Los resultados de las elecciones andaluzas de ayer recuerdan mucho lo que ocurrió en la Comunidad Valenciana en las últimas autonómicas. El paralelismo es sencillo: dos partidos sospechosos de corrupción en la última legislatura han vuelto a resultar elegidos. Y vuelve también el sectarismo de los medios: los periódicos conservadores que en su día callarón con la victoria popular levantan hoy todas las críticas contra el resultado andaluz. Y los medios “progres” que acribillaron a Camps, Barberá y sus huestes hace unos meses, hablan hoy de la renovación socialista, dejando de lado los escándalos de los E.R.E.’s, que parecen ser una cuestión menor cuando de un partido de izquierda de trata. Tenemos los gobernantes que nos merecemos, y no cabe escurrir el bulto tratando de agarrarse a un clavo ardiendo, aludiendo a sentencias o trucos legales. En nuestra democracia la corrupción no siempre es castigada y puede que esto sea incluso un síntoma de la sociedad en que vivimos.
El viejo tópico dice que cuando ya no queda ética, hay que aferrarse a la estética. Y resulta poco estético que un gobierno repita victoria en una comunidad autónoma que invierte en carreras de Fórmula 1 y en aeropuertos sin vuelos mientras mantiene algunos institutos de secundaria con barracones. Tan indecente estéticamente como decir en la radio que el gran premio de los autos locos supone menos gasto público que las bajas de los profesores de secundaria. En un país serio, esa declaración debería suponer la dimisión inmediata de quien la pronuncia. En España se aplaude la gracia. Tres cuartos de lo mismo cabe decír del presidente valenciano anterior: al margen de que haya motivos jurídicos para condenarle las conversaciones que han estado en todos los telediarios son muy poco estéticas. Cuando no hay vergüenza, la reacción inmediata es levantar la cabeza y mostrar orgullo. Al menos tan alta como la tienen los dirigentes socialistas que han estado comprando cocaina con el dinero destinado a los parados. Que unos y otros resulten elegidos puede interpretarse como una falta de ética social, pero también de estética. Tenemos mal gusto.
Porque de lo que se trataba en definitiva es de esto: buen gusto. Y rechazar el sistema y atacar a la clase política tiene que ser necesariamente sólo un primer paso. Si este no conduce a una crítica de la sociedad que sostiene y apoya a esa clase política nos quedamos a mitad de camino. Porque o bien nos engañan y no percibimos como corrupción lo que sí lo es, o bien sencillamente la acatamos. La asumimos como uno más de los componentes de todo gobierno. A veces da la sensación de que diéramos por supuesto que también nosotros, de ocupar el lugar del gobernante de turno, aprovecharíamos la ocasión para apropiarnos de lo que en realidad es de todos. Sólo a una sociedad corrupta le corresponde la reelección de un gobierno corrupto. Lo cual no deja en muy buen lugar la salud de nuestra democracia, en la que es posible que políticos corruptos, de uno u otro signo, ganen en las urnas una responsabilidad que son incapaces de ejercer de una manera digna.