Fuerza de la desesperación, fuerza de la guerra, fuerza de las palabras: rescato ahora de entre las conversaciones de estos días tres puntos de actualidad del pensamiento de Simone Weil.
A diferencia del marxismo, que nos enseña a ver
por debajo de las declaraciones y las retóricas humanistas la dura realidad de los intereses económicos, Simone Weil nos enseña a ver
por debajo de los intereses económicos otra realidad más decisiva y más determinante: la
materialidad de los afectos, la
embriaguez de la guerra. ¡Lo económico disimula lo pulsional!
¿Qué es la embriaguez de la guerra? Es la
pasión de absoluto que toma y ciega a los combatientes, impidiéndoles ver la realidad y sus límites. El que tiene fuerza cree, por el solo hecho de tenerla, que además tiene la razón y que el derrotado, por ser más débil, carece por completo de ella. Entre el adversario y yo, piensa el embriagado por la guerra, no hay nada en común, ninguna
humanidad común. Querer la victoria absoluta es pretender el exterminio radical del otro.
Es la
pasión de absoluto que toma y ciega a los combatientes, impidiéndoles ver la realidad y sus límites. El que tiene fuerza cree, por el solo hecho de tenerla, que además tiene la razón y que el derrotado, por ser más débil, carece por completo de ella. Entre el adversario y yo, piensa el embriagado por la guerra, no hay nada en común, ninguna
humanidad común. Querer la victoria absoluta es pretender el exterminio radical del otro.
Esta embriaguez recuerda el mecanismo (a la vez racional y pasional) que el general Von Clausewitz llamó “escalada hacia los extremos” y que define como tendencia toda guerra. Un juego recíproco de ataques y represalias que, en una espiral enloquecida e incontrolable, amenaza con llevarse todo y a todos por delante. El vencedor reina finalmente sobre un territorio devastado, es siempre rey del desierto.
Este es el fondo de la famosa carta que dirigió Weil al escritor George Bernanos tras volver del frente de Aragón. Bernanos, después de haber aplaudido primero el levantamiento franquista, se distancia luego horrorizado tras asistir a la represión franquista en la isla de Mallorca. Simone Weil se presenta en su carta como una horrorizada del otro bando, que ha visto a los compañeros anarquistas, tomados ellos también por la embriaguez de la guerra, ejecutar fría y brutalmente a sacerdotes o falangistas jóvenes.
Esta pasión de absoluto se opone punto por punto a la concepción del mundo de Weil: como un entramado de relaciones, una malla de vínculos, que nos exige sobre todo un arte de las mediaciones. Vivir es como navegar: hay que contar con lo que tenemos alrededor: los vientos, las corrientes, la tierra. La pasión guerrera de absoluto es por el contrario como un barco que pretendiera avanzar destruyendo el medio mismo donde se mueve.
Pero no hay “victoria total”, enseña Weil leyendo
La Ilíada, los “héroes” que creen manejar la fuerza son en realidad manejados por ella como patéticos títeres, y acaban siempre siendo arrastrados ellos mismos por el polvo.
¿Por qué la guerra? El problema, dice Weil, es justamente que las guerras no tienen un objetivo preciso ni un origen claro, sino que toman un pretexto cualquiera para el despliegue de la
voluntad de poder. Como por ejemplo el rapto de Helena en
La Ilíada. A todos los personajes del poema homérico –excepto a Paris– les importa un rábano Helena, pero la “afrenta” que supone su rapto va a llevar al mundo conocido a la catástrofe y la destrucción total.
Pero, ¿y en los conflictos contemporáneos? Ni siquiera hallamos ya en su origen el cuerpo encantador de Helena, al menos algo material, sensible y palpable. “Son palabras adornadas de mayúsculas”, dice Weil, “las que desempeñan el papel de Helena (…) Atribúyanse mayúsculas a palabras vacías de significado y los hombres verterán raudales de sangre”.
Palabras mayúsculas, palabras mortíferas, por las que se mata y se muere. ¿Qué palabras son esas? Weil cita y analiza las siguientes: Nación, Seguridad, Capitalismo, Comunismo, Fascismo, Orden, Autoridad, Propiedad, Democracia. No muy diferentes, como puede verse, de las palabras dominantes actualmente en el lenguaje político.
Pero más que tales o cuales palabras, lo mortífero es un tipo de efecto, de operación, de uso. El carácter mortífero no es sólo una propiedad de la palabra en sí, sino un tipo de funcionamiento. Toda palabra puede cristalizar en fetiche y palabra mortífera.
La palabra mortífera es, en primer lugar, una palabra absoluta. Entidad autosuficiente, independiente de toda condición, de toda correspondencia con lo real, de toda medida o proporción, de toda posibilidad de verificación.
Pensemos en el uso que se hace hoy de la palabra “democracia” entre nuestros políticos. Como una cuestión absoluta, no relativa a algo: proceso, medida, condiciones. Designar una realidad como “democrática” significa que no se puede discutir, cuestionar, verificar. Es así, y punto.
La palabra absoluta es una palabra vacía que se refiere a todo y a nada, no remite a algo preciso, contrastable, observable y palpable. No admite réplica, contestación, dialéctica, diálogo. Son palabras-monólogo que expulsan al otro, lo destituyen como interlocutor crítico, zanjan toda discusión. La palabra absoluta tiene siempre laúltima palabra.
La palabra mortífera es, en segundo lugar, una palabra moralizante. Distribuye el Bien y el Mal. Me identifica con el Bien, te identifica con el Mal. Me da toda la razón, te la quita. El otro no tiene razón ni razones, nada que merezca la pena ser escuchado, discutido, ninguna legitimidad en su relato. Es puro Mal.
El uso que hace hoy la derecha global del término “terrorismo” es el ejemplo más evidente. Sirve para designar cualquier cosa porque no significa nada, pone al otro fuera de la discusión, invita a su eliminación. Pero también la izquierda tiene sus propias palabras mortíferas, su uso mortífero de ciertos términos, quizá la más llamativa hoy es “fascista”, “facha”. Una etiqueta que se usa como arma arrojadiza, que inhabilita toda escucha de lo que no es políticamente correcto, todo diálogo con lo diferente, todo atisbo de revisión de las propias ideas.
Hay palabras que habilitan la relación, tienen en cuenta al otro y lo otro, lo diferente y cambiante. Son palabras relativas, relativas a algo, relativas a alguien. Hay otras palabras, sin embargo, que impulsan el avance de ese barco que destruye todo a su paso. Son palabras mayúsculas, palabras mortíferas, palabras que contagian la guerra y su pasión de absoluto.
Combatir la guerra pasa por desactivar el carácter mortífero de las palabras. “Aclarar las ideas, desacreditar las palabras congénitamente vacías, definir el uso de las otras mediante análisis precisos, ése es, por extraño que pueda parecer, un trabajo que podría preservar existencias humanas”.
Amador Fernández-Savater,
El método Simone Weil ..., ctxt 10/02/2024