Discutimos en estos días algunas de las ideas del empirismo de Hume. No sin cierta perplejidad: parece difícil de aceptar que quien se sentía fascinado por la ciencia termine desarrollando una filosofía escéptica. Es más que posible que esta perplejidad derive de una falsa concepción de la ciencia, que quizás se nos inculca desde bien pequeños: la imagen del laboratorio, del experimento y del contacto permanente con las cosas se impone sobre cualquier otra concepción. Hume representa muy bien esta concepción y también las arduas dificultades que la rodean: si queremos ser coherentes con ese apego a la experiencia empírica, tendremos que renunciar incluso a la posibilidad de hacer ciencia. Al buscar su lugar a lo largo de la historia, la ciencia ha ido desplazando a otras formas de pensamiento, entre ellas la filosofía, acusándola de incluir demasiados conceptos abstractos, de elaborar discursos vacíos. Hume, desde el centro de la Ilustración, debería servirnos de recordatorio de que también la ciencia necesita para su elaboración de este tipo de conceptos.
Esto de que la ciencia es experimental y se puede demostrar genera equívocos graves en la gente de a pie, que confunde ciencia con verdad. Y si de algo sirve ese empirismo coherente que representa la filosofía de Hume es precisamente para desenmascarar la actividad científica, y descubrir que en el fondo está construida sobre abstracciones que nos obligan a ir más allá de la experiencia. Que al dejar caer una tiza al suelo alguien vea actuar la fuerza de la gravedad no deja de ser significativo: es la mejor muestra de la efectividad de más de diez años de enseñanza que se pretende científica. Pero no le resta ni un ápice de valor a la crítica de Hume: por más vueltas que le demos y repitamos la experiencia miles de veces, jamás lograremos ver concepto abstracto alguno. Algo parecido ocurre con cualquier experimento: intervienen tantos conceptos abstractos que orientan la mirada del experimentador que se hace prácticamente imposible separar lo teórico, esa parte abstracta inasumible desde un empirismo radical como el de Hume, de lo práctico y experimental. La llamada a la experiencia que se realiza desde el pensamiento científico es incompatible con su propia manera de proceder y trabajar.
Todo esto nos puede llevar un paso más allá: si revisamos por encima la historia de la filosofía, nos damos cuenta de que hay un rasgo común a muchas teorías del conocimiento, en ocasiones tan opuestas como el racionalismo y el empirismo: todas ellas valoras el conocimiento científico y pretenden jsutificarlo. Así lo hizo Descartes desde la orilla racionalista, o el mismo Kant. Locke o Russell son buenos ejemplos de partidarios de la ciencia desde el empirismo. La cuestión es hasta qué punto estos empiristas, y otros tantos que en el mundo han sido, no están obligados a abrir la puerta a conceptos abstractos que son imprescindibles para desarrollar la ciencia. Y podemos pensar que la rendija para la abstracción sea en el caso de la ciencia lo más pequeña que podamos pensar y que queramos incluso controlar todos y cada uno de los conceptos que se utilicen en cada caso. Pero por pequeño que sea ese espacio, resurgirá como un ave fénix un viejo problema filosófico: por qué hemos de dar validez a las abstracciones científicas y no a otras abstracciones, como las filosóficas. Por más vueltas que le demos no encontraremos solución alguna. Este es el motivo central de que los críticos de la filosofía que emplean argumentos de inspiración positivista o empirista resulten tan divertidos: queriendo recortar tanto la abstracción terminan minando el suelo que ellos mismos pisan.