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Lee McIntyre, Posverdad, Madrid, Editorial Cátedra 2018
Disonancia cognitiva: Estado psicológico en el que creemos simultáneamente en dos cosas que están en conflicto entre sí, lo que crea tensión psíquica.
Efecto contraproducente: Fenómeno psicológico por el cual la presentación de información verdadera que entra en conflicto con las creencias erróneas de alguien hace que esta persona crea en dichas ideas con más fuerza aún.
Efecto Dunning-Kruger: Fenómeno psicológico por el cual nuestra falta de capacidad para hacer algo causa que sobreestimemos enormemente nuestras destrezas reales.
Falsa equivalencia: Sugerir que dos puntos de vista tienen igual valor, cuando es obvio que uno de ellos está más cerca de la verdad que el otro. A menudo es usada para evitar acusaciones de sesgo partidista.
Hechos alternativos: Información dada para desafiar la narración basada en hechos que son hostiles a las creencias que uno prefiere.
Noticias falsas (fake news): Desinformacionescreadas deliberadamente para que parecezcan noticias reales con la intención de ejercer un efecto político.
Posmodernismo: Cualquier conjunto de creencias asociado con un movimiento en el arte, la arquitectura, la música y la literatura que tienda a descartar la idea de la verdad objetiva y de la existencia de un marco de evaluación política neutral.
Posverdad: Subordinación de la verdad a intereses políticos.
Razonamiento motivado: Tendencia a buscar información que apoye lo que queremos creer.
Sesgo de confirmación: Tendencia a dar más peso a la información que confirma nuestras creencias preexistentes.
Silo informativo: Tendencia a buscar información de fuentes que refuerzan nuestras creencias y a bloquear las que no lo hacen.
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Tenemos una pandemia y queremos acabar con ella, sin perjudicar de paso a la economía. Para eso tomamos unas medidas. Pero, ¿cómo saber que hemos tomado la mejor de todas? En principio, viendo si funciona: si la pandemia remite y finalmente se acaba, y el país no se sume en la ruina por el camino, es que hemos hecho bien. Pero científicamente eso es insuficiente. Podríamos estar cayendo en una falacia post hoc, ergo propter hoc de manual: hago A, ocurre B, por tanto, A es la causa de B. Es el error básico de las supersticiones: tengo una pata de conejo, me toca la lotería, por tanto, la causa de que me toque la lotería es mi pata de conejo. Para evitarlo, no queda más remedio que aislar la variable y comparar. En ciencia, para saber si una variable es la causa de un efecto se construye un experimento en el que se comparan dos situaciones totalmente iguales excepto en la variable estudiada. Si el resultado es igual en ambos casos, la variable es irrelevante, si no lo es, entonces la variable es la causante de esa diferencia (y lo repetimos muchas veces para saber también que no es puro azar). En el ejemplo mencionado, dos personas compran lotería varias veces, una tiene una pata de conejo y la otra no: se trata de ver si a una le tocaría la lotería muchas más veces que a la otra.
En el caso de pandemia, un Estado podría estar tomando medidas y acabar con ella. Pero, ¿cómo saber si la pandemia ha acabado por esas medidas y no por otra cosa? ¿Y cómo saber si otras medidas distintas no habrían acabado con la pandemia igualmente o incluso a un menor coste? La primera pregunta requeriría comparar esa medida con simplemente no hacer nada. En principio, cabe la hipótesis de que la pandemia remitiera por sí sola y que, se hiciera lo que se hiciera, sus efectos fueran iguales (si acaso que ocurrieran más tarde o más temprano). Incluso que no hacer nada tuviera mejores resultados que hacer cualquier cosa. Esta opción no se ha ensayado, ni siquiera en Gran Bretaña. Se estima que el coste humano en víctimas del propio virus y del colapso de las UCI sería excesivo. Pero es una estimación, no es empírico porque no se ha dejado que ocurra. No obstante, la probabilidad de esa hipótesis es tan baja que por eso mismo ni se ha ensayado. Su probabilidad viene a ser la misma que tomar la única medida de rezar a Dios o a la virgen favorita de cada cual y no hacer ninguna otra cosa (una medida así no la ha tomado ni siquiera la única teocracia que queda en Europa: el Vaticano).
Suponiendo que no hacer nada, o meramente rezar, no son opciones, ¿qué medida es mejor que otra? Los medicamentos, por ejemplo, no se comparan con no hacer nada, sino con otros medicamentos o con placebos, asumiendo que hacer algo, o por lo menos simularlo, ya de por sí es mejor que no hacer nada. Pero aquí es importante no perder de vista una condición científica como es caeteris paribus: si todo lo demás no cambia. Por ejemplo, para saber si un medicamento es efectivo, se compara a dos grupos de pacientes con los mismos síntomas. A uno se le administra un placebo y al otro el medicamento estudiado (sin que ellos sepan cuál se les administra ni tampoco los médicos que los analizan: experimento doble ciego). Si ambos mejoran igual, el medicamento no vale, pero si el del medicamento mejora más que el del placebo entonces sí vale (si empeora respecto del placebo lo que tendríamos ¡es un veneno!). Pero para eso es muy importante que todo lo demás no cambie. Por ejemplo, si los pacientes de un grupo hacen deporte y los del otro no, no podríamos saber si la mejoría se debe al medicamento o al deporte.
En un laboratorio es relativamente fácil hacer estos experimentos, donde se puede aislar cada variable y controlar que todo funcione caeteris paribus. Fuera del laboratorio es mucho más difícil, así como extrapolar los resultados obtenidos en un laboratorio a fuera del mismo. Esto sucede sobre todo en las ciencias humanas y sociales. ¿Cómo saber que una psicoterapia, una metodología docente, una medida económica o una política social está siendo efectiva por sí misma y no por otro factor?, ¿o que es mejor que nada?, ¿o que es mejor que otra medida alternativa?
La dificultad es cómo comparar en condiciones caeteris paribus. No tenemos dos Españas exactamente iguales en las que podamos hacer una cosa en una y otra en la otra y ver qué pasa. Eso puede que esté pasando en las innumerables Españas de los innumerables universos paralelos pero, como no podemos viajar de uno a otro, de nada nos sirve. Y, además, necesitaríamos varias Españas iguales, para evitar el puro azar.
Comparar con otros países tampoco vale y ya debería ser evidente por qué: no se cumple la condición caeteris paribus. De hecho no se cumple ni siquiera dentro del propio país entre sus regiones. Las diferencias demográficas, climáticas, alimenticias, culturales, etc., de cada región o país son tantas que una medida efectiva o más efectiva en un sitio podría ser nula o peor en otro lugar. Ese es el error de compararnos con China o Corea del Sur, por ejemplo. Sus medidas contra la pandemia han sido muy distintas, y parece ser que ambas efectivas, pero no se puede saber si las medidas chinas hubieran valido en Corea del Sur o las surcoreanas en China, ni tampoco si unas u otras son las mejores o no en las condiciones españolas. Pasa igual con los resultados de las pruebas PISA: Finlandia y Corea del Sur tienen los mejores resultados con metodologías docentes totalmente opuestas. Y puede que lo que sirve en uno y otro no sirva en los demás países.
Lo mismo vale para la experiencia acumulada de anteriores pandemias (como la gripe española, por ejemplo). La distancia temporal y los grandes cambios habidos desde entonces afectan negativamente a la condición caeteris paribus.
La ciencia lo que hace es recoger muchos datos y construir modelos. Pero son eso, modelos, y ya se sabe que un modelo es como un mapa: andamos sobre el terreno, no sobre el mapa. Los modelos son aproximaciones, pero no son verdades absolutas (como nada lo es en ciencia). El modelo geocéntrico estuvo vigente y fue sumamente práctico durante mucho tiempo, pese a estar equivocado. O el de la física newtoniana hasta Einstein. Con esos modelos podemos estimar qué podría pasar teniendo en cuenta esto y esto (lo que sabemos por ahora y sin olvidar lo mucho más que no sabemos) y suponiendo que todo lo demás es irrelevante (que ya es suponer mucho). Dicho sea de paso, eso explica por qué parece que a veces la ciencia va dando bandazos, y que unas veces dice una cosa y otras veces otras: porque conforme aumenta lo que sabe y va descubriendo, van cambiando las conclusiones siempre provisionales. La ciencia se corrige a sí misma interminablemente, para disgusto de quienes “necesitan” verdades inamovibles. En estas circunstancias esto se agrava porque la sed de información nueva está llevando a que se publiquen y difundan estudios preliminares como si ya fueran concluyentes. De ahí que sea posible encontrar un estudio que “demuestra” casi cualquier conclusión que queramos.
Pero entonces, ¿qué nos ofrece la ciencia? Pues datos, hipótesis, modelos, teorías, experimentos, y sobre todo probabilidades… Ni más, ni menos: no nos ofrece respuestas definitivas, absolutas, ni tampoco ocurrencias ni charlatanería. Y esto que nos ofrece la ciencia es lo mejor que tenemos disponible. No puede ofrecernos más (certezas, dogmas) porque sería imposible; conformarnos con menos (charlatanería, pseudociencia, religión, cuñadismo…) sería irresponsable.
Es importante remarcar que la ciencia ofrece sobre todo probabilidades, no certezas. Y, normalmente, ofrece varias y entre las que hay que elegir. Y esto es importante: la ciencia no ofrece criterios científicos para elegir entre ellas. Esa decisión ya no le compete a la ciencia, ahí es donde entra la política basada en ciencia. Veamos un ejemplo sencillo para entenderlo. La ciencia puede calcular la probabilidad de las diferentes opciones en un juego de azar. Por ejemplo, la ruleta rusa. Imagine el escenario. Una pistola de seis balas cargada con solo una y cuyo cargador se gira una sola vez. Puedes jugar hasta cinco veces seguidas o hasta que te toque la bala, claro. Si no juegas, no ganas nada. Si juegas una vez (y no mueres) tienes un premio, y si sigues jugando (sin morir) el premio se incrementa exponencialmente o más: si llegas a dispararte cinco veces sin morir ganas un premio desorbitante (puedes jugar una sexta vez si quieres, pero entonces el premio seguro es el cielo de tu religión favorita, o el infierno, depende de si tu religión castiga allí a los muy tontos). ¿Qué puede decirnos la ciencia al respecto? La ciencia puede calcular las probabilidades de cada una de las opciones. No jugar no tiene premio, jugar una sola vez tiene 5/6 de probabilidades de ganar (pero 1/6 de probabilidades de morir), jugar dos veces tiene una probabilidad mucho menor pero un premio mucho mayor… y jugar cinco veces tiene una probabilidad ínfima pero un premio increíble. También puede detectar errores de razonamiento, por ejemplo, pensar que si antes que yo ha jugado otro, y ha muerto a la primera, la probabilidad de que yo muera a la primera es menor (falacia del jugador: el azar no “recuerda” los resultados anteriores; si la moneda sale cara una vez, no es más probable que salga cruz la siguiente).
Cualquier decisión que tome un gobierno es probable que parecerá desacertada comparada con el juicio al respecto que pueda hacerse a posteriori, con más información y sabiendo el resultado. Así como puede descalificarse en el mismo momento ofreciendo una alternativa igualmente hipotética (sobre todo si no tengo la responsabilidad de ponerla en práctica y asumir sus consecuencias si luego sale mal). De ahí que gobierno y oposición estén condenados a no entenderse (sobre todo si, además, no quieren hacerlo de antemano). Una medida del gobierno del tipo que hemos llamado B en la tabla podría ser criticada por la oposición ofreciendo una alternativa de tipo C (o a la inversa). Volviendo al ejemplo de la ruleta rusa: quien decida no jugar puede ser criticado de cobarde, pero quien juegue una vez y muera puede ser criticado de imprudente. Y puede usarse la misma evidencia científica a favor de cada opción. ¿Es mejor un confinamiento masivo o solo confinar a los grupos de riesgo? Ambos tienen (probables) beneficios y perjuicios así como efectos secundarios y otros impredecibles. Añadamos los problemas que plantean otras opciones que implican dilemas sobre inteligencia artificial (IA) y otras tecnologías y las libertades individuales, etc. Y, en cualquier caso, se haga lo que se haga, siempre quedará la duda de qué habría pasado si se hubiera hecho otra cosa.
En conclusión, la toma de decisiones sobre cómo actuar en esta crisis sanitaria y económica no es puramente científica sino, en última instancia, política. Y así debe ser si esto es una democracia. En democracia, los científicos tienen autoridad pero no poder. En democracia, las decisiones deben tomarse con razones y argumentos que tengan su base en la información científica, pero la base o cimiento no es el edificio. Sobre el mismo cimiento (información científica) pueden construirse varios edificios distintos (las distintas opciones políticas entre las que hay que elegir), igual que hay edificios que no son aptos sobre ese cimiento (las opciones pseudocientíficas o sin base científica alguna). En democracia, el pueblo tiene el poder y lo ejerce a través de sus representantes (por lo menos en teoría), y dichos representantes tienen la obligación de debatir y dialogar entre ellos sobre las diferentes opciones con base científica que tienen disponibles. Y, para disgusto de dogmáticos, no hay una única opción disponible, por lo menos, por ahora, y puede que nunca la haya y no nos quede más que el diálogo. Sea como sea, la ciencia seguirá siendo necesaria (aunque no suficiente).
[www.filosofiaenlared.com]
Nuestra intrincada trama de neuronas condiciona nuestro pensamiento y comportamiento, al mismo tiempo que los posibilita, pero no los determina por completo. Ni siquiera la física acepta hoy el determinismo que fue moda en tiempos de Laplace. Así pues, dado que las personas somos mucho más que un cerebro y un conjunto de neuronas, ni nuestro pensamiento ni nuestro comportamiento podrán ser descifrados únicamente a partir de las neurociencias. Pero, dado que nuestra base fisiológica es condición necesaria de ambos, tampoco podremos prescindir de las neurociencias si queremos entenderlos a fondo.
Reducir todo lo humano al cerebro implica olvidar, por lo pronto, el resto del organismo, así como a la persona en su conjunto, entendida como un todo integrado. En consecuencia, parece recomendable una interpretación y un cultivo de las neurociencias en modo co-; es decir, en comunicación y colaboración respetuosa con otras muchas disciplinas, en lugar de una neurociencia en modo su-, cuya aspiración sería la de sustituir y suceder a las disciplinas humanísticas.
La neuroética, por poner un ejemplo, será el campo en el que se comuniquen y cooperen las neurociencias y la ética, desde el mutuo respeto a sus respectivas identidades y metodologías. Sería un error, que probablemente conduciría a la frustración, interpretar la neuroética como la disciplina neurocientífica llamada a reemplazar a la ética filosófica. Semejante sustitución sería más bien una simple suplantación de la ética, tal y como esta se ha entendido tradicionalmente, por un sucedáneo. Algo parecido vale para el neuroderecho, la neuroeconomía, la neuroestética, el neuroarte, la neurofilosofía, el neuromárketing, la neuroteología, la neuromedicina, la neurolingüística, la neuropsicología, la neuropsiquiatría, la neurosociología, la neuropedagogía, la neuropolítica...
Mientras que la neurociencia entendida en modo su- no augura sino frustración, la neurociencia en modo co- tiene un gran valor ya en el presente y promete un futuro muy esperanzador, pues nos ayudará a conocer buena parte de las condiciones de posibilidad de nuestro comportamiento y de nuestro pensamiento.
Alfredo Marcos, Neurociencia: evitar el desengaño, Investigación y Ciencia Marzo 2016
Si hubiera que elegir una palabra-símbolo que visualizase el ser de nuestra época seguramente sería viral. Expresa nuestra prepotencia: el sueño de la ubicuidad propia sólo de los dioses, instantaneidad global, conectividad total, transmisión supersónica y la floreciente sincronía con la que nos gusta contagiarnos mentalmente. Nuestro orgullo es ser virales. Lo que no sea viral no es nada. No hace falta ponerse freudiano para darse cuenta de que esa viralidad expresa el soñado supertamaño de nuestra virilidad. Y lo dejo ahí, sin ir más lejos ni entrar en más profundidades, que se podría. Como pasa con tanta frecuencia en la Historia, esas ensoñaciones terminan en el sarcasmo cadavérico. Hay algo que nunca deberíamos olvidar: el sarcasmo de la vida es la muerte. Como se está viendo. Lógicamente, el gran sarcasmo de nuestra viralidad tenía que ser un virus. He ahí la paradoja y el ridículo. Desde que el mundo se creara hace millones de años, en cuanto aparecía una plaga, epidemia o peste los humanos la interpretaban como una advertencia divina. Sin entrar ahora en disquisiciones teológicas profusas, está claro que este virus que nos manda el destino viene a ser el castigo a nuestra soberbia viral.
En su precioso libro El mundo de ayer. Memorias de un europeo, Stefan Zweig describe en el primer capítulo (‘El mundo de la seguridad’) cómo era el mundo de sus padres, ricos industriales judíos en aquella Viena finisecular. Y comenta: “fue la edad de oro de la seguridad”. Las frases que reproduzco a continuación están tomadas casi literalmente de Zweig. Todo en nuestra milenaria monarquía austriaca parecía basarse en el fundamento de la duración. Había una conmovedora confianza en la imposibilidad de que el destino acabase con aquella realidad que parecía inmutable. Eso, dice, fue una peligrosa arrogancia. La gente creía más en el progreso que en la Biblia. Creían tan poco en que pudiera volver la barbarie como en el regreso de las brujas o de los fantasmas. Pero, comenta Zweig citando a Freud, a nuestra cultura y civilización la separa de las terribles fuerzas del infierno solamente una capa muy fina. Y remata: “a quienes aprendimos del horror nos resulta banal aquel optimismo precipitado a la vista de una catástrofe que, de un solo golpe, nos ha hecho retroceder mil años de esfuerzo humano”. “Desde el abismo de horror en el que hoy [el libro se escribe en 1942], medio ciegos, avanzamos a tientas con el alma turbada y rota, sigo mirando aún hacia arriba en busca de las viejas constelaciones que brillaban sobre mi infancia y me consuelo, con la confianza heredada, pensando que un día esta recaída aparecerá como un mero intervalo en el ritmo eterno del progreso incesante… Hoy, cuando ya hace tiempo que la gran tempestad lo aniquiló, sabemos a ciencia cierta que aquel mundo de seguridad fue un castillo de naipes”. Como el nuestro.
Aquel mundo se rompió en un instante: el 28 de junio de 1914, víspera de la festividad de san Pedro y san Pablo, día radiante de verano con un cielo sedoso y aire sensual. Ese día Zweig está leyendo –sentado en un parque de Baden, cerca de Viena, balneario en el que había pasado varios veranos Beethoven– el libro de Merezhkovski Tolstoi y Dostoyevski, lectura muy apropiada para el drama que se avecinaba. De pronto, la banda que ameniza la hermosa matinée se para en medio de un compás, los músicos abandonan el templete, y la gente se arremolina alrededor de un pasquín. Es el telegrama que anuncia que el heredero del trono, Francisco Fernando de Austria, y su esposa, la condesa Sofía Chotek de Chotkowa y Wognin con su deslumbrante traje blanco, habían sido asesinados en un atentado en Sarajevo. Faltaban poco más de 30 días para la Gran Guerra, y treinta años más de crisis y convulsiones hasta llegar a la tragedia más grande que hayan visto los siglos, el nazismo y la Segunda Guerra Mundial. El mundo de ayer había dejado de existir.
Dice un párrafo de Tocqueville en su magistral Recuerdos de la revolución de 1848: “creo –y que no se ofendan los escritores que han inventado esas sublimes teorías para alimentar su vanidad y facilitar su trabajo– que muchos hechos históricos importantes no podrían explicarse más que por circunstancias accidentales y que muchos otros son inexplicables; que, en fin, el azar… tiene una gran intervención en todo lo que nosotros vemos en el teatro del mundo, pero creo firmemente que el azar no hace nada que no esté preparado de antemano. Los hechos anteriores, la naturaleza de las instituciones, el giro de los espíritus, el estado de las costumbres son los materiales con los que el azar compone esas improvisaciones que nos asombran y nos aterran”.
Lo resumió muy bien Hume: pensamos que es posible “parar el océano con un haz de ramas”. Así que lo que nos ha pasado es que el tsunami que es el mundo se ha llevado por delante la mitad de lo que somos y de lo que tenemos. Cuarenta mil vidas, más las muchas miserias que aún faltan. Resulta que un invisible virus ha perforado el suelo de nuestras certezas como si fueran de cartón piedra, y las ha degradado a lo que eran, ficciones. Y ha roto en mil pedazos el esquema vital sobre el que sosteníamos nuestra existencia
[https:]]Idealment, tots entendríem que les restriccions sota les quals se’ns demana viure estan vigents per protegir les persones de malalties i morts. I les pràctiques de rastreig de contactes són importants per garantir que les persones es posin en quarantena de manera efectiva per no propagar el virus. Però fins i tot quan es presenten regulacions raonables algunes persones es resisteixen a ser regulades pel govern. Hi ha algunes persones a l’esquerra que prenen aquest punt de vista, creient que el govern només vol més vigilància sobre la seva població. Desafortunadament, en molts països això és cert. Als Estats Units, la negativa a complir amb les restriccions és aclaparadorament de la dreta. Són antigovernamentals fins i tot perquè adoren Trump: ell mateix és un infractor de la llei, i d’ell els agrada això. Però, tot i així, fins i tot les regulacions raonables emeses i aplicades per un govern que no és de confiança seran sospitoses i rebutjades. Aquesta és una de les raons per les quals el govern ha de representar de manera més completa i transparent la voluntat del poble, perquè regulacions com aquestes puguin acceptar-se de bona fe.
L’individualisme possessiu de tipus capitalista és només una variant històrica del “subjecte”. La pandèmia ens dona l’oportunitat d’entendre’ns a nosaltres mateixos com a més connectats. Respirem els uns amb els altres; toquem les superfícies tocades per uns altres; ens freguem amb estranys. Cantem junts; ens dirigim els uns als altres amb aquesta mateixa veu. Tot això es dona per fet, és la manera en què els nostres cossos s’afecten entre si en els intercanvis socials quotidians, alguna cosa que s’ha convertit de sobte en motiu de preocupació, formes de contacte que temem i de les quals ens protegim. Com a criatures encarnades, els humans depenen els uns dels altres; els seus cossos són porosos i comparteixen un món comú d’aire, aigua i superfície. En aquest sentit, la pandèmia pot motivar-nos a oposar-nos al canvi climàtic, ja que veiem com el nostre benestar, en una part del món, està profundament relacionat amb el benestar dels altres, que viuen a distància. I, no obstant això, veiem la reacció de la dreta als Estats Units, tan individualista com nacionalista. L’individualisme és, al final, l’himne nacional, per dir-ho així, i va en contra d’això. Tenim una lluita per afrontar.
La crua realitat de la desigualtat econòmica està amb nosaltres, i veiem que les persones amb menys recursos tenen més probabilitats d’emmalaltir més greument i tenir un risc de mort més elevat. Per tant, la mortalitat pot ser una condició humana, sí, però les taxes de mortalitat amb massa freqüència reflecteixen les desigualtats socials i econòmiques radicals que caracteritzen la nostra societat. És també una qüestió socioeconòmica.
[https:]]Puede ser que el mundo y la Tierra no sean la misma cosa. Pero si destruimos la Tierra, también destruimos nuestros mundos. Y si vivimos vidas humanas sin ningún límite a nuestra libertad, entonces disfrutamos de esa libertad a expensas de una vida vivible. Y así nosotros hacemos invivibles nuestras propias vidas en nombre de la libertad.
O, más bien, volvemos inhabitable nuestro mundo e invivibles nuestras vidas en nombre de una libertad individual que se valora a sí misma por encima de cualquier otro valor y eso se vuelve un instrumento para la destrucción de los lazos sociales y de los mundos vivibles.
Sin entrar en la cuestión sobre si la pandemia es una consecuencia directa o indirecta del cambio climático, creo que es importante centrar la atención en el hecho de que estamos viviendo una pandemia mundial en condiciones de cambio climático. Y eso significa que nuestra relación con el aire, el agua, la alimentación y el resguardo que brinda el medio ambiente, que ya estaba afectada en un contexto de cambio climático, se vuelve todavía más problemática en medio de una pandemia. Son dos problemas diferentes, pero se sobredeterminan y condensan en este presente pandémico.
… los viajes y la producción no se detuvieron por causa de una preocupación por el medio ambiente. No, la causa fue el miedo de que los seres humanos pudiesen contraer el virus en los aviones o en sus lugares de trabajo. O sea que las razones fueron fundamentalmente humanas. No ha existido una discusión sobre el antropoceno. Pero sin embargo, la pandemia demuestra cómo se podría recuperar el mundo natural si se restringiera la producción, si se redujeran los viajes. Y si disminuyeran las emisiones y la huella de carbono.
Si la lección indirecta que nos enseña la pandemia es que toda las personas tenemos que reducir nuestra huella de carbono, eso significa que en el mundo pos pandemia deberemos calcular las huellas de carbono para garantizar un mundo habitable, para nosotrxs y para lxs otrxs tanto en el presente como en el futuro para hacer habitable al mundo.
Por supuesto, la pregunta acerca de una vida vivible, parece ser, realmente, una cuestión mucho más subjetiva.
Podríamos preguntarnos: ¿qué hace vivible mi vida?
¿Cuáles son las condiciones necesarias para que yo pueda vivir una vida vivible?
Decir que una vida es vivible equivale a decir que yo pueda vivirla y otrx presumiblemente también. Que mi vida, entendida como una vida humana, puede vivir en ciertas condiciones y que eso es válido también para otras vidas. Y que las restricciones que afectan mi vida no me resultan tan insoportables como para hacerme dudar del hecho de segur viviendo.
Por supuesto, los seres humanos viven de maneras distintas los límites de lo vivible. Y si determinadas restricciones son vivibles o no, depende del modo en que cada quien determine lo que necesita para vivir. Finalmente, lo vivible es un requisito muy modesto. No nos preguntamos por ejemplo ¿qué me haría feliz? Ni tampoco: ¿qué vida podría satisfacer de manera más clara mis deseos?
Lo que buscamos más bien de vivir de manera tal que la vida siga siendo soportable.
En otras palabras, se trata de buscar las condiciones para que la vida pueda mantenerse y continuar.
Otra manera de decir esto sería: ¿cuáles son las condiciones de vida que hacen posible el deseo de vivir, de continuar viviendo?
Como sabemos de manera indudable que en ciertas condiciones restrictivas, encarcelamiento, ocupación, tortura, destierro, podríamos preguntarnos si en esas condiciones vale la pena vivir. En algunos casos llega a extinguirse incluso el deseo de vivir, y la gente se quita la vida o se entrega a la muerte.
La pandemia nos plantea esta pregunta de una manera diferente. Porque las restricciones con las que se me pide que viva no tienen como fin proteger solamente mi vida sino también las vidas de otras personas. Las restricciones me impiden actuar de determinadas formas, pero también implican una mirada sobre el mundo que se me pide que acepte.
Si pudieran decirlo, me pedirían que entendiera que esta vida que vivo está sujeta a otras vidas. Y que ese estar sujetxs lxs unxs a lxs otrxs es un aspecto constitutivo de quién soy yo. En otras palabras: no puedo viajar a la ciudad de México por las restricciones que buscan protegerme de un virus que podría quitarme la vida. Pero también para impedirme que transmita un virus que no sé si tengo, pero que podría cobrarse otras vidas.
En otras palabras, me piden que no muera, y que no ponga a otrxs en situación de riesgo, enfermedad o muerte. Y yo tengo que decidir si acepto o no ese pedido. Para entender las dos partes de ese pedido tengo que verme a mí misma como alguien capaz de contagiar el virus, pero también como alguien que puede infectarse con el virus. Soy al mismo tiempo potente y vulnerable, poderoso y expuesto. Capaz de provocar daño, pero también de sufrirlo. No se puede escapar a esa polaridad. Parecería que lo que me sujeta a lxs demás es la posibilidad de causar o sufrir daño, y tanto mi vida como la suya dependen de reconocer hasta qué punto nuestras vidas dependen de cómo actúe cada quien. Tal vez esté acostumbrada a actuar por mi cuenta y a decidir si tomar en consideración a otras personas, y de qué forma.
Pero de acuerdo al paradigma que hoy les estoy proponiendo yo ya estoy en relación con ustedes, y ustedes ya están en relación conmigo. Antes de que ninguno de nosotrxs se ponga a debatir cuál es la mejor forma de relacionarse con lxs demás. Compartimos el mismo aire, las mismas superficies, nos rozamos unxs con otrxs. Somos desconocidxs cerca unxs de otrxs en un avión, y el paquete que envuelvo tal vez tenga que abrirlo unx de ustedes.
Actuamos como si nuestras vidas por separado fueran lo prioritario, y luego hubiera que decidir la organización de la sociedad. Esa es una idea liberal que está muy arraigada en la filosofía moral.
Pero ¿cuándo y cómo se convirtió en algo posible imaginar la propia vida por separado? ¿Cuáles fueron las condiciones le dieron vida a esa forma de imaginar? La cuestión de la comida, el sueño y el abrigo nunca se pudieron separar de la cuestión de mi vida, de cuán vivible es. Y el acceso por mínimo que sea a esas cosas es condición necesaria para que pueda imaginarme a mí misma por separado. Esa dependencia tuvo que ser dejada de lado, o totalmente negada, para que yo pudiera decidir que soy un individuo singular, separado de las demás personas. Y sin embargo toda individuación se ve amenazada por esa dependencia que la persona se imagina como si pudiera ser superada.
La pandemia nos trae eso también. ¿Cómo vivir sin tocar o que nos toquen? ¿Sin la respiración compartida? ¿Eso sería vivible? Si desde el comienzo de la vida solo puedo decir ambiguamente que esa es “mi” vida, entonces la interdependencia social también entra en juego antes que cualquier deliberación sobre la conducta moral
Las siguientes preguntas como ¿qué debería hacer? ¿Cómo vivo esta vida? Presuponen un “yo” y una “vida” que se plantean esas cuestiones por y para sí mismos.
Pero si el “yo” está siempre poblado y la vida es siempre compartida, ¿cómo cambian estas preguntas morales? De todos modos es difícil desechar la idea de una vida individual y finita. Después de todo, lo que hace que una vida sea vivible parece ser una cuestión personal, algo concerniente a esa vida y no a otra. Y sin embargo cuando pregunto qué hace que una vida sea vivible estoy sugiriendo que hay condiciones compartidas que hacen vivibles las vidas humanas. En ese caso, al menos parte de lo que hace posible mi propia vida hace también vivible otra. Y no puedo disociar totalmente la cuestión de mi propio bienestar, del bienestar de otras personas.
Si la pandemia nos enseña una importante lección, de índole ética y social, al parecer es ésta. “¿Qué hace que una vida sea vivible?” es una pregunta que suele plantear un organismo público o un gobierno; es una cuestión que muestra de manera implícita que la vida que vivimos nunca es exclusivamente nuestra, que las condiciones de una vida vivible tienen que estar garantizadas y no solo para mí. Esas condiciones no pueden entenderse, por ejemplo, en términos de vida privada. El «yo» que soy es en cierta forma un «nosotros», aunque una serie de tensiones suele definir la relación entre estos dos sentidos de la propia vida.
Si esta vida es mi vida, pero la vida nunca es por completo mía; si la vida es el nombre que recibe una condición y un recorrido que se comparten, entonces la vida es el lugar donde dejo de lado mi egocentrismo.
De hecho, la frase «mi vida» suele apuntar en dos direcciones a la vez: esta vida, singular, irremplazable; esta vida, compartida y humana, compartida también con vidas animales, con varios sistemas, y redes vitales.
No quisiera decir en modo alguno que la pandemia es buena porque nos enseña cosas que tenemos que aprender. Más bien estoy diciendo que la circulación del virus pone de manifiesto ciertas condiciones de la vida, y que ahora tenemos la oportunidad de entender nuestras relaciones con la Tierra y con las demás personas de maneras más solidarias, de vernos a nosotrxs mismxs menos como identidades aisladas y movidas por el interés, que como seres que estén sujetxs lxs unxs a les otrxs de maneras complejas en un mundo lleno de dificultades. Que en efecto vayamos a aprovechar esa oportunidad, es cosa discutible.
Como sabemos, la pandemia tiene lugar en un contexto de cambio climático y destrucción medioambiental. Pero también tiene lugar en el contexto de un capitalismo que sigue considerando desechables las vidas de lxs trabajadores. Algunxs de nosotrxs contamos con seguro de salud y medidas de seguridad en nuestros lugares de trabajo, pero la gran mayoría de la gente no tiene cobertura médica, y los intentos para garantizarla con demasiada frecuencia caen en el vacío. Así que cuando en los Estados Unidos nos preguntamos cuáles son las vidas más amenazadas por la pandemia, resultan ser lxs pobres, la comunidad negra, les migrantes recientes, la población de las cárceles, y les ancianxs.
A medida que abran los comercios y la industria vuelva a ponerse en marcha, no habrá manera de proteger del virus a tanta cantidad de trabajadorxs. Y en el caso de aquellas poblaciones que nunca habían tenido acceso a un seguro de salud, o que ya se encontraban en una situación mucho menos privilegiada a causa del racismo, ciertas afecciones que de otra manera podrían recibir tratamiento se convierten en «enfermedades preexistentes», volviendo a estas personas aún más vulnerables.
En otras palabras, según las condiciones de la pandemia, lxs trabajadorxs van a trabajar para poder vivir, pero el trabajo es precisamente lo que precipita su muerte.
Así, se descubre desechable y reemplazable, puesto que la salud de la economía resulta más importante que la suya. De esta manera, la vieja contradicción inherente al capitalismo asume una nueva forma en condiciones pandémicas o lo que podríamos llamar «capitalismo pandémico».
Y ahora tenemos que preguntarnos si queremos un mundo de esas características. Un mundo que hace una distinción entre qué vidas deben salvarse y cuáles no: preguntarnos si un mundo así es habitable. ¿Qué vidas se consideran valiosas y cuáles no? Estas preguntas, que podrían parecer abstractas y filosóficas son en la práctica las que surgen del corazón de una emergencia social y pandémica.
Para que el mundo sea habitable no solo tiene que hacer posible las condiciones de vida sino también el deseo de vivirla. Porque ¿quién querría vivir en un mundo que desprecia la vida, o la considera desechable? Querer vivir en un mundo habitable significa participar de las luchas contra las condiciones que buscan la muerte de unx mismo. No podemos lograrlo por separado. Solo podremos lograrlo si colaboramos para crear nuevas condiciones para vivir y desear.
Y para que una vida sea vivible tiene que ser una vida hecha cuerpo, que pueda habitar espacios que busquen promover y posibilitar esa vid. No su enfermedad o su muerte. Y entre esos lugares se encuentran la casa, los lugares en los que encontramos abrigo y protección, el trabajo, la tienda, la calle, el campo, la plaza pública.
A medida que se nos informa del progreso de las vacunas y los antivirales, el mercado se frota las manos apostando por el futuro de tal o cual industria farmacéutica. Si aparece una vacuna, el tema es quién la va a poder obtener primero y cuánto va a costar. ¿Se la va a distribuir gratuitamente sin fines de lucro? ¿Serán las personas que más las necesitan la primeras en acceder a ella?
La cuestión de la desigualdad se agrega a la de la distribución de la riqueza y veremos si la colaboración mundial logra imponerse al nacionalismo y a los intereses del mercado.
Debamos luchar por un mundo que defienda el derecho a la salud de las personas desconocidas al otro lado del planeta con el mismo fervor con el que defendemos el derecho de nuestro vecino o de nuestrx amante.
Esto puede parecer poco razonable pero tal vez haya llegado el momento de deshacernos del prejuicio local y nacionalista que moldea nuestra idea de lo que es razonable.
Hace poco Tedros Ghebreyesus, director general de la Organización Mundial de la Salud, declaró: “Nadie puede aceptar un mundo en el que se proteja a algunas personas mientras que a otras no”.
Reclamaba el fin del nacionalismo y de la racionalidad del mercado que calcula qué vidas vale más salvar que otras. Si nos negamos a esa disyuntiva nos comprometemos con formas de colaboración y ayuda mundial que buscan garantizar el acceso igualitario a la salud: a una vida vivible.
No he respondido a la pregunta sobre qué hace vivible una vida, o habitable un mundo. Pero los mundos de la vida en los que vivamos no deben limitarse a promover nuestras propias vidas, sino también garantizar las condiciones vitales para todas las criaturas cuyo deseo de vivir debe satisfacerse por igual. Negarse a aceptar esa opción –quién va a vivir y quién tiene que morir- significa confrontar al mercado y sus cálculos, que son los que nos ponen ante esa disyuntiva.
Por el momento esa interdependencia en la que vivimos puede parecer mortífera, pero al fin es la posibilidad que tenemos de alcanzar la igualdad, de construir y sostener un mundo vivible.
La conferencia puede verse en [https:]]
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¿Cuánto vale una vida? Si los medios de comunicación estuvieran todos los días mostrando la realidad de países pobres, y nos hicieran pensar qué hay detrás de todo esto, cuál es la causa última, nos encontraríamos con el capitalismo y su lógica de acumulación, crecimiento económico, beneficios y desigualdad, chocando con los límites biofísicos del planeta y sus recursos.
Urge cambiar y cambiar radicalmente: esta crisis sistémica nos debe hacer pensar y actuar. Naomi Klein al hablar de crisis climática, dice que esta pandemia lo cambia todo y que la aprovechemos para hacer un cambio social radical; que las élites aprovecharán esta crisis para aplicar su doctrina del shock: salvar a las élites mientras la población, ocupada en sobrevivir, delega en la autoridad cualquier salida. Vivir con menos, generar una cultura de esperanza, de alegría y de vida, transformando lo global y lo local al mismo tiempo (priorizar la salud pública, la ecología y la equidad social). Vamos hacia el bien común o a la barbarie y el exterminio. Necesitamos políticas públicas que cuiden la vida en todos los órdenes. ¿Cuánto vale una vida?
Aurelio Duque Valencia y otras firmas, ¿Cuánto vale una vida?, publico.es 05/06/2020
En cuanto a la estructura de las poblaciones, estamos viendo el crecimiento de una gran segregación social, una suerte de gigantesco apartheid, junto a enormes olas migratorias a escala planetaria que recuerdan a los primeros tiempos de la colonización. Y con respecto a las transformaciones tecnológicas, una de sus principales consecuencias es la transformación de nuestras antiguas nociones de tiempo y de velocidad.
Políticamente, estamos entrando en un mundo nuevo, caracterizado desgraciadamente por la proliferación de fronteras y de zonas exclusivamente militares. Este mundo se afianza gracias al “fantasma del enemigo”, del que hablo en mi último libro, y la emergencia de un Estado global securitario que busca normalizar un estado de excepción a escala mundial, donde las nociones de Derecho y de libertad que eran inseparables del proyecto de la modernidad quedan suspendidas.
Hay, por lo tanto, muchos factores que indican que estamos entrando en un mundo diferente, altamente digitalizado y financiarizado, donde la violencia económica ya no se expresa en la explotación del trabajador, sino en hacer superflua una parte importante de la población mundial.Un mundo que cuestiona radicalmente el proyecto democrático heredado de la Ilustración.
Si estudiamos atentamente la historia del capitalismo, nos damos cuenta enseguida de que para funcionar tuvo, desde sus inicios, la necesidad de producir lo que llamo “subsidios raciales”. El capitalismo tiene como función genética la producción de razas, que son clases al mismo tiempo. La raza no es solamente un suplemento del capitalismo, sino algo inscrito en su desarrollo genético. En el periodo primitivo del capitalismo, que va desde el siglo XV hasta la Revolución Industrial, la esclavización de negros constituyó el mayor ejemplo de la trabazón entre la clase y la raza. Mis trabajos se han centrado particularmente sobre ese momento histórico y sus figuras.
El argumento que desarrollo en mi nuevo libro es que, en las condiciones contemporáneas, la forma en que los negros fueron tratados en ese primer periodo se ha extendido más allá de los negros mismos. El “devenir negro del mundo” es ese momento en que la distinción entre el ser humano, la cosa y la mercancía tiende a desaparecer y borrarse, sin que nadie –negros, blancos, mujeres, hombres- pueda escapar a ello.
La “necropolítica” está en conexión con el concepto de “necroeconomía”. Hablamos de necroeconomía en el sentido de que una de las funciones del capitalismo actual es producir a gran escala una población superflua. Una población que el capitalismo ya no tiene necesidad de explotar, pero hay que gestionar de algún modo. Una manera de disponer de estos excedentes de población es exponerlos a todo tipo de peligros y riesgos, a menudo mortales. Otra técnica consistiría en aislarlos y encerrarlos en zonas de control. Es la práctica de la “zonificación”.
Es significativo constatar que la población de las cárceles no ha cesado de crecer a lo largo de los 25 últimos años en EEUU, China, Francia, etc. En ciertos países del norte, la combinación de técnicas de encarcelamiento y la búsqueda del beneficio ha llegado a un enorme desarrollo. Hay toda una economía del encierro, una economía a escala mundial, que se nutre de la securización, ese orden que exige que haya una parte del mundo confinada. La necropolítica sería, pues, el trasunto político de esta forma de violencia del capitalismo contemporáneo.
La crisis de los refugiados tiene también que ver con lo que antes llamé la "repoblación del mundo", en la medida en que las sociedades del norte envejecen, aumenta su necesidad de repoblarse, y la migración ilegal es una parte esencial de ese proceso, que seguramente se acentuará en el curso de los próximos años. A este respecto, la reacción de Europa está siendo esquizofrénica: levanta muros en torno al continente, pero necesita la inmigración para no envejecer.
El concepto "gobierno privado indirecto" fue elaborado en los años 90, en una época en la que el continente africano estaba enteramente bajo el poder del FMI y el Banco Mundial. Era un periodo de grandes ajustes estructurales que golpearon duramente la economía africana, de un modo similar al actual caso griego: endeudamiento fuera de cualquier norma, suspensión de la soberanía nacional, delegación de todo el poder soberano a instancias no-democráticas, privatización de todo, especialmente del sector público, etc. La idea de gobierno privado indirecto apunta a esa forma de gobierno de la deuda, que desarrolla por fuera de todo marco institucional una tecnología de la expropiación en países dependientes económicamente, privatizando lo común y descargando la responsabilidad de todo mal en los individuos (“ha sido vuestra culpa”).
El gobierno privado indirecto a nivel mundial es un movimiento histórico de las élites que aspira, en última instancia, a abolir lo político.Destruir todo espacio y todo recurso -simbólico y material- donde sea posible pensar e imaginar qué hacer con el vínculo que nos une a los otros y a las generaciones que vienen después. Para ello, se procede a través de lógicas de aislamiento -separación entre países, clases, individuos entre sí- y de concentraciones de capital allí donde se puede escapar a todo control democrático –expatriación de riquezas y capitales a paraísos fiscales desregulados, etc. Este movimiento no puede prescindir del poder militar para asegurar su éxito: la protección de la propiedad privada y la militarización son correlativos hoy en día, hay que entenderlos como dos ámbitos de un mismo fenómeno.
La transformación del capitalismo desde los años 70 ha favorecido cada vez más la aparición de un Estado privado, donde el poder público en el sentido clásico, que no pertenece a nadie porque pertenece a todos, ha sido progresivamente secuestrado para el beneficio de poderes privados. Hoy resulta posible comprar un Estado sin que haya gran escándalo y EEUU es un buen ejemplo: las leyes se compran inyectando capitales en el mecanismo legislativo, los puestos en el congreso se venden, etc. Esa legitimación de la corrupción al interior de los Estados occidentales vacía el sentido del Estado de Derecho y legitima el crimen al interior mismo de las instituciones. Ya no hablamos de corrupción como una enfermedad del Estado: la corrupción es el Estado mismo y, en ese sentido, ya no hay un afuera de la ley. El deterioro del Estado de Derecho produce políticas exclusivamente depredadoras, que invalidan toda distinción entre el crimen y las instituciones.
Amarela Varela, Pablo Lapuente, Amador Fernández-Savater, entrevista a Achille Mbembe: "Cuando el poder brutaliza el cuerpo, la resistencia asume una forma viceral", el diario.es 17/06/2020
Entre los filósofos de la ciencia es ya cosa bien establecida que El Método Científico, así con mayúsculas y en singular, no existe. Esto sorprende mucho todavía a algunos amigos de ciencias sociales con los que hablo, porque las ciencias sociales, a diferencia de las naturales, siguen obsesionadas con la cuestión del Método.
Como nos enseñó Feyerabend (un filósofo que tiene más cosas que enseñar de lo que generalmente se cree), las ciencias son muy dispares, de modo que no tiene demasiado sentido hablar de la ciencia en general. La filosofía de la ciencia posterior le ha dado la razón en esto, y desde los trabajos de Laudan (El progreso y sus problemas, 1977), de van Fraassen (La imagen científica, 1980), Giere (Explicando la ciencia: un enfoque cognitivo, 1988) y de Kitcher (El avance de la ciencia, 1993), no ha vuelto a aparecer en este siglo un gran libro ofreciendo una nueva visión metodológica de la ciencia en general o del cambio científico. Lo que ha ocurrido es que han proliferado las filosofías de ciencias particulares (filosofía de la física, de la biología, de la economía, de la psicología, etc.) y estudios sobre aspectos metodológicos concretos (papel de las inferencias bayesianas, diseño experimental, procedimientos estadísticos, etc.). Como dicen las autoras de la entrada “Scientific Method” en la Stanford Encyclopedia of Philosophy, “By the close of the 20th century the search by philosophers for the scientific method was flagging. Nola and Sankey (2000b) could introduce their volume on method by remarking that “For some, the whole idea of a theory of scientific method is yester-year’s debate …”.”
Por otra parte, si se quisieran entresacar ciertas reglas metodológicas comunes a todas las ciencias, como suelen hacer todavía algunos manuales científicos en el capítulo introductorio, o bien se estarían ofreciendo reglas demasiado triviales y generales que no sirven para nada a la hora de entrar en un laboratorio, o se estarían exigiendo cosas que no toda ciencia puede cumplir, al menos de una forma relevante. Esas supuestas reglas metodológicas científicas generales (observación, formulación de hipótesis, contrastación empírica de hipótesis, revisión de las hipótesis a la luz de la evidencia empírica), no serían exclusivas de la ciencia. Por ejemplo, son las mismas reglas que emplea un cabrero de la Axarquía malagueña para predecir el tiempo.
Sin embargo, y de nuevo Feyerabend tiene razón, esto no significa que en la ciencia no haya métodos, sino que hay muchos, y que son revisables y cambian con el tiempo y con el contexto. El dadaísmo epistemológico que él promovió no es más que un pluralismo metodológico. Su famoso “todo vale” (anything goes) ha sido habitualmente malinterpretado. Feyerabend no quiere decir con eso que en la ciencia cuela sin problemas cualquier cosa, que si envías un artículo sobre vudú a una revista de física, te lo publican. Él era físico y sabía perfectamente que esas cosas no pasan. El “todo vale” era una reductio contra los racionalistas popperianos. Lo que Feyerabend les venía a decir era: “miren ustedes, en la ciencia no hay normas universales y por eso no hay que empeñarse en buscarlas, pero como ustedes, señores racionalistas, están obsesionados por encontrar alguna norma universal, les voy a decir la única que hay: todo vale”. Pero, como puede verse, esto no era más que una forma de decirles a los racionalistas popperianos y positivistas que dejaran de buscar normas universales, que dejaran de buscar El Método Científico.La tesis central del naturalismo, que encontramos ya formulada en algunos pasajes del Tratado sobre la naturaleza humana de Hume, así como en los textos del pragmatismo americano, pero a la que dio un impulso decisivo Quine a finales de los años sesenta del pasado siglo (Quine 1969), es que no hay una discontinuidad esencial entre la ciencia y la filosofía. Hay más bien una continuidad de fines y de métodos entre ellas (aunque no una identidad completa). Esto implica que la filosofía no tiene autonomía total con respecto a las ciencias. No hay para ella caminos de acceso privilegiado al conocimiento, y sus propuestas deben estar en armonía con los resultados de las ciencias. Esta última exigencia debe ser especialmente asumida en aquellas cuestiones filosóficas que caen más cerca de las preocupaciones científicas, aunque, por supuesto, pueda haber otras partes de la filosofía cuya relación con la ciencia sea más remota y en las que no haya un modo claro o unívoco de conseguir dicha armonización.
El naturalismo, tal como se viene entendiendo en los debates filosóficos recientes, tiene varias modalidades, pero pueden señalarse principalmente tres: el naturalismo ontológico, el naturalismo metodológico, y el naturalismo epistemológico o cientifista (y que no debe ser confundido con la epistemología naturalizada).
Empecemos por esta última modalidad, quizás la que cuenta con menos aceptación entre los filósofos. El naturalismo epistemológico podría ser definido como la tesis según la cual la ciencia es la forma más fiable de conocimiento en todos los ámbitos. Los métodos de la ciencia son los que garantizan un conocimiento genuino. Son los métodos que han de emplearse para enfrentarse de la forma más racional a cualquier problema. En concordancia con ello, para el defensor de este naturalismo es de esperar, y desde luego es deseable, que el progreso de las ciencias vaya haciendo que los temas que aún permanecen bajo el cobijo de la filosofía o de otras disciplinas humanísticas sean progresivamente traspasados a la competencia analítica y experimental de los científicos, de modo que finalmente no quede ningún tema relevante que no sea objeto de investigación científica. Así como en el pasado la ciencia le arrebató a la filosofía el estudio de las causas del cambio y del movimiento, del origen de los seres vivos, del funcionamiento de la mente, y de los modos de razonamiento, en el futuro veremos cómo esto mismo ocurrirá con otros muchos asuntos, hasta que finalmente no quede ningún tema de verdadera importancia que no esté en manos de la ciencia.
Por razones que ya expliqué en un post anterior, este naturalismo epistemológico, al que podemos identificar con el cientifismo, no me parece aceptable.
El naturalismo ontológico, por su parte, sostiene que sólo existen entidades, procesos o propiedades naturales, o en forma resumida, que no hay más realidad que la natural. Qué sea o no una entidad natural no es ciertamente algo fácil de determinar, y esto ha generado numerosas discusiones. ¿Son los números entidades naturales? ¿Son las instituciones sociales entidades naturales? ¿Son los procesos mentales o los objetos intencionales procesos o entidades naturales? ¿Es la 5ª sinfonía de Beethoven una entidad natural? Todos ellos son casos dudosos y sujetos a debate. Habrá quien acepte unos pero no otros. Un naturalista ontológico (que no fuera un eliminativista o un reduccionista radical) podría, en principio, admitir como reales (o “naturales”) no sólo el mundo 1 de Popper (el mundo de los objetos físicos), sino también el mundo 2 (el de los procesos y estados mentales) y el mundo 3 (el de las entidades abstractas y los productos culturales), pero consideraría que las entidades del mundo 2 y del 3 están condicionadas en su existencia por la existencia de las del mundo 1. Popper mantuvo que el mundo 2 y el 3 surgen evolutivamente del mundo 1, y, en ese sentido, su existencia depende de la existencia del mundo 1, pero les concedió cierta autonomía en su funcionamiento y, sobre todo, la capacidad de influencia recíproca. El mundo 3 puede actuar sobre el 2 y el 2 puede actuar sobre el 1. Esta capacidad de actuación es, para Popper, prueba del carácter real de los tres mundos, y de hecho, la posibilidad de acción causal es habitualmente considerada por los filósofos como prueba de realidad. Una posición así permitiría, por cierto, conceder las entidades sobrenaturales cierta realidad, pero sólo como objetos del mundo 2 o del mundo 3, es decir, como contenidos de pensamiento o como elaboraciones culturales.
El naturalismo ontológico presenta fundamentalmente dos variedades, la reduccionista y la no reduccionista.
La variante reduccionista sostiene que cualquier otra propiedad o característica estudiada por la ciencia que no sea una propiedad fisicoquímica, es reductible a (o se identifica con) un conjunto de propiedades fisicoquímicas (propiedades neurofisiológicas, en el caso de los procesos mentales). Así, para los eliminativistas como Paul y Patricia Churchland las propiedades que atribuimos a los estados mentales son imaginarias y engañosas, puesto que no existen más que las propiedades fisicoquímicas, y por tanto, la ciencia debe prescindir por completo de ellas. Otros naturalistas ontológicos reduccionistas, sin embargo, prefieren considerarlas como propiedades reales supervinientes sobre esas propiedades fisicoquímicas, y por tanto, no serían eliminables sin pérdidas explicativas; esto implica que su reduccionismo ontológico no les lleva a un reduccionismo teórico o epistemológico. La superveniencia, tal como la caracteriza Jaegwon Kim, implica que hay un solo tipo de entidades, pero diferentes niveles explicativos en las propiedades. Un dominio de fenómenos superviene a partir de otro si no es posible encontrar ninguna diferencia en el nivel superviniente sin que haya también alguna deferencia en el nivel más bajo sobre el que se superviene (pero no a la inversa). O dicho de otro modo, si dos fenómenos tienen las mismas propiedades físicas, tienen también las mismas propiedades supervinientes (pero no a la inversa).
La variante no reduccionista del naturalismo ontológico, en cambio, admite que ciertas propiedades puedan surgir como consecuencia de la interacción de propiedades fisicoquímicas, pero sin que sean reductibles a (o identificables con) éstas, puesto que ofrecen una novedad genuina. Dicho de otro modo, hay propiedades que, aunque estén realizadas siempre por propiedades fisicoquímicas, no presentan una identidad de tipos con ellas, sino que son emergentes con respecto éstas y tienen influencia causal (causación descendente), como Popper creía, sobre las propiedades de más bajo nivel así como sobre otras propiedades emergentes. La tesis de la emergencia de lo mental sobre lo fisicoquímico no es exclusiva del naturalismo no reduccionista. Al menos en alguna de sus interpretaciones más fuertes es de hecho asumida también desde posiciones dualistas. Pero el naturalista no reduccionista puede adoptarla para explicar la relación de lo mental con su sustrato material, añadiendo que lo mental no podría existir sin ese sustrato.
De estas dos variantes, el emergentismo me parece la posición más aceptable, pese a las críticas que ha recibido. Kim (1989) ha argumentado que no es posible conciliar la noción de causación descendente con la tesis naturalista de la clausura causal física del mundo. El naturalismo no reduccionista o “emergentista”, sería, pues, inviable, o más bien inestable, puesto que colapsaría o bien en la identificación de lo mental con lo físico o bien en un dualismo. Kim considera, por ello, que el único naturalismo ontológico viable sería el reduccionista radical. Las causas mentales se identifican con las causas físicas que operan en el nivel cerebral. Sin embargo, este tipo de naturalismo ontológico reduccionista no encuentra demasiado apoyo entre los filósofos de la mente o incluso entre científicos cognitivos. La razón es simple: parece difícil negar la evidencia de la realizabilidad múltiple de los procesos mentales. No es plausible suponer que todos organismos que estén en un mismo estado mental están eo ipso en el mismo estado físico.
Es necesario reconocer que los conceptos de ‘emergencia’ y ‘superveniencia’, son, en efecto, problemáticos, aunque no mucho más que otros conceptos filosóficos. Tratan de encontrar una vía media entre el dualismo y el reduccionismo radical o el eliminacionismo. El equilibrio es difícil, pero no se ha demostrado que sea imposible. Por ejemplo, hay quien considera que una adecuada comprensión de las propiedades emergentes como propiedades configuracionales y la admisión de cierto tipo de causación descendente puede resolver el problema que Kim señala. Y hay otras salidas posibles, si bien todas ellas controvertidas. El defensor del naturalismo ontológico tiene, pues, ante sí una interesante y fructífera tarea articulando su propuesta de modo que pueda salvar las objeciones planteadas.
Finalmente, el naturalismo metodológico, que para mí es el más claramente defendible, tal como lo entiendo, es la tesis que sostiene que en el avance de nuestros conocimientos hemos de proceder como si sólo hubiese entidades y causas naturales. Sólo las causas naturales y las regularidades que las gobiernan tienen auténtica capacidad explicativa. Apelar a causas o a entidades sobrenaturales, como el espíritu (en el caso de la actividad mental), o la fuerza vital (en el caso de la vida), es lo mismo que no explicar nada.
Como puede apreciarse en ese ‘como si’ que he utilizado en su caracterización, el naturalismo metodológico es compatible tanto con la aceptación del naturalismo ontológico como con su rechazo. El naturalismo metodológico se limita a afirmar cómo han de obtenerse ciertos conocimientos. Hemos de investigar el mundo “como si” fuese de una determinada manera, aunque en otras circunstancias no aceptemos que sea de esa manera. Este ‘como si’ no debe, sin embargo, ser interpretado de forma ficcionalista. No implica necesariamente una distorsión o una “disminución” del modo en que el mundo realmente es. Seguramente muchos naturalistas metodológicos piensan que el mejor modo de alcanzar conocimientos acerca del mundo es proceder como si sólo hubiera entidades naturales porque, de hecho, sólo hay entidades naturales. En este caso, el naturalista metodológico lo será por ser también un naturalista ontológico. Pero no siempre tiene que ser así. Un creyente puede ser perfectamente un naturalista en sentido metodológico. Como creyente, no lo será en sentido ontológico, puesto que aceptará la existencia de entidades sobrenaturales de diverso tipo, pero como científico puede admitir que Dios sólo actúa mediante leyes naturales y que, por tanto, sólo son posibles evidencias naturales para apoyar nuestras teorías científicas, y de ese modo su antinaturalismo ontológico sería compatible con la aceptación de un naturalismo metodológico. De hecho, el naturalismo metodológico ha sido tradicionalmente aceptado por la Iglesia Católica como el modo adecuado de proceder en la ciencia, y podemos encontrar una buena defensa de él en algunos destacados filósofos y científicos que pertenecen a ella. No se entiende, por tanto, el empeño de algunos sobrenaturalistas, especialmente en los Estados Unidos con el movimiento del Diseño Inteligente, por hacer del naturalismo metodológico algo incompatible con la fe religiosa y por promover en consecuencia una “ciencia” en la que no se acepte ese naturalismo.
El naturalismo metodológico fue adquiriendo carta de naturaleza como requisito de la ciencia de una forma dispar y en tiempos distintos dependiendo de la ciencia de la que se tratara. Probablemente no sería erróneo afirmar que en algunas ramas de la biología, el naturalismo metodológico no estuvo bien asentado hasta finales del siglo XIX, y de ahí que algunos vean en esta tardanza una debilidad que aprovechar para intentar derribarlo.En efecto, Dios no aparece en el contenido explicativo y predictivo de ninguna teoría científica madura. Aparece, eso sí, como principio de inteligibilidad, como “gobernador” del cosmos o como creador del mismo en las justificaciones o aclaraciones generales dadas por algunos científicos, principalmente en los comienzos de la ciencia moderna, a la hora de enmarcar sus propuestas en el contexto cultural de la época. Incluso se pueden localizar en dichos comienzos algunos pasajes en los que se realiza una apelación directa a Dios para explicar un fenómeno natural concreto, como en el párrafo del escolio general del libro III de los Principia de Newton, ya al final del libro, en el que éste acude a un “ente inteligente y poderoso”, que –según nos dice– no puede ser otro que el Dios creador, para dar cuenta de por qué todos los planetas del Sistema Solar se mueven en la misma dirección y en el mismo plano. Es bien sabido que una explicación puramente naturalista de este hecho ya la había dado Descartes con su propuesta de los vórtices, pero Newton no la aceptaba porque no encajaba con el movimiento de los cometas. Ahora bien, ni las leyes del movimiento ni la ley de la gravedad, que son los elementos centrales –el núcleo duro, que diría Lakatos– de la mecánica newtoniana dependen en su validez explicativa o predictiva de acción divina alguna; y poco después de Newton la apelación a Dios para explicar algún fenómeno natural concreto desaparece totalmente de la física. En biología, se mantiene esta apelación hasta el siglo XIX, como en la teoría de las creaciones sucesivas, defendida entre otros por Louis Agassiz; una teoría que estuvo lejos de despertar el consenso. Pero a partir de la publicación del Origen de las especies, la aceptación generalizada del hecho evolutivo la hace desaparecer de la literatura científica (al tiempo que el debate sobre el conflicto entre ciencia y religión se reaviva).El naturalismo metodológico, no sólo es hoy la única opción viable en la ciencia, sino que es visto además por muchos filósofos (entre los que me encuentro) como una opción saludable en la propia práctica de la filosofía. El filósofo que así lo estime, tenderá a creer, como dije, que no hay diferencias metodológicas que marquen una separación absoluta entre la filosofía y la ciencia –o si se quiere, que la filosofía también debe tomar la evidencia empírica como piedra de toque de sus propuestas teóricas, que a su vez han de interpretarse como hipótesis revisables. Aceptará, pues, que en la filosofía puede también aplicarse de forma fructífera un principio de parsimonia –Ronald Giere lo ha bautizado como Principio de Prioridad Naturalista– que manda no explicar de forma no-naturalista lo que puede ser explicado de forma naturalista (Giere 2006).
Como es de esperar en cualquier posición filosófica hay numerosos problemas para los que el naturalismo no tiene una solución adecuada. Es probable, puesto que se trata de un enfoque cada vez más activo, que algunos encuentren respuesta satisfactoria en el futuro. Nadie debería esperar, sin embargo, que pueda resolver todos los problemas de su dominio a satisfacción de todos. Ahora bien, lo que nadie ha mostrado hasta ahora es que el naturalismo no pueda dar una respuesta aceptable a bastantes de ellos. Hay críticos del naturalismo que, sin recurrir al sobrenaturalismo y asumiendo el contacto estrecho entre ciencia y filosofía, no pueden aceptarlo porque consideran que estos problemas irresueltos –y para ellos irresolubles desde las premisas naturalistas– son lo suficientemente graves como para ensayar otros caminos. El naturalismo –se afirma repetidamente– no da cuenta de la naturaleza y funcionamiento de la mente humana, especialmente de la intencionalidad de los procesos mentales, de la consciencia, de la relación mente/cuerpo y de la causación mental. Tampoco da cuenta de la validez de las verdades lógicas y matemáticas, ni de la normatividad o de la conducta libre basada en valores. Un buen ejemplo de estas críticas es el libro de Thomas Nagel titulado Mind and Cosmos. Para estos críticos, si el sobrenaturalismo no es una solución a estos problemas, el naturalismo tampoco lo es.
Desde las filas naturalistas podría responderse que no es pretensión del naturalismo resolver todos los grandes problemas de la filosofía. Quizás haya cosas que permanecerán siempre inexplicadas (ya sea en términos naturalistas o no-naturalistas), como el problema de los qualia, o el de la causación mental, al menos en la formulación que actualmente les damos. Pero no parece justo poner en el debe del naturalismo todo lo que no ha podido resolver (ni otros enfoques tampoco) sin contrabalancearlo con lo que habría de contar en su haber. Del mismo modo, no cabe ignorar que en los últimos años el naturalismo se ha venido mostrando como un programa de investigación más progresivo que los alternativos.CAPÍTULO SEXTO
Propaganda de guerra
Habituado a seguir con marcada atención el curso de los acontecimientos políticos, la actividad de la propaganda me había interesado siempre en grado extraordinario. Veía en ella un instrumento que justamente las organizaciones marxistas y socialistas dominaban y empleaban con maestría. Pronto debí darme cuenta de que la conveniente aplicación de recurso de la propaganda constituía realmente un arte, casi desconocido para los partidos burgueses de entonces.
Durante la gran guerra empezó a observarse a qué enormes resultados podía conducir la acción de una propaganda bien llevada. Aquello que nosotros habíamos descuidado, lo supo explotar el adversario con increíble habilidad y con un sentido de cálculo verdaderamente genial. Par mi vida política fue una gran enseñanza la propaganda de guerra del enemigo.
¿Existió en realidad una propaganda alemana de guerra?
Sensiblemente debo responder que no. Todo lo que se había hecho en este orden fue tan deficiente y erróneo desde un principio que no reportaba provecho alguno y que a veces llegaba a resultar incluso contraproducente.
Deficiente en la forma, psicológicamente errada en su carácter. Tal es la conclusión a que se llega examinando con detenimiento la propaganda alemana de guerra.
La propaganda es un medio y debe ser considerada desde el punto de vista del objetivo al cual sirve. Su forma, en consecuencia, tienen que estar acondicionada de modo que apoye al objetivo perseguido. La finalidad por la cual habíamos luchado en la guerra fue la más sublime y magna de cuantas se puede imaginar para el hombre. Se trataba de la libertad y de la independencia de nuestro pueblo, se trataba de asegurar nuestra subsistencia en el porvenir - se trataba del honor de la nación. El pueblo alemán luchó por el derecho a una humana existencia, y apoyar esa lucha debió haber sido el objetivo de nuestra propaganda de guerra.
Toda acción de propaganda tiene que ser necesariamente popular y adaptar su nivel intelectual a la capacidad receptiva del más limitado de aquellos a los cuales está destinada. De ahí que su grado netamente intelectual deberá regularse tanto más hacia abajo, cuanto más grande sea el conjunto de la masa humana que ha de abarcarse. Mas cuando se trata de atraer hacia el radio de influencia de la propaganda a toda una nación, como exigen las circunstancias en el caso del sostenimiento de una guerra, nunca se podrá ser lo suficientemente prudente en lo que concierte a cuidar que las formas intelectuales de la propaganda sean, en lo posible, simples.
La capacidad de asimilación de la gran masa es sumamente limitada y no menos pequeña su facultad de comprensión, en cambio es enorme su falta de memoria. Teniendo en cuenta estos antecedentes, toda propaganda eficaz debe concretarse sólo a muy pocos puntos y saberlos explotar como apotegmas hasta que el último hijo del pueblo pueda formarse una idea de aquello que se persigue. En el momento en que la propaganda sacrifique ese principio o quiera hacerse múltiple, quedará debilitada su eficacia por la sencilla razón de que la masa no es capaz de retener ni asimilar todo lo que se le ofrece. Y con esto sufre detrimento el éxito, para acabar a la larga por ser completamente nulo.
La masa del pueblo es incapaz de distinguir dónde acaba la injusticia de los demás y dónde comienza la suya propia.
Todo esto lo supo comprender y tomar en cuenta en forma realmente genial la propaganda inglesa. Allá no había en efecto razones de dos filos que condujesen a la duda. Una prueba del admirable conocimiento de la emotividad primitiva de la gran masa constituía su propaganda de las "atrocidades alemanas" perfectamente adaptada a las circunstancias y que aseguró, en forma tan inescrupulosa como genial, las condiciones necesarias para el mantenimiento de la moral en el teatro de la guerra, aún en el caso de las mayores derrotas. Otra prueba de la propaganda inglesa en este orden era la contundente sindicación que se hacía del enemigo alemán considerándole como el único culpable del estallido de la guerra. Una mentira que, sólo gracias a la parcializada e impúdica persistencia con que era difundida, pudo adaptarse al sentir apasionado y siempre extremista de las muchedumbres y por eso mereció su crédito.
Inglaterra se había percatado de algo más al considerar que el éxito del arma espiritual de la propaganda, dependía de la magnitud de su empleo y que ese éxito compensaba plenamente todo esfuerzo económico.
La propaganda era considerada allí como un arma de primer orden, en tanto que entre nosotros no significaba otra cosa que el último mendrugo para políticos sin situación o bien la posibilidad de un puestecillo de retaguardia para héroes modestos.
Por eso, en conjunto, el resultado de la propaganda alemana de guerra fue igual a cero.
Adolf Hitler, Mi lucha
La microbiota del hogar moderno no es la microbiota con la que evolucionamos, por lo que no necesitamos estar expuestos a ella. Evolucionamos en el entorno natural y vivíamos en refugios construidos a partir de materiales de ese entorno. Hasta hace muy poco incluso, nuestras casas eran construidas con madera natural y paja y revestidas con barro y estiércol animal. La casa moderna, construida con madera tratada con biocidas, placas de yeso y plástico, tiene una microbiota alógena que puede, si hay humedad, incluir organismos que nos resultan tóxicos, pues no estuvieron presentes en nuestra historia evolutiva. Todas las evidencias apuntan a que debemos limpiar nuestras casas modernas a conciencia. La microbiota que necesitaríamos encontrar, a fin de establecer la correcta regulación y aprendizaje del sistema inmune, es la del medio ambiente natural. La jardinería y los paseos en la naturaleza nos exponen a la microbiota para cuya anticipación evolucionó nuestra fisiología. Y las mascotas, especialmente los perros, son geniales porque nos traen la microbiota del medio ambiente natural al hogar y reducen notablemente la prevalencia de alergias infantiles.
Quizás el principal problema en este momento es la quiebra de los ecosistemas naturales con la agricultura (especialmente el monocultivo), la urbanización, los productos químicos agrícolas e industriales y el cambio climático provocado por el hombre.
Todos estos factores están cambiando los microorganismos a los que estamos expuestos y por los cuales estamos siendo colonizados. No sabemos hasta qué punto estas exposiciones podrían estar desviándose de forma razonablemente segura de aquellas que tuvimos en nuestro pasado evolutivo, con las cuales nos encontramos en un estado de dependencia evolutiva.
Debo añadir algo sobre SARS-COV-2. La microbiota intestinal modula fuertemente la respuesta inmune a los virus en los pulmones. Esto es relevante ya que, como decíamos antes, la naturaleza de la microbiota y la forma en que está regulada y "cultivada" dependen de la exposición a los microorganismos del medio ambiente.
Por tanto, debemos preguntarnos si la alta susceptibilidad al SARS-COV-2 de las minorías negras y otras minorías étnicas que viven en Europa o los EE.UU. ¿se deben en parte a las privaciones, a dietas deficientes y a malas viviendas que dan como resultado exposiciones insuficientes al medio natural y una regulación subóptima del sistema inmune? Estos efectos podrían verse exacerbados por el estrés, la falta de ejercicio y los niveles más bajos de vitamina D en las personas con piel pigmentada. Será importante comparar la susceptibilidad de tales poblaciones con las que vivan en los países africanos y asiáticos relevantes.
Mientras tanto, la desestabilización de los ecosistemas provocada por el hombre mencionada arriba, junto con la cría intensiva y en masa de animales, aumenta la probabilidad de que nuevos patógenos entren en nuestro ambiente, evolucionen y se adapten a nosotros.
Vamos a invitar a los tres a jugar a un juego. Se trata de adivinar cuál es el siguiente número de una serie. Esta empieza con el 1, ¿cuál es el siguiente? Los tres dicen que el 2. Aciertan. ¿Cuál es el siguiente? Los tres coinciden de nuevo: el 3. Y vuelven a acertar. Seguimos una tercera ronda. Ahora los tres se envalentonan. Simón dice 4 y además predice que el próximo será el 5. Aberrón dice que será el 5 y después el 7. Y Cremades apuesta por el 5 y el 8. En la 3ª ronda sale el 5: Simón ha fallado. Y en la 4ª ronda sale el 8: Cremades gana. ¿Qué ha pasado aquí? Resumamos lo que ha ido diciendo cada uno y el resultado:
Inicio | 1ª ronda | 2ª ronda | 3ª ronda | 4ª ronda | |
1 | 2 | 3 | 5 | 8 | |
Fernando Simón | 1 | 2 | 3 | 4 | 5 |
Martínez Ron (Aberrón) | 1 | 2 | 3 | 5 | 7 |
Santiago Gª Cremades | 1 | 2 | 3 | 5 | 8 |
Lo que sucede es que cada uno ha estado trabajando con hipótesis y modelos distintos. Simón utiliza la serie de números naturales, Aberrón la de los números primos, y Cremades (matemático él) la sucesión de Fibonacci (cada número es la suma de los dos anteriores). La serie oculta era la de Fibonacci. Cremades ha acertado.
¿Qué nos muestra todo lo anterior? Pues el funcionamiento de la ciencia. El método científico consiste, muy simplificadamente, en recoger datos de forma ordenada, hacer hipótesis falsables, construir modelos, deducir predicciones y hacer experimentos para comprobar si la hipótesis resiste a la falsación (después se publica en una revista con revisión por pares y lo suyo es que todo se replique). Veamos algunas consecuencias.
La primera, de la que es fácil darse cuenta, es que la ciencia es lenta por su propio método, y el método es como es, precisamente, para garantizar el mejor conocimiento posible. Cumplir con todos esos pasos y con las debidas garantías y controles que exige, requiere de mucho tiempo (y dinero, no se nos olvide: urge financiar adecuadamente la investigación científica, también la básica).
Otro aspecto es que los resultados de la ciencia siempre son provisionales y nunca definitivos. La verdad científica es todo lo contrario de la “verdad” religiosa o dogma. Esta es absoluta, inmutable y eterna, mientras que la científica es todo lo contrario. La verdad científica es asintótica: nos acercamos a ella pero nunca del todo. Las hipótesis, modelos y teorías científicas tienden a esa verdad pero siempre serán provisionales y sujetas a cambios conforme aumente la información disponible, los nuevos descubrimientos y experimentos, las revisiones, etc. Eso explica que a veces parezca que la ciencia unas veces dice una cosa y luego la contraria. Para la mentalidad religiosa o dogmática eso es una aberración, pero para la ciencia es algo normal: la ciencia avanza, se autocorrige, falsa sus propias hipótesis y propone nuevas. En el ejemplo que poníamos: en las primeras rondas, las hipótesis de Simón, Cremades y Aberrón parecían correctas, hasta que en la 3ª ronda se comprobó que la de Simón era errónea (resultó falsada). Pero todavía quedaban dos teorías que cuadraban con los datos disponibles: la de Aberrón (números primos) y la de Cremades (sucesión de Fibonacci). Fue el aumento de la información disponible la que desempató: Cremades tenía razón.
Pero paremos a pensar un poco en esto: en ciertos momentos, cuando no hay suficiente información disponible, teorías científicas distintas pueden ser compatibles con los mismos hechos. Es más, según el principio de indeterminación de Quine, el número de teorías para explicar cualquier fenómeno es infinito (potencialmente). Eso es lo que lleva a los científicos a tener que elaborar criterios para decidir entre ellas: por ejemplo, la navaja de Ockham (si dos teorías son igual de explicativas, hay que escoger la más simple, la que lo hace con menos elementos). Pero a veces ni aun así: recordemos que los físicos no se ponen de acuerdo hoy día para lograr una teoría unificada y que hay varias buenas candidatas para ello. Y esto es algo habitual en ciencia y parte constitutiva suya. Con perspectiva histórica podemos recordar conceptos, hipótesis, modelos o teóricas que en su día se dieron por buenos y luego se han desechado: el éter, el flogisto, el geocentrismo, el fijismo en biología, la “mente” como tabula rasa en psicología, el homo oeconomicus en economía, etc.
Pero es que podría ser peor. ¡Todas las teorías podrían estar equivocadas! Volvamos al ejemplo y supongamos ahora que la serie a descubrir fuera una en la que cada número es la suma de todos los anteriores, en cuyo caso después del 3 vendría el 6 y luego el 12 (le hubiera seguido el 24).
Inicio | 1ª ronda | 2ª ronda | 3ª ronda | 4ª ronda | |
1 | 2 | 3 | 6 | 12 | |
Fernando Simón | 1 | 2 | 3 | 4 | 5 |
Martínez Ron (Aberrón) | 1 | 2 | 3 | 5 | 7 |
Santiago Gª Cremades | 1 | 2 | 3 | 5 | 8 |
Los tres se hubieran equivocado en la 3ª ronda. El problema en ciencia es que esta posibilidad siempre está presente. De ahí que la ciencia nunca pueda dar por definitiva una conclusión, porque nunca se sabe si la realidad no dará un giro inesperado conforme aumente el conocimiento disponible. Los datos, hallazgos y experimentos pueden ir confirmando hipótesis, modelos y teorías, pero un día, de repente, algo lo descuadra todo. Es el conocido como problema del inductivismo: en ciencia, confirmar una teoría es imposible, solo podemos aspirar a falsar las teorías y, mientras tanto, trabajar con ellas como verdades siempre provisionales. Bertrand Russell explicó esto con su conocido ejemplo del pavo inductivista: el pavo observa que todos los días el granjero viene a la misma hora a darle de comer, y llega a la conclusión de que hay una ley en el universo por la que a esa hora el granjero siempre vendrá a darle de comer. Hasta que llega el Día de Acción de Gracias y el granjero viene ¡pero a cortarle el cuello! Nassim Taleb se refiere a estos casos como “cisnes negros”, en alusión a la sorpresa que produjo en los europeos descubrir que en Australia había cisnes negros (hasta entonces, “cisne negro” era un oxímoron y “cisne blanco” una redundancia). Para ser justos, hay que decir que los cisnes negros no son habituales (por definición) y que lo más normal en ciencia no es que se rechace una teoría de golpe a la primera anomalía que se detecta (como Lakatos apuntó a Popper), sino que más bien es la acumulación de anomalías lo que lleva a sustituir una teoría por otra (y raras veces se producen revoluciones científicas, aunque haberlas, haylas: Thomas Kuhn dixit).
Siempre será más lo que no sabemos que lo que sí sabemos. El gran Sócrates ya definió al sabio no como aquel que sabe mucho, sino quien es consciente de todo lo que no sabe y de la insignificancia de lo que sabe en comparación con lo que ignora. De ahí su “Solo sé que no sé nada”. Su contrario, el necio (el “cuñado”, en lenguaje actual) es quien no es consciente de lo que no sabe y cree que ya sabe suficiente (porque no es capaz de comparar lo que sabe con la inmensidad de lo que le queda por saber).
De ahí la diferencia en el lenguaje científico y el de los cuñados. Mientras aquellos dicen cosas del tipo “Según los datos disponibles”, “En virtud de lo que sabemos por ahora”, “Salvo que nuevos descubrimientos digan lo contrario”…, estos responden con los típicos: “Esto lo arreglaba yo en un momento”, “Está más claro que el agua”, “Esto es así y punto”… Por esto mismo el necio o cuñado no entiende que la ciencia diga una cosa y luego otra. No comprende por qué al principio los niños eran superpeligrosos contagiadores del coronavirus y ahora dejan de serlo. No le cabe en la cabeza que la ciencia avanza, que toda afirmación científica es provisional y sometida a revisión constante.
Y mucho menos le entra en la cabeza que la ciencia a veces no puede (ni debe) dar soluciones únicas ni definitivas a los problemas. La solución a la pandemia de COVID-19 vendrá de la mano de la ciencia, pero no solo de la ciencia sino necesariamente de la política. La urgencia para contener la pandemia y evitar a la vez los desastres económicos no nos permite claridad suficiente para entender cómo funciona la ciencia y nos lleva a pedirle lo que no puede darnos. El cuñado ve al científico como si fuera un sacerdote o un oráculo que tiene la verdad absoluta y soluciones mágicas, y luego se frustra cuando se da cuenta de que no es así. La ciencia es lenta y en situaciones urgentes no funciona de la mejor manera. Las primeras conclusiones científicas al comienzo de la pandemia no pueden ser las mismas que conforme va avanzando esta y el conocimiento que tenemos de ella. Y aun así, la ciencia puede ofrecer modelos distintos para los mismos hechos con predicciones distintas hacia el futuro. Y en ese contexto de urgencia e incertidumbre es difícil tomar decisiones. Y además, tampoco le corresponde a la ciencia hacerlo, sino a la política, o por lo menos a la política basada en ciencia. La ciencia aporta la mejor información disponible en el momento (revisable y que puede cambiar con el tiempo) y es sobre esa información con la que los políticos deben tomar las decisiones. Pero esa información (necesariamente incompleta) rara vez indica una única solución o alternativa. Lo normal es que ofrezcan varios modelos, con distintas predicciones y probabilidades. Y ahí es donde entra la prudencia (phronesis) política a la hora de decidir. La ciencia tiene autoridad, pero no poder: el poder es del pueblo en democracia (como indica su nombre, aunque lo ejerza a través de sus representantes).
Varios fenómenos están transformando nuestro planeta: las poblaciones humanas ocupan cada vez más los hábitats silvestres y provocan cambios sin precedentes en el uso de la tierra; la fauna salvaje y el ganado son transportados entre países, y sus productos, a lo largo y ancho del globo; y cada vez hay más viajes tanto domésticos como internacionales. Si se tienen en cuenta todos ellos, las pandemias de nuevas enfermedades son una certidumbre casi matemática.
El 24 de febrero, China anunció la prohibición permanente de consumir y comerciar con animales silvestres excepto para la investigación científica, el uso médico o la exhibición, lo que acabará con una industria que tiene un valor de 76.000 millones de dólares y que dejará sin trabajo a 14 millones de personas, según un informe de 2017 encargado por la Academia China de Ingeniería. Algunos lo vieron con buenos ojos, pero otros, como el ecólogo de enfermedades Peter Daszak presidente de Eco Health Alliance, están preocupados por el hecho de que una prohibición total pueda, simplemente, llevar a la clandestinidad el negocio si no hay un esfuerzo por cambiar las creencias tradicionales o por proporcionar un medio de vida alternativo. «El consumo de animales silvestres ha formado parte de la tradición cultural» de China desde hace miles de años, explica Daszak. «Eso no cambiará de un día para otro.»
En cualquier caso, «el comercio y el consumo de animales salvajes constituyen tan solo una parte del problema», comenta Shi Zhengli, la “mujer murciélago”, viróloga apodada así por sus colegas . A finales de 2016, los cerdos de cuatro granjas del condado de Qingyuan en Guandgdong (a 96 kilómetros del lugar en el que se originó el brote de SARS) sufrieron vómitos y diarreas graves, y casi 25.000 de esos animales murieron. Los veterinarios locales no lograron detectar ningún patógeno conocido y llamaron a Shi para que les echase una mano. La causa de la enfermedad, el síndrome de diarrea aguda porcina (SADS, por sus siglas en inglés), resultó ser provocada por un virus cuya secuencia del genoma era un 98 por ciento idéntica a la del coronavirus encontrado en los murciélagos de herradura de una cueva cercana.
La epidemia es la séptima causada por virus presentes en murciélagos en las tres últimas décadas, después de la del Hendra en 1994, la del Nipah en 1998, la del de Marburgo en 1999 (y varios episodios posteriores), la del SARS en 2002, la del MERS (síndrome respiratorio de Oriente Medio) en 2012 y la del Ébola en 2014. Pero «los animales [en sí mismos] no son el problema», indica Wang. De hecho, los murciélagos fomentan la biodiversidad y la salud del ecosistema al comer insectos y polinizar las plantas. «El problema es cuando entramos en contacto con ellos.»
Los científicos también están intentando desarrollar vacunas a toda prisa. A la larga, el equipo de Wuhan planea desarrollar vacunas y fármacos de amplio espectro contra los coronavirus considerados peligrosos para los humanos. «La epidemia de Wuhan es una llamada de atención», apunta Shi.
Muchos científicos opinan que el mundo debería hacer algo más que responder a los patógenos mortales cuando aparecen. «La mejor manera de proceder es la prevención», indica Daszak. Dado que el 70 por ciento de las enfermedades infecciosas emergentes de origen animal proceden de la fauna silvestre, nuestra máxima prioridad debería ser identificarlas y desarrollar mejores pruebas de diagnóstico, añade. Hacerlo significará continuar en una escala mucho mayor lo que investigadores como Daszak y Shi han estado haciendo antes de que sus proyectos se quedaran sin fondos este año.
Esos esfuerzos deberían centrase en los grupos víricos de alto riesgo presentes en mamíferos propensos a las infecciones por coronavirus, como murciélagos, roedores, tejones, civetas, pangolines y primates no humanos, explica Daszak. Añade que los países tropicales en vías de desarrollo en los que la diversidad de vida silvestre es enorme deberían ser la primera línea en esta guerra contra los virus.
Daszak y sus colaboradores han analizado unas 500 enfermedades infecciosas humanas del pasado siglo. Descubrieron que la aparición de nuevos patógenos suele ocurrir en lugares en los que una densa población ha estado cambiando el paisaje, con la construcción de carreteras y minas, la tala de bosques y la intensificación de la agricultura. «China no es la única zona conflictiva», y añade que otras economías emergentes importantes, como India, Nigeria y Brasil, también son zonas de gran riesgo.
Cuando los posibles patógenos hayan sido localizados, los científicos y los funcionarios de salud pública podrán comprobar con cierta regularidad si producen infecciones; para ello deberán analizar muestras de sangre y frotis del ganado, de los animales silvestres que se crían en granjas y con los que se comercia y de poblaciones humanas de alto riesgo, como granjeros, mineros, aldeanos que viven cerca de murciélagos y gente que caza o maneja animales salvajes, explica Gray. Este enfoque, conocido como «Una sola salud», intenta integrar la gestión sanitaria de los animales salvajes, el ganado y las personas. «Solo entonces podremos detectar un brote antes de que se convierta en epidemia», apunta, y añade que la estrategia podría salvar los cientos de miles de millones de dólares que puede costar una epidemia.
De nuevo en Wuhan, donde el aislamiento se levantó el 8 de abril, la mujer murciélago de China no está para celebraciones. Se siente angustiada porque tanto en Internet como en los principales medios de comunicación han sugerido repetidamente que el SARS-CoV-2 saltó accidentalmente de su laboratorio, a pesar de que la secuencia genética del virus no coincide con ninguna de las que estudiaban allí. Otros científicos han descartado rápidamente esa acusación. «Shi dirige un laboratorio de primera categoría mundial que cuenta con los más altos estándares», explica Daszak.
A pesar del enfado, Shi está decidida a continuar con su trabajo. «La misión debe seguir. Lo que hemos descubierto es solo la punta de un iceberg», comenta. Está planeando dirigir un proyecto nacional para analizar sistemáticamente virus presentes en las cuevas de murciélagos, con un ámbito mucho más amplio y con mucha más intensidad que los intentos anteriores. El equipo de Daszak ha calculado que, en los murciélagos, hay más de 5000 cepas de coronavirus esperando a ser descubiertas.
«Los coronavirus presentes en los murciélagos provocarán más brotes», indica Shi, con un tono de inquietante certeza. «Debemos encontrarlos antes de que ellos nos encuentren a nosotros.»
Los médicos lo saben, la biología no es una ciencia exacta. La vida no habla el lenguaje de las matemáticas. La vida puede ser tumultuosa, deforme y desordenada, y ser vida plena. La vida es contradicción. Que se lo pregunten a Heráclito o a Don Quijote. Cada cuerpo tiene su propio ritmo. Los médicos lo ven a diario en los hospitales. El virus es una enfermedad mortal para unos, y otros ni siquiera se inmutan. Un fármaco funciona en un paciente y no funciona en el de al lado. No hay enfermedades, sino tratamientos, que dependen de la vida contradictoria que los acoge. De nuevo lo interior y lo exterior.
Esa verdad de la medicina se conjuga con otra, no de la vida, sino del conocimiento. Según la visión dominante hoy, los científicos que asesoran a los Gobiernos en la lucha contra la pandemia, son zombis, máquinas teledirigidas por la electroquímica de sus cerebros. Tanto el neurocientífico como el jardinero gozan de una libertad aparente, carecen de libertad para elegir sus pensamientos. Lo crean o no, ese es el paradigma en que vivimos. Cabría preguntarse qué credibilidad merece un zombi o una comunidad de ellos. En una entrevista reciente a un especialista en pandemias (David Quammen, autor de Contagio), a la pregunta de si consideraba que lo que estaba ocurriendo era una“revancha de la naturaleza” respondía: “No lo diría así, porque soy un materialista darwiniano. No personalizo la naturaleza. No personalizo la naturaleza con N mayúscula capaz de revancha ni de emociones”. Pero, según su modelo, tampoco él las tiene, parece tenerlas, pero en realidad es un zombi teledirigido por impulsos cerebrales. Como si la vida fuera un cálculo exacto de causas y efectos, como si las contradicciones internas, las obsesiones o los sueños, no formaran parte de ella. De hecho, ni él ni cualquier otro humano es responsable de lo que está sucediendo. Simplemente son zombis que obedecen la mecánica neuronal. Y sin embargo, Quammen no tiene empacho en decir que nuestro modo de vida (comida, ropa, viajes, cacharros) nos hace responsables de lo que está sucediendo.
La exclusión de lo mental del ámbito de la física ha dado grandes resultados, pero el juego parece agotado. Seguimos pensando que el modelo físico-matemático es la verdad completa y esa verdad ser proyecta sobre lo humano, esa máquina compleja pero máquina al fin y al cabo. Sin embargo, quienes tienen estas ideas también tienen valores y toman decisiones no automáticas. Imaginan y proyectan líneas de investigación científica y logran desarrollarlas. No asumen que responsabilidad implica libertad y que, si somos zombis, no hay posibilidad de asumir responsabilidades. La libertad es intangible y no encaja en los moldes de lo cuantitativo. Es algo que todos, de algún modo, experimentamos. Ninguna ecuación podrá definirla porque una ecuación no es algo experimentable. La libertad, además, tiene poco que ver con la elección misma, sino con lo que nos ata y lo que nos libera, pero eso es ya otro asunto.
Los buenos médicos no se dejan confundir por el materialismo médico. La mejor crítica del mismo la formuló William James. El materialista médico, decía, es aquel que cree que la filosofía de cada cual depende de cómo filtre su hígado. Si filtra de un determinado modo, será idealista, si de otro distinto, fenomenólogo, si de un tercero, materialista médico. Algunos se niegan a ver la circularidad del razonamiento. James, que era médico, defendió la libertad y el indeterminismo en una época en la que el materialismo mecanicista amenazaba con someter a la filosofía.
Idolatrar las ciencias es tan irracional como negar sus logros. El fuego destruye y da calor. La investigación científica nos ha llevado a la Luna, a los antibióticos y las vacunas, pero también al Proyecto Manhattan, los experimentos de Mengele en Auschwitz y las armas bacteriológicas. Todo conocimiento tiene su lado oscuro y su lado luminoso. La pandemia podría haber sido una creación de la imaginación científica. Si ella hizo el nudo, ella lo deshará. En todo caso, hay fanáticos cientificistas y fanáticos creacionistas, y aunque los últimos nos resulten más recalcitrantes, no debemos olvidar a los primeros. Ante estos, lo mejor es cultivar un sano escepticismo. Contra lo que generalmente se cree, lo contrario del escepticismo no es la creencia, sino el dogmatismo. Los escépticos pueden ser grandes creyentes, simplemente no se atan a sus creencias. El griego Pirrón y el budista Nāgārjuna fueron dos buenos especímenes. Wittgenstein nos enseñó que aunque la experiencia significativa queda fuera del marco de lo cuantificable, negarla o suprimirla resultaría intolerable para ese ser complejo y contradictorio que es el hombre. La amenaza de la pandemia no es sólo la amenaza del virus, es también la amenaza a la libertad de pensamiento. La tentación totalitaria ya se ha dejado ver. Una sociedad de zombis prepara la llegada del tirano. No permitamos que los magnates de las grandes corporaciones, por muy filántropos que sean, nos impongan su vigilancia digital y represiva. El cálculo darwinista es tan peligroso como la regresión nacionalista. Quizá sean una misma cosa.
La primera excusa que ponen todos los autores de modelos es la calidad de los datos que usan para calibrar sus parámetros, que, efectivamente, tras casi tres meses de epidemia en España, siguen siendo un desastre y una vergüenza. Pero no, aunque tener buenos datos ciertamente ayudaría, ni así se iban a arreglar estas bolas de cristal. ¿Estamos diciendo que unos modelos probados y comprobados, como los SIR, no funcionan con la covid-19? Para nada. Estamos diciendo que un análisis superficial e ingenuo de estos modelos, limitados a curvas de predicciones, a adivinar fechas de picos o de fin de la epidemia, es engañoso e inútil. ¿Por qué? Esa es la cuestión. Las epidemias se caracterizan por dinámicas exponenciales (o casi), en las que hay fases de cambio rapidísimo. En este tipo de dinámicas, la capacidad de hacer predicciones está mermadísima, porque el más ligero error en el modelo (y es imposible hacer modelos sin errores) produce en pocos días un error gigantesco. Es un fenómeno con el que todos estamos familiarizados en un campo diferente: la meteorología. Hablamos del famoso “efecto mariposa” (ya se sabe, una mariposa bate sus alas en Madrid y se produce un tifón en Filipinas). Y la predicción del tiempo nos enseña el camino a seguir: predicciones probabilísticas, como esas a las que ya nos tiene acostumbrados el parte meteorológico cuando nos dice que este domingo habrá un 30% de probabilidad de lluvia. Información que no es certeza, pero que es extremadamente útil igualmente. ¿Y qué diferencia a la epidemiología de la meteorología? Ahora sí: los datos.
Para la previsión del tiempo contamos con redes extensas de observatorios, que recogen de forma sistemática multitud de variables y las comunican en tiempo real a los centros donde se calculan las previsiones. Con las epidemias, en España ni siquiera hemos sido capaces de establecer protocolos para que las 17 comunidades autónomas comuniquen sus datos de forma fiable y consistente (no hablemos ya del origen de esos datos en cada comunidad). Y con la posibilidad, muy real, de un segundo rebrote en cualquier momento, del que, de ocurrir, por la impredecibilidad inherente que hemos descrito, no sabemos cuándo será ni, una vez empezado, lo que durará, ni su intensidad, tenemos que ponernos las pilas en dos aspectos. El primero: ignorar a los chamanes de las curvas y entender que los profesionales de los modelos siempre nos van a presentar incertidumbres, probabilidades, barras de error; no intentarán dar la fecha del pico pero serán capaces de discernir el efecto de distintas actuaciones y ayudar de verdad a tomar decisiones. Todo esto, claro, si mejoramos en el segundo aspecto: regularizar ya protocolos eficientes para la recogida y publicación de los datos diarios de la epidemia. En lo peor de la crisis tal vez no fuese lo prioritario, pero ahora que hay un respiro, es inexcusable. Nos va la vida en ello.
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Era inevitable que la gestión de la crisis se convirtiera en objeto de polémica política, pero no deja de ser sorprendente que los argumentos de la derecha se hayan desplegado en torno a una peculiar defensa de la libertad individual. ¿Tiene sentido entender como una restricción injustificada de la libertad aquellas limitaciones impuestas para salvaguardar la salud pública? Hay quien está tratando de situar el confinamiento en el marco mental de una restricción de derechos individuales, como si la responsabilidad por la salud de los demás no tuviera nada que ver con las libertades.
La libertad puede ser entendida como la ausencia de impedimentos para hacer lo que uno quiera o como la capacidad real de hacer lo que uno quiera. Tal vez sea Thomas Hobbes quien mejor ha representado lo primero. En un debate con el obispo Bramhall a mediados del siglo XVII, la discusión se centraba en torno a si era libre o no quien hubiera decidido ir a jugar al tenis sin saber que la puerta estaba cerrada. Actualmente hay muchas puertas cerradas, tanto por la literalidad de nuestro confinamiento como debido a las condiciones estructurales que le impiden a uno hacer lo que desea, y el tipo de libertad que así se impide es muy diferente en cada caso. La tradición republicana defiende, frente a la liberal, que la libertad no consiste en que no haya interferencias, sino en que no haya dominación. La libertad de elegir está condicionada por el hecho de que nadie tenga el poder de hacer imposible esa capacidad. Pues bien: pongamos el caso de que hay una pandemia y todos queremos disfrutar al máximo de nuestra libertad. En ese caso, las autoridades políticas harían bien en impedir que la conducta irresponsable de unos ponga en peligro la vida de otros, sin la cual no habría libertad posible.
Del mismo modo que se ha producido una americanización de nuestros estilos de vida, en los productos culturales o en la configuración de nuestras ciudades, un sector de los conservadores europeos importa esquemas mentales de la cultura política norteamericana, promovidos por Steve Bannon, por determinados think tanks o por simple imitación. Su imagen más histriónica es la de aquellos hombres armados que irrumpieron en el Capitolio de Michigan, para mostrar su oposición al confinamiento, siguiendo así la instigación de Trump a rebelarse contra semejante imposición. Podemos sintetizar ese contraste entre las dos culturas políticas en torno al hecho de que los americanos no han realizado toda la transferencia de soberanía desde el individuo hacia el Estado que es una normalidad para los europeos (también a los conservadores europeos de viejo cuño). De ahí que tantos americanos sean contrarios a un seguro médico universal, defiendan la posesión de armas para la autodefensa y se opongan a unos impuestos elevados. El individuo debe poder cuidar de sí mismo; los instrumentos de protección resultan sospechosos de ejercer un paternalismo injustificado. La poderosa atracción que está ejerciendo sobre un cierto sector del electorado conservador este individuo soberano y sustraído de un espacio común podría explicar ese giro y algunas actitudes asociadas, como la segregación urbana, el veto parental, la oposición a las vacunas (de momento, muy minoritaria), la concepción de los impuestos como un saqueo o la propensión a entender la solidaridad en torno a la figura del donante y no del contribuyente. Este modelo de una sociedad de individuos autosuficientes se corresponde con una idea de la producción del bien común mediante la mera agregación a través del mercado y con una concepción de la nación en la que ha desaparecido, ahí sí, cualquier dimensión de voluntariedad.
Si volvemos al terreno de la discusión sobre la libertad en tiempos de pandemia, esta concepción individualista revela sus profundas contradicciones, mientras que su versión republicana se muestra más resistente a la hora de articular mi libertad y la de los demás. Existe una libertad para salir de casa, por supuesto, pero no hay libertad para infectar. ¿Hay un sentido de responsabilidad mayor que limitar la propia libertad de movimiento para no contribuir a la extensión de una pandemia?
Los Gobiernos que gestionan la crisis sanitaria tienen la obligación de justificar cualquier restricción de la libertad mostrando su utilidad a los efectos de contener la pandemia, del mismo modo que cualquier aspiración de recuperar espacios de libertad tiene la obligación de justificar que no es incompatible con el objetivo general de contener la pandemia. Al cuidar lo común no estamos rindiéndonos a una estructura neutra o ajena, sino a algo de lo que se nutre nuestra libertad personal. Jon Elster, uno de los más destacados pensadores republicanos, glosaba la figura de Ulises dejándose atar para no sucumbir a los cantos de las sirenas. Nos recordaba así que muchas veces la mejor manera de preservar la libertad es atarse, no tanto para respetar la de los demás, sino para protegerse de las torpezas que podría uno cometer si llama libertad a cualquier cosa.
No me hago ilusiones de que el colapso pandémico tenga efectos socialmente positivos en lo inmediato. Por el contrario, como escribe Arundhati Roy, «el coronavirus entró en los cuerpos humanos y amplificó patologías existentes, entró en los países y sociedades y amplificó sus enfermedades y patologías estructurales. Amplificó la injusticia, el sectarismo, el racismo, las castas y, sobre todo, la desigualdad». Según Arundhati, el virus detuvo la máquina; ahora se trata de parar el motor, para volver definitivamente inoperante a la economía orientada al lucro. Cueste lo que cueste.
El ciclo de acumulación no se reanudará, porque las articulaciones están desquiciadas: la sanitaria, la psíquica, la productiva, la distributiva… todo se ha ido a la mierda.
En las últimas décadas, la precarización del trabajo ha fragilizado a la sociedad y ha debilitado su resistencia. El Covid-19 fue el golpe final: la sociedad fue disgregada por el encierro obligatorio y el miedo, y hasta el momento no es posible resistir con la acción. Por más paradójico que parezca, es precisamente la pasividad la que vencerá al capitalismo conduciéndolo a la muerte por asfixia. La forma más subversiva de pasividad es la insolvencia, que consiste en hacer saltar todo no haciendo nada, y, más precisamente, limitándose a no pagar por la sencilla razón de que no podemos pagar.
La insolvencia no tiene necesidad de ser propagandizada, predicada, gritada: vendrá por sí sola como consecuencia natural del colapso de la economía. La insolvencia no es una culpa sino una necesidad universal. Y la sociedad tendrá que comenzar a experimentar formas locales y autónomas de producción y distribución destinadas a la supervivencia y al placer.
Mayo 14
Según Lorenzo Marsili, no debemos esperar demasiado del fin del mundo:
«Olvídense de los sueños silvestres de desaceleración. Basta pensar en esta paradoja: la aceleración vertiginosa del mundo y del tiempo que nos rodea se produce a través de una crisis que nos obliga a reducir la velocidad. Parece instaurarse un extraño mecanismo por el que, cuanto más nos detenemos, más la realidad es transformada por nuestro estar en casa. Lejos de desacelerar el mundo, el Covid-19 ha acelerado fuertemente los procesos de transformación personal, política y económica ya en marcha.
«Un deshilachamiento más que un colapso.
«Tampoco el Covid-19 hará saltar al mundo por los aires. Pero seguramente podrá llevar a su mayor deterioro: los negocios artesanales podrán cerrar cada vez más rápidamente en beneficio de la distribución organizada a gran escala; podrá haber un endurecimiento de las medidas de austeridad para expiar la culpa del endeudamiento necesario; podrá fortalecerse la tendencia de los más ricos a prepararse rutas de fuga, acelerando el proceso de separación de las élites de sus comunidades nacionales. El punto es que la crisis ya no es una interrupción de la normalidad. La normalidad es crisis. La crisis ya no es un momento decisivo, un divisor de aguas, un momento heroico. Y, por lo tanto, ya no es un concepto útil. Si tuviéramos que hacer una lista de las cosas que más extrañamos en esta cuarentena –ejercicio útil, aunque solo sea para darnos cuenta de la poca importancia que desempeña cierto consumismo en nuestras vidas–, las relaciones humanas sin duda estarían en los primeros puestos. Nos faltan los amigos. ¿Pero todos ellos? He aquí un ejemplo simple de lo que significa superar la elección binaria entre crecimiento y decrecimiento. Menos amigos y más amistad».
Mayo 16
Guido Viale me cae personalmente antipático desde que en julio de 1970 publicó en el periódico Lotta continua una extensa vituperación de mi primer libro llamado Contra el trabajo. Nunca se lo perdoné, pero admito que en los últimos tiempos escribe siempre cosas inteligentes. Hoy publica en Comune-info un artículo en el que habla sobre la normalidad «potenciada»: «Potenciada para recuperar el tiempo perdido: no el de Proust, sino el del PIB: más producción, más explotación, más precariedad –es decir, falta de perspectivas y de futuro– para todos, más deuda, más desigualdad entre ricos y pobres, más marginación de quienes se quedan atrás, más retrocesos para quienes no deben verse entre nosotros (para poder explotarlos mejor), más indiferencia en relación con las “vidas descartables”. Durante mucho tiempo, para los trabajos de reproducción o de cuidado –cuyo papel esencial en el funcionamiento de la sociedad, pero por mucho tiempo ocultado, fue sacado a la luz por los movimientos feministas– se ha reclamado “igual dignidad” y una remuneración proporcional a la de quienes eran reconocidos en el trabajo llamado “productivo”. En otras palabras, se trataba de empujar con la lucha el trabajo de cuidado dentro de la esfera del trabajo productivo. Hoy, sin embargo, aparece claro que el movimiento a promover es exactamente el opuesto: es necesario luchar para transformar todo el trabajo productivo en trabajo de cuidado de la Tierra, de lo viviente, de la convivencia humana, de la reproducción de la vida. Es el cuidado el que debe atraer, hospedar y transferir dentro de su esfera de sentido y revalorización al trabajo llamado “productivo”, realizando, dentro de esta transformación, ese equilibrio entre géneros y roles que el “desarrollo de las fuerzas productivas” no ha jamás sabido ni podía realizar: una inversión de campo para nada menor. Es desde esta perspectiva que la reivindicación de un ingreso incondicionado puede perder su carácter retributivo –“páguenme a cambio de algo”– para asumir las connotaciones de una reivindicación consustancial a la de una pertenencia común a un único género humano».
Mayo 17
Ciertamente no soy un fanático de la productividad, ni idolatro la libertad como un valor abstracto. Soy anarquista, pero no por esto creo que sea justo joder a los otros en nombre de la propia libertad. De hecho, realmente creo que el mito de la libertad (de algunos) a menudo se ha utilizado para imponer la esclavitud de la mayoría.
Pero cuando en marzo me enteré de la obligación de quedarse en casa, cuando vi los spots de celebridades publicitarias que nos invitaban a imitarlos quedándonos en casa, como si todos tuviéramos la piscina, la terraza y el mayordomo, inmediatamente pensé que había algo incorrecto allí. Pero aún más incorrecta era la invitación opuesta a reanudar a toda costa el trabajo en la línea de montaje. La Confindustria es peor que Fiorello.[11]
Dejémonos de historias: para evitar que el virus se propague, matando a millones de personas, era correcto detener todo. Pero ahora, dos meses después, tenemos que ir a ver los datos relacionados con la letalidad del virus y descubrir que son bastante bajos. Además, es interesante el dato relativo a la edad promedio de los muertos. 80 años en Austria, 80 en Gran Bretaña, 84 en Francia, 81 en Italia, 84 en Suiza y 80 en los Estados Unidos. En la medida que tengo setenta años no pienso que sea correcto dejar que los viejos mueran sin recibir los cuidados necesarios. Pero en fin…
¿Debemos quizás reconocer que la peligrosidad del virus ha sido de alguna manera sobrestimada? En estos casos es mejor sobrestimar que subestimar, no cabe la menor duda. Pero lo que es preciso explicar es por qué se ha desencadenado la más angustiosa tempestad informativa de todos los tiempos.
Repito que soy un encendido partidario del lockdown y detesto a los «libertarios» que quieren hacer trabajar a las personas con total desprecio por el peligro. Sin embargo, sin absolutamente ninguna intención polémica respecto de las medidas de prevención, me pregunto: ¿por qué?
Mi respuesta es compleja pero simple.
Mayo 18
Algunos se preguntaban si del confinamiento saldremos mejores o peores. Depende de qué quiere decir: el miedo, el distanciamiento, el chantaje económico ciertamente no nos volverán más solidarios, al menos por un tiempo. Los patrones usarán la desocupación como un chantaje; Los propietarios de la FIAT ya están chantajeando al Estado, pidiendo miles de millones de euros para su empresa apestosa, que después de haber explotado a los obreros y haberse aprovechado por décadas de los aportes del Estado italiano (no) paga los impuestos en los Países Bajos y despide en Turín y Pomigliano.
Sucederá, y sufriremos. Sufriremos muchas cosas en los próximos meses, sufriremos la violencia de los racistas contra los migrantes, sufriremos la arrogancia de los patrones y la de los fascistas. Pero no sufriremos para siempre, porque el poder no se consolidará, la máquina económica no se volverá a poner en marcha, está irreversiblemente desquiciada.
Todo será inestable, como una tripulación de borrachos en un barco en medio del mar en la tempestad. Es necesario prepararnos para un largo período de inestabilidad y de resistencia y es necesario hacerlo de inmediato. Resistencia querrá decir creación de espacios de autodefensa para la supervivencia, de producción de lo indispensable, de afecto y de solidaridad.
Existe al menos un ochenta y cinco, quizás un noventa y creo incluso creo que un noventa y uno por ciento de probabilidad de que la vida social empeore, de que las defensas sociales se desmoronen, de que las formas de control tecno-totalitario se encastren en el cuerpo enfermo de la sociedad, de que el nacionalismo belicista prevalezca. Es probable probable probable. Quizás inevitable.
Pero si en la víspera de Año Nuevo nos hubiéramos encontrado en la calle y les hubiera dicho que en tres meses habría treinta millones de desocupados en Estados Unidos, que el precio del petróleo caería a cero dólares por barril, que el transporte aéreo se detendría en todo el mundo y que, en comparación, el 11 de septiembre era una broma, me habrían hecho internar en el manicomio.
En cambio, aquí estamos.
¿Saben por qué? Bueno, ya se los dije no sé cuántas veces: porque lo inevitable generalmente no sucede; de hecho, es lo impredecible lo que siempre prevalece.
La ciencia se ha convertido en la religión de nuestro tiempo, en la que los hombres creen creer y, como en todas las religiones, el confín que la separa de la superstición es muy delgado. Si dije «creen creer» es porque lo que la gente común recibe de la ciencia es aún más vago y aproximativo que lo que los niños reciben del catecismo. Cualquiera que tenga alguna noción de epistemología no puede, por ejemplo, dejar de sorprenderse por la forma en que se dan las cifras de los decesos, no sólo sin relacionarlas con la mortalidad anual en el mismo período, sino incluso sin especificar las causas efectivas de la muerte. En cualquier caso, confiar las decisiones que en última instancia son políticas a médicos y científicos es extremadamente peligroso. Los científicos persiguen sus propios fines, justos o equivocados, y no están dispuestos a detenerse por consideraciones de orden ético, jurídico o político. ¿Debo recordar que científicos considerados absolutamente serios en ese momento se aprovecharon de los lager nazis para poder llevar a cabo experimentos letales que de otra manera no podrían llevarse a cabo en seres humanos y que consideraron que tenían que hacerlos en interés de la ciencia?
En realidad, estamos acostumbrados a vivir en un estado de emergencia perpetuo desde hace décadas. Como sabes, los decretos de emergencia, que el gobierno ha utilizado, son el sistema normal de legislación en nuestro país, a través del cual el poder ejecutivo ha reemplazado al poder legislativo, aboliendo de hecho aquella división de poderes que define la democracia. En este caso, el terror que difunden irresponsablemente los medios de comunicación ha sido uno de los factores determinantes. Otro es la transformación de la representación de nuestro cuerpo como resultado de la creciente medicalización. La ciencia nos ha acostumbrado desde hace tiempo a dividir la unidad de nuestra experiencia vital, que es siempre tanto corporal como espiritual, en una entidad puramente biológica por un lado y una vida afectiva, cultural y social por el otro. Ésta es una abstracción, pero una abstracción que la ciencia moderna ha realizado a través de los dispositivos de resucitación, que, como es sabido, pueden mantener un cuerpo en un estado de pura vida vegetativa durante mucho tiempo. Lo que sucede hoy es que esta condición, que sólo tiene sentido si permanece dentro de sus propios límites espaciales y temporales, ha salido de la cámara de resucitación para imponerse como una especie de principio de organización social. En términos más generales, creo que lo que nos permite palpar la situación que estamos viviendo es que nuestra sociedad estaba enferma, no en un sentido médico, sino humana y políticamente, y que de alguna manera, sin darse cuenta, lo sabía. Sólo esto puede explicar por qué millones de hombres aceptaron sentirse apestados. Evidentemente, en otro sentido, realmente lo eran.
Desde hace tiempo la democracia se ha convertido en algo que los politólogos estadounidenses llaman el Security State, en el que cualquier existencia política se hace de hecho imposible y, a través de la omnipresente frase «por razones de seguridad», nos hemos acostumbrado gradualmente a renunciar a nuestras libertades. Una situación como ésta que estamos viviendo ahora sólo empuja al extremo los dispositivos de control que ya estaban presentes y que harán que nos parezcan inocentes los dispositivos de los Estados totalitarios, que, después de todo, como ocurrió con China, se señalan como modelo. La gente tiene que darse cuenta de que las medidas de control tal y como existen hoy en día no existían bajo el fascismo. Y es evidente que no se trata de una emergencia temporal, ya que las mismas autoridades que ahora nos impiden salir de casa, no se cansan de recordarnos que, incluso cuando la emergencia haya sido superada, habrá que seguir observando las mismas directrices y que el «distanciamiento social», como se ha llamado con un eufemismo significativo, será el nuevo principio de organización de la sociedad. Lo que se está preparando no es una sociedad, sino una masa disgregada cuyos miembros tendrán que mantenerse a distancia para evitar el contagio, pero de hecho para hacer imposible no sólo la amistad, el amor y las otras relaciones humanas, sino sobre todo lo que antes se llamaba la vida política. Pero no está claro con qué dispositivos jurídicos se pueden imponer estas medidas de manera estable. ¿Con un estado de excepción permanente?
Ahora bien, el reconocimiento de los límites de la libertad propia es imprescindible para hacer posible una convivencia democrática. En un Estado democrático es un elemento esencial del ejercicio de la libertad individual la responsabilidad. Libertad y responsabilidad son dos caras de una misma moneda de forma equivalente a cómo ocurre en el caso de los derechos y los deberes. La responsabilidad supone el compromiso (moral, jurídico o político) de responder ante las consecuencias de nuestras acciones llevadas a cabo en un contexto donde es real el ejercicio del libre albedrío, es decir, el poder elegir qué queremos hacer dentro de unas circunstancias dadas.
Es parte de esa responsabilidad no perder nunca de vista lo que en economía se conocen como externalidades o efectos secundarios, es decir, lo que se deriva de nuestras acciones que afecta a otros que no tienen la opción de evitar padecerlo. Quien decide cada mañana desplazarse a su trabajo distante no más de tres kilómetros en su SUV de alta gama polucionando el aire, cuando podría hacerlo por otros medios menos contaminantes, causa una innegable externalidad negativa. El ciudadano que así procede esgrimirá que es libre de decidir por qué medio se mueve de un lado a otro de la ciudad; pero es responsable de un perjuicio para la salud que se impone al resto de la sociedad de la que es parte integrante, lo quiera ver o no. Lo mismo si se sube a ese coche cargadito de unas cuantas copas de vino. Aquí se presenta una interesante cuestión filosófica ya apuntada, y que es una muestra más del fascinante y vasto catálogo de las paradojas humanas, porque si lo que motiva las conductas de ambos ejemplos es una voluntad débil (pereza para el esfuerzo físico o dificultad para decir basta cuando se bebe), una coerción del Estado que obligara a usar la bicicleta en un caso y a parar de beber tras la primera copa de vino en el otro, contribuiría a una ganancia de autonomía para el individuo. En ninguno de los dos supuestos la coerción normativa es muestra de paternalismo sino de garantía de justicia.
Esta es una de las obligaciones que justifican la existencia de un Estado democrático: garantizar una forma de interrelación entre sus diversos integrantes en la que todos ellos puedan vivir en circunstancias en las que sea real la práctica de su libre albedrío. En la comunidad cívica ideal todos sus miembros tienen conciencia del límite a la hora de ejercer su libertad individual; pero en la real existen los vecinos que ponen la música demasiado alta y los políticos que disponen demasiado libremente de recursos que son de todos. A quienes se conducen de este modo los que padecemos los efectos dañinos de sus acciones queremos que se les ponga límite. La cuestión neurálgica, en definitiva, en lo que a la libertad política se refiere, es dónde se traza ese límite a la hora de restringir las acciones de los individuos por parte de los gobiernos.
Como no hay vida sin muerte no hay libertad política sin límite si es que no queremos incurrir en el pecado de la injusticia. Y como fijar ese límite será siempre objeto de debate, ya que están en continuo conflicto las distintas formas de libertad, se necesita una autoridad. He aquí otro problema político derivado de todo lo anterior: el reconocimiento de la autoridad de las instituciones que ponen los límites a esa libertad. Es lo que refleja de modo insuperable la anécdota más arriba recordada: ¿y quién eres tú para restringirme el número de copas de vino que me puedo beber antes de conducir? En esta pregunta retórica queda patente la ausencia de reconocimiento de la autoridad; esto es, el sujeto no asume que esté legítimamente justificada su obligación de obedecer. Así la autoridad queda seriamente debilitada a efectos de su práctica.
En las manifestaciones que parecen ir en aumento estos días, sobre todo a partir de que se ha decretado el fin del ritual de los aplausos en los balcones, la propuesta política que late es el rechazo de la autoridad del actual Gobierno: ¿y quién eres tú para decirme que no puedo salir a la calle a concentrarme o que no puedo ir a mi casa de la playa o que no puedo convocar a mis amigos a una fiesta, etc.? Sería la adaptación al contexto del estado de alarma de la pregunta retórica de marras.
Desde el comienzo de la presente legislatura, voces autorizadas han tachado este ejecutivo de ilegítimo, de «Gobierno Frankenstein» (es decir, contra natura), en el que se incuba el huevo de la serpiente del totalitarismo, y que se sirve de la excusa de la epidemia para implantar un estado de alarma interminable que nos conduce a la ruina económica. Se ha llegado a denunciar incluso que el Jefe de Gobierno nos conduce a una «dictadura constitucional».
La libertad no es anterior a la justicia y a la igualdad. Si así lo creyésemos, cometeríamos el mismo error de Platón, pero a la inversa. ¿Puede haber libertad real (no como fetiche ideológico) si no es entre iguales? ¿Y no es una de las fuentes de legitimación de la democracia su arquitectura institucional, que sirve para erradicar el imperio de la ley del más fuerte, ayudando a que la ciudadanía pueda satisfacer sus necesidades básicas y aspiraciones legítimas sin dañar el bienestar que todos merecemos? La sociedad no es una colección de individuos a los que sólo unen los vínculos de los contratos (los laborales, los financieros...), los cuales en demasiadas ocasiones son suscritos por las partes en innegable situación de asimetría de poder. Libertad, igualdad y justicia son tres piezas lo mismo de esenciales en el invento ilustrado que es el Estado moderno, una ambiciosa utopía hace tres siglos; hoy, una realidad como tal perfectible.
En relación con los hechos que nos ocupan, a partir de estos conceptos se revela la lógica que lleva a una parte significativa de la ciudadanía, animada por los discursos de confrontación pronunciados en sede parlamentaria, a entender legítima su desobediencia a las normas dictadas por el Gobierno en el marco del estado de alarma, incluso a poner en cuestión la obligación de someterse a éste último.
La profusa exhibición de banderas demuestra ciertamente el ardor patriótico de quienes se visten con ellas. Justificación moral que eleva al altar de las más nobles motivaciones la conducta de quienes, en cierta parte, responden a un mensaje de miedo y sirven sabiéndolo o no a los intereses de los que no están dispuestos a que se limite su libertad en aras de la justicia. Son los mismos que quieren convencernos de que las libertades individuales sólo son reales cuando se sustraen de lo común. En esta protesta ciudadana patriotismo y patrimonialismo privado se encuentran astutamente confundidos.
El balance que el siglo XXI nos ofrece hasta el momento es de un siglo antiliberal. Uno tras otro, los golpes han impactado sobre la credibilidad de la democracia. El 11-S nos arrebató la seguridad y puso en marcha los populismos. La crisis de 2008 nos privó de la prosperidad y nos echó en brazos de los populistas. Y ahora la pandemia nos desprovee de la salud y nos arroja a los pies de un ciberleviatán que está en proceso de consumar un proyecto autoritario de vigilancia, control y desigualdad
La historiadora Selina Todd ha definido este momento decisivo de la construcción del Estado de bienestar como resultado de una “guerra del pueblo”. En 1945, al volver de la experiencia del frente, la clase trabajadora británica exigió, a cambio de sus sacrificios, un nuevo derecho al porvenir. La autoestima que había permitido vencer al enemigo se trocó en disconformidad con la desigualdad jerárquica existente, una dignidad en igualdad de oportunidades. El sacrificio en la “guerra del pueblo” obligó a abandonar la jerga de la lucha por la existencia por un “programa para la paz”. No es casualidad que el Informe Beveridge expresara la potencia del cambio histórico en el manifiesto laborista de 1945 con el título: Afrontemos el futuro: a la victoria en la guerra debe seguir una próspera paz.
Reparemos en el significado de este lema. No era el momento de reclamar a las élites dominantes una mera “compensación” por los sacrificios realizados; no se trataba de justificar que esta generosidad era merecedora de concesiones “desde arriba” o ensalzar simplemente la bandera nacional. No, la terrible lección bélica enseñaba que la dignidad dependía de derechos materiales para todos. Que esta fraternidad recobrara un nuevo significado ya no para tiempos de guerra sino de paz implicaba un giro copernicano: la nueva sociedad debía ser algo más, mucho más, que devolver a cada uno exactamente lo que se merecía por su trabajo. El espíritu del 45 no trocaba sacrificio por heroísmo, sino por dignidad efectiva. No deberíamos olvidar esto a la hora de discutir hoy, libres de nostalgias fordistas, el sentido de una renta básica universal.
Esta analogía entre nuestra “guerra contra la pandemia” y esa “guerra del pueblo” tiene límites. Entre ellos, que esa gran experiencia de autoestima colectiva poco tiene que ver con nuestro aislamiento tecnológico. Sin embargo, da que pensar acerca de nuestras épicas cotidianas: la que aplaude diariamente el enfrentamiento de la vida contra la muerte en las trincheras de la sanidad pública y la que se centra en la bandera y el luto. Ambas son legítimas, pero en la última no pocas veces se tiende a sublimar heroicamente el drama por arriba para descuidar el de abajo. ¿Todo este sacrificio para qué? ¿Para que ciertos políticos se muestren impúdicamente como pasionarias ?
El sentido que demos a este sacrificio será decisivo para nuestro futuro. Si algo define a la tradición emancipatoria, que se remonta a la rebelión prometeica contra los dioses, es que hay trampa en trocar dolor por sentido. El dolor por sí mismo no genera dignidad; el dolor, a lo sumo, solo puede servir como acicate para combatirlo y reducirlo, para prevenirlo y protegerse de él en la medida de lo posible. ¿No implica, por ejemplo, una autoflagelación rayana en lo religioso la idea de que la pandemia es una “revancha de la naturaleza”? ¿No es justo lo contrario: la consciencia global de nuestra dependencia por la posibilidad de un mundo interconectado técnicamente? Ojalá la vuelta a esta nueva “esencialidad” no sea un simple reconocimiento de nuestra vulnerabilidad, sino de nuestro sentido de la justicia y de nuestro intervencionismo en lo que es cruda necesidad. Lo que está revelando la pandemia no es tanto la coinmunidad del mundo globalizado como la funesta constatación de que hay vidas que importan menos que otras.
Quizá esta sea también la diferencia entre el aplauso en nuestros balcones a una sanidad pública “dejada morir” por políticas privatizadoras y una necesidad de duelo que se centra en intercambiar dolor por sentido. Si el espíritu del 45 cuestionó que las élites dominantes se limitaran a exaltar el “sangre, sudor y lágrimas” para esconder su particularismo, ¿no estamos hoy en condiciones de repetir ese ambicioso gesto a la altura de los nuevos desafíos?. “¡Ay del pueblo que no tiene héroes!”. “No, ¡ay del pueblo que necesita héroes!”, replicaba el Galileo de Brecht. No en vano era un científico.
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