordenador, entonces, no era un objeto sino un poblador de un sueño aún no realizado.
El profundo túnel de nuestra memoria
Se ha despertado una creciente atención a la dimensión material de la cultura que se originó en trabajos como los de Bourdieu en La distinción, Michel de Certeau en La invención de la vida cotidiana, o del antropólogo Daniel Miller en Culturas materiales y consumo de masas, además de los del ya citado Bruno Latour. Todos ellos han ido elaborando una mirada atenta a la cultura que nace en las fuentes de lo artificial. No es una mera moda o corriente o el prólogo a una nueva disciplina, sino todo lo contrario: el recordatorio de los más profundos túneles de nuestra memoria cultural.
El hecho de que en nuestra historia se hayan dejado a un lado las cosas y los artefactos, considerados bien como meras herramientas, bien como objetos de consumo, por ello sometidos a las fuerzas del mercado, indica mucho sobre los orígenes de la cultura moderna. La falta de atención a lo material es el resultado de una trayectoria de ascesis que busca en el desprendimiento una redención de una supuesta condición de caída y pecado. Sin embargo, en el detenimiento con el que Certeau describe la cocina de los proletarios de Lyon o sus ritos en la mesa excava en la condición humana mucho más profundamente que todos los exámenes de la cultura de la conciencia.
Redes que dan sentido a la existencia
La cultura material está hecha de redes de artefactos y prácticas de uso que son el medio en el que la agencia humana se hace realidad. Las cosas se articulan entre sí y con las relaciones sociales que hacen posibles: no tienen existencia más que en el contexto de las relaciones con otros artefactos y con un complejo de instituciones. Estas redes forman contextos complejos que contribuyen a crear el sentido de la acción humana.
Hanna Arendt habla de hacer de la Tierra un hogar, siempre que dejemos de considerar que los objetos son simples instrumentos funcionales. Esa trascendencia, sostiene Arendt, parece encontrarse exclusivamente en el arte y no en el mundo de las cosas funcionales. Pero aquí Arendt se equivoca. Las cosas raramente son exclusivamente funcionales en el mundo de los humanos. El más simple objeto de cocina entra en una compleja serie de relaciones con el usuario y de éste con el resto.
Uno puede tener la manía de desayunar siempre con la misma taza, que lleva años con un pequeño desconchado y que todos le animan a tirar de una vez, pero el desayuno, responde, tendría algo de desasosegante sin ella. El viejo jersey que te pones al llegar a casa y que te indica que has entrado en un espacio propio lejos del jefe y las obligaciones de vestimenta a la moda que exige tu trabajo, una vieja prenda de la que conoces su biografía porque está entrelazada con la tuya.
Incluso el consumista compulsivo, que almacena o cambia cada poco de gadgets y ropa, lo hace precisamente porque la adquisición parece aliviarle una permanente ansiedad e insatisfacción. La mercancía expuesta en el escaparate tiene algo más que valor de uso o valor de cambio: está rodeada de algo parecido al aura que Walter Benjamin encontraba en las obras de arte. Es un productor de deseo que activa las emociones y sueños del consumidor, pero no como simple consumidor sino como ser que desea, como habitante, quizás bajo condición de malestar, que busca un lugar en el mundo. Las cosas dicen de nosotros lo que somos tanto como nuestros actos.
Fernando Broncano, Lo que las cosas dicen de nosotros, theconversation.com 24/02(2021
El algoritmo en el sentido convencional se enfrenta realmente a alternativas, pero ello no significa que realmente dude: No hay luz, ¿estará la ventana cerrada? Resulta que así es… pues la abrimos. Resulta que está abierta…ha oscurecido.
Estos datos son cualitativos, los datos a los que están sometidos las máquinas llamadas inteligentes son números símbolos o gráficas, pero el principio no cambia. Una entrada, unos pasos a dar (eventualmente alternativos) y una salida a la situación. En principio hay un programa que ordena los datos, que pueden ya haber sido previamente ordenados constituyendo así una información. Base en principio de todo mensaje.
Y aquí el asunto del “banco de datos”, del monto de información que sobre algún asunto se ha llegado a recopilar. Tengo ante mí una máquina susceptible de recibir datos, someterlos a un proceso y devolverme resultados en torno a los mismos.
Ahora bien hay mensajes y mensajes. Supongamos que una computadora está programada para traducir del español al inglés Introduzco el mensaje: “la piedra es una espalda para llevar al tiempo” y recibo la respuesta: The stone is a back to take to time. Y añado: “con árboles de lágrimas y cintas y planetas” recibiendo: with tear trees and ribbons and planets”. Obviamente ante esta traducción literal me digo que la máquina ignoraba que el sentido era metafórico. Pero la pregunta va más allá: ¿captó la máquina algún sentido, metafórico o no?
Víctor Gómez Pin, El hombre cuenta (IV): ¿algoritmo versus duda?, El Boomeran(g), 26/02/2021
Sin la duda no habría siquiera conjeturas sino de entrada afirmación pura y simple. Decir que el conocimiento científico avanza por hipótesis y verificación equivale a decir que en la matriz del mismo está la disposición de un ser que esencialmente duda.
Y por supuesto este aspecto se exacerba cuando consideramos esas actividades humanas como son la búsqueda de creación artística o la toma de partido en una alternativa moral. Pensar no es sólo deliberar pero sí es en gran parte deliberar.
Víctor Gómez Pin, El hombre cuenta (VI): algoritmo versus duda?, El Boomeran(g), 26/02/2021
Com Plató, Locke, Hobes o Rousseau, Rawls treballa amb situacions ideals, o “experiments mentals”. Ni el filòsof rei va existir mai, ni s’han fet guerres de tots contra tots, ni l’estat de naturalesa té cap altre sentit que el d’obligar-nos a reflexionar sobre el que podia haver estat i sobre la diferència entre la realitat i l’ideal. Alguns dels experiments mentals rawlsians (“l’única manera justa de tallar un pastís és que qui el talla no sàpiga quin tros se’n menjarà”) són gairebé tòpics obligats en una bona classe sobre la justícia. Tècnicament, aquesta és la idea de la “posició originària” de la teoria de la justícia.
Seguint una proposta de l’economista William Vickerey i la “teoria de jocs” de John Hersany, Rawls apel·là a un instrument anomenat “vel d’ignorància”,(a la Teoria de la justícia es tracta de la “situació original”). Rawls ens proposa pensar la justícia com l’opció que triaríem sota una situació de “vel d’ignorància” si no sabéssim quina és la nostra classe social, la nostra educació, el nostre sexe o la nostra raça.
Aquesta teoria ideal ha estat molt discutida per abstracta, perquè al món real els individus mai trien sense saber quin són els seus interessos. Però té una conseqüència interessant. Si hi prenguéssim com a principi l’opció del vel d’ignorància, la justícia no funcionari segons un criteri d’igualtat estricta, ni d’utilitat interessada, sinó d’equitat. O el que és el mateix: no donaríem a cadascú el mateix, sinó el que necessita per viure en condicions de dignitat, perquè nosaltres podríem ser també desafavorits algun dia. D’aquí, per exemple, la necessitat de les polítiques compensatòries envers grups minoritzats, que defensen avui totes les opcions polítiques progressistes.
Com diu Jiménez Girao: “el que pressuposa Rawls és una societat de persones raonables per fer una democràcia justa. Però per voler cooperar no es pot estar ni en la misèria ni ser riquíssim. Per això en societats molt polaritzades hi ha pocs rawlsians. Els youtubers que marxen a Andorra per no pagar impostos segur que no han llegit Rawls, ni estan a favor de l’equitat. És obvi”. Suposadament, els individus racionals (per a Rawls tan sols són “individus racionals” els qui no estan corcats per l’enveja, cosa que cal tenir en compte!) voldrien ser també individus justos i viure en societats estables. “Rawls –diu Vergés– suposa que tots els ciutadans són lliures, iguals, raonables i racionals”. “No sé si és molt suposar. Potser és poc realista veient la mena de gent que som. Però en tot cas és una hipòtesi més digna que suposar que tothom viu manipulat i duu una vida de misèria”, rebla Jiménez Girao.
El bo i el just
“Metodològicament, Rawls va optar per fer una cosa que en la filosofia europea continental se li ha retret molt, però que és crucial en la seva obra: va diferenciar el bo del just, i va optar pel just”, recorda Vergés per a qui l’experiència de Rawls, que havia fet el servei militar al Japó durant la II Guerra Mundial, i la lluita pels drets civils dels afroamericans, són experiències decisives a l’hora de plasmar teoria rawlsiana de la justícia. En un dels seus últims articles, que porta per títol “50 anys després d’Hiroshima”, publicat en 1999, encara és patent el sentiment d’injustícia que experimentava Rawls en recordar les circumstàncies del bombardeig.
Rawls pensava, d’acord amb els principis de la Constitució americana, que cadascú té el dret a buscar la seva pròpia felicitat, però que la justícia és el criteri decisiu per determinar què és una bona societat. Cadascú pot tenir la seva pròpia opinió sobre Déu, sobre com ha de viure o sobre com passar les vellúries. Això és el que ell anomenava una “doctrina integral”. Però ningú ha de poder imposar-la als altres i, en canvi, si és racional, ha d’acceptar que els criteris de llibertat o de justícia han de ser respectats per tothom. Ho resumia en una frase que s’ha fet famosa: “Si l’esclavatge no està malament, res està malament”. No hi ha consideracions d’utilitat que valguin a l’hora de justificar cap injustícia.
El programa d’investigació al qual Rawls va dedicar tota la seva vida es pot resumir en una pregunta: com és possible que existeixi i es perpetuï una societat justa i estable, constituïda per ciutadans lliures i iguals però que fan opcions incompatibles, tot i ser racionals. En definitiva, la qüestió és com fer possible que la llibertat sigui justa. Les democràcies són febles perquè són pluralistes, val a dir, perquè admeten diversos sistemes de valors i hi coexisteixen opinions diverses sobre el bé. Cal, doncs, que hi hagi un seguit de principis de justícia que resultin compatibles amb el pluralisme. Al pròleg de la traducció catalana de la Teoria de la justícia (ed. Accent, Girona, 2010), el professor Vergés valora l’obra de Rawls perquè evita “confondre la imparcialitat amb la impersonalitat” i, en conseqüència, permet donar empara a la diversitat i al pluralisme.
Justícia com a equitat
Segons va escriure Rawls a la Teoria de la justícia, de manera general en una societat que podem considerar justa: “Tots els valors socials (...) han de ser distribuïts a parts iguals, tret que alguna distribució desigual d’algun o de tots aquests valors sigui en benefici de tothom”. Aquest axioma es desplega en els dos principis de justícia que va argumentar extensament al seu llibre. D’una banda, cal un “principi de llibertats bàsiques iguals”, de manera que tothom pot reclamar el que anomena “un esquema planament adequat de llibertats bàsiques iguals”, compatible amb les llibertats de tothom.
Ara bé, l’igualitarisme s’ha de matisar perquè sense unes dosis de desigualtat no hi hauria incentiu socials per progressar, ni per assumir més responsabilitats. La desigualtat, doncs, pot generar més eficiència, i fer-ho en benefici de tothom. D’aquí que les desigualtats s’han de gestionar d’acord a “condicions d’igualtat d’oportunitats equitativa” i promovent “el major benefici per als membres menys avantatjats de la societat”, segons el que anomena “principi de la diferència”. Som rawlsians quan, per exemple, reservem determinades places per a membres de les minories que no hi podrien accedir per manca de mitjans. Òbviament, el liberalisme rawlsià no té res a veure amb el “liberalisme de mercat”, perquè accepta la lliure competència només dins un marc regulat i procura corregir les desigualtats a través d’un criteri distributiu.
Si no hem fet res per néixer en una família rica o en una de pobra, blancs o negres, catalans o australians, no hi ha cap raó tampoc per tal que la justícia afavoreixi determinades institucions socials o determinats grups. Tothom ha de tenir llibertat de consciència, llibertat d’associació, llibertats personals, dret a vot, a ocupar càrrecs públics, en les mateixes condicions. Sense igualtat d’oportunitats no hi ha justícia. Cap privilegi és, doncs, acceptable ni per raó de classe, ni de sexe, ni de religió o de raça. I això a l’època de Vietnam tenia una primera conseqüència: cap estudiant universitari tenia dret a saltar-se el reclutament militar amb l’argument que els universitaris eren necessaris per al progrés del país.
Segons Rawls, la societat ha d’organitzar-se de manera que neutralitzi al màxim l’impacte de la mala sort natural o dels atzars social (penseu en el pes de la família o del lloc on neix) i la justícia ha d’actuar sobre aquestes perspectives al llarg de la vida individual. Les desigualtats no desapareixen en absolut, però els més desafortunats –els més penalitzats pel destí– serien els primers a beneficiar-se’n.
Ramon Alcoberro, John Rawls en el seu centenari, eltemps.cat 15/02/2021
La transparencia es un principio cada vez más reclamado para mejorar la calidad democrática. Como parece sugerir la intuición –y se traduce en un extendido lugar común–, cuanto más visible sea el proceso político, más capaz será la ciudadanía de vigilarlo críticamente. Ahora bien, al igual que más información no significa siempre y necesariamente mejor conocimiento, la espectacularización de la política no nos la está haciendo más comprensible. Dicen los físicos que una partícula modifica su comportamiento cuando es observada. Si esto pasa en el mundo material, qué no pasará en el mundo social. Los políticos, que se saben así observados, tienden a sobreproteger sus acciones y discursos hasta el punto de encorsetar su comunicación y no decir realmente nada, de ser demasiado previsibles. En ocasiones se confunde transparencia con exhibición y se nos muestran los aspectos más insignificantes de su vida privada, que nos ocultan lo que de verdad tendría que interesarnos, su vida pública. Y si exaltamos la transparencia hasta el punto de condenar la discreción estaremos imposibilitando ciertos acuerdos que son imposibles cuando los procesos de negociación son retransmitidos en directo.
El otro caso de disfuncionalidad tiene que ver con ciertas medidas de regeneración democrática que se adoptaron en su momento para combatir la corrupción. En plena presión popular para elevar las exigencias de integridad hacia los políticos se aprobaron leyes que obligaban a dimitir a quien tuviera la condición de investigado. Nadie dudaba entonces de que la amenaza de un castigo anticipado iba a disuadir las malas prácticas y ninguna fuerza política era capaz de oponerse a las medidas de mayor dureza, incluso a aquellas que pudieran entrar en contradicción con la presunción de inocencia o que dieran un poder inusitado a los jueces para condicionar antes de la correspondiente investigación y eventual condena la composición de los gobiernos. La presión populista impedía ver hasta qué punto esta severidad desequilibraba la división de poderes e incentivaba en los políticos una conducta que está en contradicción con lo que esperamos de ellos. Lo que de este modo se premiaba no era un tipo de comportamiento más ético sino más conservador. Si para tomar una decisión política arriesgada eran necesarios informes previos, a partir de tales disposiciones los políticos pedirán más informes técnicos, para probablemente acabar no haciendo nada. De este modo no es la ciudadanía la que se empodera sino los técnicos y los funcionarios.
La gran pregunta que nos deberíamos hacer es para qué están los políticos y para qué los necesitamos. Si recorremos todo nuestro sistema político, desde la gestión administrativa hasta el nivel de los representantes en la cúspide, constatamos una mayor incertidumbre en cuanto a las decisiones que se deben adoptar. La Administración es un espacio donde el riesgo está muy reducido gracias a diversos protocolos y rutinas; en el plano más propiamente político es donde se toman las decisiones que, desde el respeto a los procedimientos administrativos, por supuesto, se refieren a asuntos para los que hay menos evidencias y más contingencia, donde se realizan las grandes apuestas políticas. La confrontación ideológica es allí mayor precisamente porque las decisiones no están fijadas por una objetividad y unos saberes expertos indiscutibles. Allí están, por cierto, quienes tienen mayor legitimidad democrática, porque elegimos a nuestros representantes políticos y no a nuestros funcionarios.
Hay una zona de fricción entre la Administración y los representantes políticos. El roce entre los criterios administrativos y las directivas políticas es beneficioso para ambos. Podríamos sintetizarlo en la idea de que la Administración corrige la frivolidad de los políticos y los políticos corrigen el conservadurismo de los funcionarios. Cuando hablamos de autonomía de la Administración o de primacía de la política no estamos hablando de una estricta separación o de una rígida jerarquía, sino de dos dimensiones de la gobernanza democrática que deben ser armonizadas. Este equilibrio parece haberse roto en beneficio de una forma de hacer política que responde con exactitud al modo en el que Foucault caracterizaba al poder como “pobre en recursos, parco en sus métodos, monótono en las tácticas que utiliza, incapaz de invención y como condenado a repetirse siempre a sí mismo”. Si nos resulta difícil contestar a la pregunta acerca de para qué sirve la política podríamos sustituirla por aquella que se plantea a quién beneficia esta despolitización.
Daniel Innerarity, El ocaso de la creatividad política, La Vanguardia 13/02/2021
"El idiota hipermoderno es un problema contemporáneo que va a ser más acuciante porque los algoritmos de las redes sociales no están por la labor de ofertarte una pluralidad en la visión del mundo sino de reforzar tus intereses y eso es lo que está conduciendo al aumento de ese perfil", ha indicado el filósofo José Carlos Ruiz en una entrevista con Efe.
Explica que este "idiota" no necesita contrastar informaciones porque se somete a su sesgo de confirmación, y tacha de conspiración, manipulación o falsedad cualquier evidencia que pudiera negar o poner en duda aquello de lo que está convencido: "como buen idiota pierde la capacidad de escuchar al otro, que piensa diferente a él".
Y se pregunta: "¿dónde hay que poner el foco de la responsabilidad, en las empresas que intentan captar tu atención y someterla el máximo tiempo posible porque le es rentable o en los procesos políticos, en nosotros mismos, porque no abogamos porque en la educación infantil y primaria se ponga una asignatura de pensamiento crítico?".
Agencias, Un filósofo advierte del problema de los "idiotas hipermodernos", La Vanguardia 03/02/2021
Tönnies va considerar la família com l’expressió més clara de la “comunitat”: el dret natural que presideix la seva formació pot ser considerat estrany a les lleis d’un Estat; i per això el sentit de corporació apinyada, estable i sòlida fa que la família, o el parentesc, puguin convertir-se en la cèl·lula més petita d’una “germania” de més volada, que pot abraçar milions de persones: va succeir en la fundació de noves religions (Luter s’adreçava a “la gran família dels alemanys”), i ha succeït en el cas dels renovats anhels nacionalistes a Europa, al segle XX i continuació, amb un component inevitable de fe, esperança i exaltació. Hi predominen, per tant, l’amor, la solidaritat i la defensa aferrissada d’una essència, oposada a l’existència de qualsevol marc legal superior. Per això les sancions que un Estat de dret imposa als membres d’una comunitat adelitada per una idea de “corporació tancada” sempre seran considerades com a “repressió”, quan només són l’evidència de l’aplicació del marc legal general, superior a tota “comunitat” particular.
Per contra, la “societat” (Gesellschaft) equival a la suma articulada d’associacions, partits (sempre diversos) o cultes religiosos i, per damunt de tot, d’individus vinculats responsablement a normes universals, sempre votades per la ciutadania en un Estat democràtic i de dret. Tönnies posava com a exemple d’una “societat”, a una escala molt petita, qualsevol empresa, en la qual amos, directius i treballadors poden tenir molt poc en comú pel que fa a les idees polítiques, però configuren una unitat adreçada a la prosperitat dels uns i els altres.
Com que les societats estan més basades en el dret que emana de les constitucions i de les lleis que en una fraternitat emocional, aquestes coneixen conflictes de classe (així les lluites entre amos i treballadors), racials (altra vegada molt potents a les societats contemporànies) o de caire religiós. Però les societats, a diferència de les comunitats, no resolen aquests conflictes per la via d’un acord o d’una voluntat afectiva, sinó dins el marc de les lleis del conjunt de la societat, modificant-les si cal. Quan una comunitat suposa que les seves decisions estan al marge de les lleis de la societat com un tot (generalment sota la forma d’un Estat), llavors la comunitat entra en un carreró sense sortida, o amb una sortida imposada per la llei general, que sempre incomoda els defensors de tot ideal o estructura “comunitaris”.
El nacionalisme és un moviment polític que suposa certs avantatges en la mesura que agermana (dir “sense conflictes” seria una il·lusió) els membres d’una comunitat engrescada per una idea o emocions ben relligades, difícils d’eliminar un cop s’han forjat. Però quan una pulsió nacionalista (com a magnificació de l’esperit “familiar” o “comunitari”) arrela en els individus només com a ideal, i quan s’alimenta solament de l’emoció o de la sensibilitat, llavors topa amb les lleis que s’ha donat una societat més àmplia sota la forma de l’Estat i de les Constitucions, estructures gens emocionals o merament administratives. Llavors la lleialtat envers un ideal comunitari xoca, per força, amb les estructures de la societat, les quals no demanen ni lleialtat ni emoció, ni apoteosis ni símbols, sinó “contracte civil”. Quan un segment de la població, per ampli que sigui, actua amb els mecanismes clausurats de tota “comunitat” i no en el dret relatiu a una societat de més gran complexitat, inevitablement oberta, llavors aquella comunitat té feines i treballs a redefinir-se com a societat amb interessos diversos.
Jordi Llovet, Comunitat i societat, El País 05/02/2021
“Nadie tiene la última palabra: tú puedes afirmar que una declaración está establecida como conocimiento sólo si puede ser refutada, en principio, y sólo en la medida en que aguanta los intentos de refutarla.”
Platón dedicó una buena parte de su obra a refutar a Protágoras. Es una pesada ironía que casi todo lo que conocemos de este filósofo de Abdera se lo debamos a su adversario discípulo de Socrates. Es como si los escritos y comentarios sobre Marx hubiesen desaparecido y solo conservásemos la obra de Isaiah Berlin. Que no es poco, aunque paradójico. Platón habla sobre él directamente en varios diálogos, pero sobre todo en el Protágoras, donde le permite un largo discurso que comienza con el mito de Prometeo y defiende la virtud ciudadana y la capacidad de educarla. En él, Protágoras se dirige a Sócrates quien le había preguntado si si creía que puede enseñarse algo que concierne al gobierno de la ciudad:
Conque, medita del modo siguiente: ¿acaso existe, o no, algo de lo que es necesario que participen todos los ciudadanos, como condición para que exista una ciudad? Pues en eso se resuelve ese problema que tú tenías, y en ningún otro punto. Porque, si existe y es algo único, no se trata de la carpintería ni de la técnica metalúrgica ni de la alfarería, sino de la justicia, de la sensatez y de la obediencia a la ley divina, y, en resumen, esto como unidad es lo que proclamo que es la virtud del hombre (324 d-325 a)
Sabemos que Protágoras, probable discípulo de su paisano Demócrito, filósofo peregrino que iba de ciudad en ciudad alquilando sus lecciones, que estuvo cierto tiempo en Atenas y fue amigo de Pericles, que tal vez coincidió (y quizás compitió) con Sócrates, más joven que él, enseñaba no solamente las artes del discurso sino también la filosofía política y moral de la democracia. Sabemos, por una sola frase, que Protágoras es el iniciador de esa extraña actitud en filosofía que llamamos humanismo: πάντων χρημάτων μέτρον ἔστὶν ἄνθρωπος, τῶν δὲ μὲν οντῶν ὡς ἔστιν, τῶν δὲ οὐκ ὄντων ὠς οὐκ ἔστιν. El hombre es la medida de todas las cosas, de las que son en cuanto que son, de las que no son en cuanto que no son.
Fernando Broncano, La escala humana, El laberinto de la identidad 30/01/2021
Las amenazas a nuestra convivencia democrática no son esas quiebras brutales, sino otras formas inéditas de degradación. Por muy preocupantes que sean los desafíos que plantea la extrema derecha, no estamos ante una segunda oleada de pre-fascismo; nuestras sociedades están más desarrolladas y son más interdependientes. Más que complots contra la democracia, lo que hay es debilidad política, falta de confianza y negativismo de los electores, oportunismo de los agentes políticos o desplazamiento de los centros de decisión hacia lugares no controlables democráticamente. En vez de manipulación expresa, estamos construyendo un mundo en el que hay un combate más sutil y banal por atraer la atención. Los personajes que amenazan nuestra vida democrática son menos unos golpistas que unos oportunistas; su gran habilidad no es tanto hacerse con el poder duro como lograr atraer el máximo de atención.
Si la debilidad de la democracia se debe más a la cultura política dominante que a la amenaza que representan los sujetos particulares, su fortaleza aumentará en la medida en que construyamos instituciones que no están demasiado condicionadas por quienes eventualmente las dirijan. La democracia es resistente justo en la medida en que no depende demasiado de las personas que ocupen el poder, sino fundamentalmente de que el sistema institucional limite a esos gobernantes. Nos fijamos demasiado en las cualidades de los lideres, pero la clave de la resistencia democrática está más bien en otra parte, aunque no sea irrelevante, por supuesto, quién esté al frente de las instituciones. Barack Obama fue el presidente de las promesas, pero el entramado institucional no permitió realizarlas todas o en la medida deseada. Ese mismo entramado fue el que afortunadamente limitó la frivolidad del presidente Trump.
Creo que el juicio sobre la debilidad o la fortaleza de la democracia se deriva enseguida hacia las propiedades que quien ocupa las instituciones y atiende muy poco a las características de esas instituciones. Hoy en día la acción política se ha focalizado en una competición entre personas, sus programas, sus buenas (o malas) intenciones o su ejemplaridad moral. Por eso hablamos de liderazgo con unas connotaciones tan personalizadas, la atención pública se interesa principalmente por las cualidades de quienes nos gobiernan, nos preocupa más descubrir a los culpables que reparar los malos diseños estructurales. Frente a esta tendencia a confundir la calidad de la democracia con la calidad de sus dirigentes propongo que dirijamos la mirada y el esfuerzo en otra dirección. Se gana mucho más mejorando las instituciones que mejorando a las personas que las dirigen. No deberíamos esperar tanto de las virtudes de quienes están eventualmente al mando, ni temer mucho de sus vicios; lo que realmente deberían inquietarnos es si las instituciones están correctamente diseñadas.
Las sociedades están bien gobernadas cuando lo están por instituciones en las que se sintetiza una inteligencia colectiva y no cuando tienen a la cabeza personas especialmente dotadas. Podríamos prescindir de las personas inteligentes, pero no de los sistemas inteligentes. Es lo que se suele decir de otra manera: una sociedad está bien gobernada cuando resiste el paso de malos gobernantes.
De alguna manera esto hace al régimen democrático menos dependiente de quienes lo dirigen, resistente frente a los fallos y debilidades de los actores individuales. Por eso la democracia tiene que ser pensada como algo que funciona con el votante y el político medio. Únicamente sobrevive si la propia inteligencia del sistema compensa la mediocridad de los actores y la ineptitud e incluso maldad de muchos de sus dirigentes.
Daniel Innerarity, El mito de la fragilidad democrática, diariosur.es 31/01/2021
El politólogo estadounidense Michel Barkun habló en una ocasión de los tres supuestos básicos de las teorías de la conspiración: todo está relacionado con todo, todo está planificado y nada es lo que parece. El segundo punto me parece decisivo, pues la historia no se puede planificar. Está claro que acontecen reuniones y declaraciones de buenas intenciones entre personas importantes, pero es improbable que permanezcan en secreto durante mucho tiempo y que produzcan los grandes acontecimientos planeados. En nuestro día a día también lo vemos. Tras una reunión de trabajo, pocas veces ocurre lo que se ha propuesto después de una larga discusión.
… los conocimientos de las ciencias sociales modernas se muestran insuficientes para este tipo de explicaciones. Hoy sabemos que los sistemas sociales complejos, con sus muchos participantes que persiguen propósitos distintos, producen efectos automáticos que nadie había deseado de manera consciente que sucedieran de esa suerte. Los que creen en la conspiración no pueden aceptarlo. Podría decirse que perciben la historia desde atrás. Observan un suceso y se preguntan: ¿quién ha salido beneficiado? Ese es el responsable. Por ejemplo, es totalmente cierto que George W. Bush utilizó los atentados del 11 de septiembre para poner en práctica su agenda política. La suposición de que por ese mismo motivo su Gobierno encomendó los ataques, ¡es una cosa muy distinta!.
El motivo por el que estas ideas aparecieron por primera vez durante los siglos XVII y XVIII es, probablemente, la Ilustración. Con el derrumbe del concepto de Dios aparece, de repente, un vacío que se debe llenar. Si no es Dios quien mueve los hilos en secreto y dirige la suerte del mundo, entonces ¿quién es?
Joachim Retzbach, entrevista a Michel Butter: “La historia no se puede planificar”, Mente y Cerebro, nº 84, 2017
Escuchar las resistencias cada vez significa cuestionar que estas asuman siempre la misma forma y sigan siempre una misma lógica. Es lo que Foucault trató de plantear en 1977 en una célebre entrevista con Jacques Rancière titulada ‘Poderes y estrategias’.
En ella Foucault llama «plebe» a las resistencias, «lo que responde a toda avanzada del poder con un movimiento para deshacerse de él». La plebe no se opone al poder como si fuese un duelo, una batalla napoleónica, un frente a frente, sino que más bien «hay plebe» allí donde hay relaciones de poder y ambas atraviesan la superficie social entera. Lo que se cuestiona en este planteamiento de Foucault es el esquema y la lógica de la contradicción. Hay relaciones de poder y plebe tanto en el proletariado como en la burguesía. El conflicto no siempre opone dos bloques simétricos, sino que es una dinámica viva y cambiante, movediza y nómada.
¿Qué es entonces la crítica? Foucault habla de «pensar por funcionamientos». Algo muy distinto a un juicio o una condena moral, a una queja victimista o una denuncia, a una proyección de sueños o utopías. Es la descripción de las distintas estrategias que se despliegan en la pelea, de los distintos movimientos de las fuerzas en presencia. No trata de explicarlo todo a partir de un punto de origen o un foco central de dominación (el Poder, el Valor, el Espectáculo, etc.), sino de describir los funcionamientos concretos enzarzados en un determinado conflicto. Estrategias móviles, dinámicas específicas, no La Gran Contradicción.
«Tomar el punto de vista de la plebe, que es el del reverso y el límite en relación al poder, es indispensable para hacer el análisis de sus dispositivos, a partir de ahí pueden comprenderse su funcionamiento y sus transformaciones». Sólo desde la vida dañada de los locos, los enfermos o los prisioneros y sus resistencias se puede entender el manicomio, el hospital, la prisión. Sólo desde la anomalía podemos entender la normalización.
La crítica totalizadora es perezosa y repetitiva porque aplica sobre cualquier punto de la sociedad el mismo esquema a priori, jerarquizando las resistencias (antes los obreros que las mujeres, antes las mujeres que los trans…) en lugar de analizar el impacto de cada lucha, lo que cada una pone en juego y cuestiona, su extensión propia y sus conexiones específicas. No escucha singularidades. Es una mirada desde las cumbres, a vuelo de águila, mientras que el punto de vista situado de la plebe produce «saberes estratégicos».
Un buen ejemplo de este proceder crítico-estratégico me parece que sería hoy la forma en que construyen hoy saberes y movimiento ciertos feminismos latinoamericanos, en los que el «género» funciona como una especie de perspectiva desde la cual percibir, describir y conectar las distintas formas de explotación del trabajo formal e informal, las distintas violencias que se ejercen contra los cuerpos y las tramas comunitarias (desde el endeudamiento hasta el femicidio), las distintas rebeldías e insumisiones al sistema capitalista patriarcal. No a priori, según un esquema teórico, sino concretamente y punto a punto.
La plebe es también uno de los ejes principales de La ofensiva sensible de Diego Sztulwark. Hoy, cuando la línea del frente nos atraviesa por el medio, la plebe pasa adentro, se vuelve interior. El neoliberalismo es la tentativa de confundir deseo y mercado, de convertirnos en sujetos de rendimiento 24/7, de someternos al mandado de productividad total, pero nuestros cuerpos se agrietan y gritan. Por todas partes se abren fisuras y agujeros: ansiedad, depresión, cansancio. Son los «síntomas» Frente a la patologización o culpabilización de los síntomas, Sztulwark nos invita a escucharlos, a aliarse con ellos, a pensar a partir de ellos. Son los agujeros a través de los que podemos ver más allá y pasar más allá.
La crítica ya no es entonces un discurso exterior, que añade conciencia a una impotencia, sino que nos pasa por el cuerpo y elabora algo del cuerpo. Ya no describe simplemente lo que el poder hace, sino que mira desde lo que se rompe, se quiebra y no se deja capturar. Ya no enjuicia o denuncia desde la superioridad moral, sino que habla y busca el contagio desde las propias heridas, las averías y las grietas. La crítica sintomática nos hace escuchar el estruendo de una batalla que se da a la vez dentro y fuera de nosotros mismos.
Tomar este punto de vista de la plebe interior, que es de nuevo el del reverso y el límite en relación al poder, resulta nuevamente indispensable para hacer el análisis de los dispositivos neoliberales: coaching, transparencia, seguridad, fluidez, comunicabilidad. Sin captar el malestar que roe todas las relaciones sociales no podemos entender nada de nuestro presente. Veremos por ejemplo en los fascismos posmodernos que afloran hoy la enésima «vuelta de tuerca» del capitalismo, cuando en realidad son una respuesta a la crisis de neoliberalismo incapaz de imponer plenamente sus modos de vida.
Indeterminación y co-determinación, grietas y hacer, saberes estratégicos y funcionamientos, plebe y síntomas… Distintos caminos para reinventar la crítica como pensamiento de la pelea, como método de la crisis, como escucha de los agujeros que se abren una y otra vez en la dominación.
Amador Fernández Savater, ¿Qué es el pensamiento crítico?, lobosuelto.com 20/01/2021 [lobosuelto.com]Estos perfiles son los objetos convertidos en mercancías por los que compiten las empresas depredadoras de datos. Sin embargo, obsérvese que la información tiene algunas características particulares. Como todo lo que ocurre en el mundo, la información tiene una base material en la energía: la cámara que te observa capta frecuencias luminosas, las transforma en señales eléctricas que acaban en circuitos en los almacenes de la nube y son procesados por otros circuitos que almacenan programas o algoritmos. Pero, a diferencia de la energía que nunca desaparece sino que se transforma, la información sí desaparece. Al menos la información útil. La información es datos interpretados por los procesadores algorítmicos que crean a su vez patrones. Pero este proceso es increíblemente frágil: los datos pueden estar corruptos en el sentido de que produzcan información incorrecta, pero, sobre todo, los procesadores de información, por el momento, solamente son sensibles a los datos inmediatos y actuales, no a lo que puede cambiar: observan patrones que dependen de lo que hacemos y de lo que hemos hecho. Por ejemplo, las recomendaciones de Amazon, Spotify o de Google, dependen de perfiles que tienen dos bases: tus últimos consumos y tu historia de consumo. Esta base es sumamente frágil porque como todos sabemos, depende de muchos factores contingente como lo es nuestra propia historia.
Los algoritmos como tales no serían particularmente útiles si no fuese porque interactúan con nuestros cerebros, cuerpos y afectos generando un efecto secundario: no solamente extraen datos de nuestra privacidad, pero esto no sería demasiado peligroso porque siempre estamos cambiando. Lo que hace útiles a los datos es que los algoritmos también producen privacidad. Las listas de Spotify no solamente difunden música, también crean fono-identidades. Las listas de reproducción son objetos con los que creamos nuestra propia subjetividad, las “bandas musicales” de nuestra vida. Lo mismo ocurre con las plataformas visuales y las plataformas de experiencias: Uber y Ryanair nos constituyen como viajeros previsibles, ordenan los movimientos de nuestros cuerpos, Zara o las franquicias nos constituyen como identidades sociales. Recuerdo que, hace tres décadas, en la era del “gimme two” de los outlets de Estados Unidos, cuando alguien me dijo “¡Tommy Hilfiger!, ¡eso es ropa de negros!” (en el barrio Salamanca se escuchan cosas de estas cada momento).
Foucault intuyó estos cambios en su idea de la biopolítica. En estadios primitivos del capitalismo pensaba en prácticas discursivas, en cambios que se reflejasen en el discurso. Fue su etapa genealógica, algo que cambia en sus últimos años cuando comienza a pensar que la creación de instituciones y el saber del estado se sostienen o caen juntas: el estado necesita establecer instituciones que normalicen para que sus clasificaciones se hagan verdaderas. Es un problema básico de información y no de energía. La información desaparece rápidamente, como bien saben los servicios de inteligencia: los secretos no son más que estadios efímeros antes de aparecer en la prensa. Para que la información sea económicamente útil (a diferencia de los secretos sobre lo particular de los servicios de inteligencia) tiene que venir de bases normalizadas y robustas. Los algoritmos son eficientes si y solo si producen identidades, subjetividades inducidas, si no son simples representaciones de datos sino productores de sistemas que producen datos. La base material sobreviniente del complejo C-M-C en el capitalismo global de los big data ya no es solamente un ejercicio de la conservación de la energía. Tiene que controlar continuamente el flujo de datos para que estos produzcan información útil. Obviamente este ciclo se sigue manteniendo sobre nuevas formas de trabajo de las que los algoritmos son solamente colaboradores. Y pensar en estas formas es sin duda una de las tareas más urgentes para entender nuestro tiempo.
Cabrían muchos ejemplos, pero quizás, muy rápida y descuidadamente propondría dos: las subprime que crearon la crisis del 2008 eran producto de la producción de subjetividades neoliberales. La burbuja inmobiliaria no habría existido sin la producción de la identidad: individuo-familia-vivienda. La burbuja actual de la educación no existiría sin la producción de biografías-currículo en las que el deseo de ser una historia normalizada ordena las trayectorias y los préstamos para obtener títulos. Todo eso sería imposible si solo fuesen los algoritmos: se necesitan subjetividades ahormadas. Otro ejemplo próximo ha sido el uso que ha hecho Trump de la información (que pasará a la historia como un genio de la manipulación de los nuevos sistemas informacionales): Trump sabía muy bien del poder performativo de los algoritmos. Sus tuits "fake news!" tenían el objetivo de producir desconfianza de la información y por tanto inutilización de las armas del adversario, al tiempo que sus continuos mensajes producían subjetividades proclives al consumo de sus productos como las teorías de la conspiración. Nadie como él entendió tan bien la fragilidad del algoritmo.
Fernando Broncano, Fragilidad del algoritmo, El laberinto de la identidad 16/01/2021
No hay forma de escapar a esta paradoja: el proceso que constituye el universo (es decir, la historia de la transformación de la energía) sólo aparece muy dilatado en razón de que un ser efímero, “desde su enfermedad, desde su nada”, estupefacto ante su entorno, se esfuerza por ordenarlo y contarlo a la vez que persiste en conferirle un sentido ...
Víctor Gómez Pin, El hombre cuenta (I): desde su enfermedad, desde su nada, El Boomeran(g) 14701/2021