Afirma el artículo 27 de la Declaración Universal de Derechos Humanos lo siguiente:
- Toda persona tiene derecho a tomar parte libremente en la vida cultural de la comunidad, a gozar de las artes y a participar en el progreso científico y en los beneficios que de él resulten.
- Toda persona tiene derecho a la protección de los intereses morales y materiales que le correspondan por razón de las producciones científicas, literarias o artísticas de que sea autora.
Este artículo, aparentemente, inocuo, cuenta hoy con una innegable actualidad, ya que es un intento de proteger la cultura desde dos puntos de vista: el productor y el receptor. Y es posible que en este sentido no hayamos progresado mucho en los más de sesenta años de derechos humanos: siguen existiendo obstáculos para acceder a la cultura, y los derechos de los productores están menos protegidos.
El primer epígrafe del artículo da por supuesto varias cosas. Lo primero y más importante: el deseo de participar en la vida cultural de la sociedad. Lo cierto es que incluso en los países que se dicen avanzados hay una parte importante de la población que no manifiesta interés alguno por la cultura. El motivo es bien sencillo: el aprecio de la cultura pasa necesariamente por un sistema educativo que desarrolle una especial sensibilidad hacia la misma. Y esto hoy, como ayer y como mañana, brilla por su ausencia. Es triste reconocerlo, pero hoy muchos alumnos logran el título de bachillerato sin ningún interés por la música, el teatro, la literatura o el arte. De nada sirve tener un derecho si no hay una sociedad que lo fomenta, que le soporta y da sentido. Algo de esto es lo que ocurre con un derecho a disfrutar de la cultura en una sociedad que no valora la cultura. Algo que no es, ni mucho menos, exclusivo de España, sino que ocurre en muchos otros países, y se puede constatar en el sistema educativo, pero también en los grandes medios de comunicación, espectáculos de masas, etc. La ausencia de voluntad es fácil de explicar: una sociedad culta es una sociedad menos manipulable. Y esto no interesa a nadie. Algo muy similar ocurre con el progreso científico: el acceso al mismo no es, ni mucho menos igualitario: el nivel económico marca la diferencia y la generalización de la ciencia y la tecnología es sólo una consecuencia, no necesariamente prioritaria, de otros intereses económicos superiores.
El análisis de este artículo se termina de complicar con el segundo epígrafe: la protección de los derechos de los creadores. Y es aquí donde se produce un choque peculiar: mientras que en Internet abundan las páginas que defienden los derechos humanos, son muchísimas más las que promueven la violación de estos derechos de propiedad intelectual. Podemos considerarlos o no, abusivos o inaceptables, pero lo cierto es que, estemos o no de acuerdo, la declaración de los derechos humanos recoge entre los mismos los “intereses morales y materiales” que correspondan a la creación de la que se trate. Algo que no puede quedar al arbirtrio de un internauta o de una asociación, ni mucho menos de quienes decidan lanzar una página de almacenamiento on-line con triquiñuelas técnicas para eximirse de responsabilidades. Internet ofrece hoy una plataforma de creación cultural muy amplia. Los escritores, artistas o cineastas del más diverso pelaje pueden decidir si comparten o no su material en la red. Pero una vez tomada esa decisión, la decisión de aquellos que opten por intentar cobrar por sus creaciones debe ser respetada. Podemos discutir cuánto tiempo han de estar vigentes estos derechos o si quizás sean preferibles formas de distribución alternativas a las tradicionales. Pero que alguien desee crear ciencia, arte, y literatura, y quiera también arriesgarse a vivir de esas creaciones son iniciativas que están protegidas por la declaración de derechos humanos. Y respetar esos derechos implica respetar las obras y a las personas que las crean. No vaya a ser que al final seamos muy activistas con algunos derechos y no tanto con otros que nos puedan resultar mucho más molestos.